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Había engordado desde la última vez que lo vi y se le veía el vello del pecho a través de la camisa empapada en sudor. Las gotas resbalaban desde su espesa mata de pelo cada día más gris y descendían hasta los pliegues de carne de su cuello. Para un hombre de tal corpulencia, los veranos de Louisiana debían de ser una tortura. Puede que Woolrich pareciera un payaso, que incluso actuara como tal cuando le convenía, pero en Nueva Orleans nadie que lo conociera lo subestimaba. Aquellos que en el pasado habían incurrido en ese error se pudrían ya en la penitenciaría de Angola.

– Me gusta esa corbata -comenté. Era de un vivo color rojo con corderos y ángeles estampados.

– La considero mi corbata metafísica -contestó Woolrich-; mi corbata de lector de George Herbert.

Nos estrechamos la mano, y Woolrich, al levantarse, se sacudió las migas de buñuelo de la pechera de la camisa.

– Se meten por todas partes, las malditas -protestó-. Cuando muera, me encontrarán migas de buñuelo hasta en el culo.

– Gracias, lo tendré en cuenta.

Un camarero asiático con un gorro blanco de papel acudió solícitamente y pedí un café.

– ¿Le traigo unos buñuelos? -sugirió.

Woolrich sonrió. Rechacé los buñuelos.

– ¿Cómo va? -preguntó Woolrich, y tomó un trago de café lo bastante caliente para escaldarle la garganta a cualquier hombre de menor aguante.

– Bien. ¿Y a ti cómo te va la vida?

– Como siempre: envuelta en papel de regalo, adornada con un lazo rojo y entregada a otro.

– ¿Sigues con…? ¿Cómo se llamaba? ¿Judy? ¿Judy, la enfermera?

Woolrich contrajo el rostro en una mueca de disgusto, como si acabara de encontrar una cucaracha en uno de sus buñuelos.

– Judy la chiflada, querrás decir. Rompimos. Se ha ido a trabajar a La Jolla durante un año, quizá más. Mira, hace un par de meses decidí pasar con ella unas vacaciones románticas, reservar una habitación en uno de esos hoteles de doscientos dólares la noche cerca de Stowe, respirar el aire del campo si dejábamos la ventana abierta, ya me entiendes. El caso es que llegamos allí y aquello era más viejo que el mear, todo madera oscura y muebles antiguos y una cama en la que podía perderse un equipo de animadoras al completo. Pero de pronto Judy se pone más blanca que el culo de un oso polar y se aparta de mí. ¿Y sabes qué me dijo? -Aguardé a que continuara-. Me dijo que en una vida anterior yo la había asesinado en esa misma habitación. Retrocedió hasta la puerta buscando el picaporte y mirándome como si esperara que fuera a convertirme en Charles Manson. Tardé dos horas en calmarla, y aun entonces se negó a acostarse conmigo. Acabé durmiendo en un sofá del rincón, y te diré una cosa: esos condenados sofás de anticuario quizá parezcan de un millón de pavos y cuesten más aún, pero habría estado más cómodo sobre un bloque de hormigón. -Terminó el último trozo de buñuelo y se limpió con una servilleta de papel-. En plena noche me levanté a desaguar y me la encontré sentada en la cama, en vela, con la lámpara del revés en la mano, dispuesta a romperme la cabeza si me acercaba a ella. No hace falta que te diga que eso puso fin a nuestros cinco días de pasión. Nos marchamos al día siguiente, yo con mil dólares menos en el bolsillo.

«Pero ¿sabes qué es lo más gracioso? Su psicoterapeuta de regresión le ha dicho que me demande por daños y perjuicios en una vida pasada. Mi caso está a punto de sentar jurisprudencia para todos esos pirados que ven un documental en la PBS y se creen que en otro tiempo fueron Cleopatra o Guillermo el Conquistador.

Los ojos se le empañaron con el recuerdo de los mil dólares perdidos y las malas pasadas que juega el destino a aquellos que van a Vermont en busca de sexo sin complicaciones.

– ¿Has sabido algo de Lisa últimamente?

Se le nubló el semblante e hizo un gesto de desolación.

– Sigue con la secta, esos chiflados que sólo piensan en Jesús. La última vez que me telefoneó fue para decirme que estaba bien de la pierna y para pedirme más dinero. Si Jesús ahorra, seguro que tiene todo el dinero inmovilizado en una cuenta de alto rendimiento. -Lisa se había roto la pierna patinando el año anterior, poco antes de descubrir a Dios. Woolrich estaba convencido de que continuaba bajo los efectos de la conmoción cerebral. Me miró por un momento con los ojos entornados-. No estás bien, ¿verdad?

– Estoy vivo y estoy aquí. Sólo quiero que me digas lo que has conseguido.

Hinchó los carrillos y puso en orden sus ideas mientras soltaba el aire lentamente.

– Hay una mujer en St. Martin Parish, una vieja criolla. Tiene el don, dicen los lugareños. Protege del mal de ojo. Ya sabes, espíritus malignos y toda esa mierda. Ofrece curación para los niños enfermos, reconcilia a los amantes. Tiene visiones. -Se interrumpió y, con los ojos entrecerrados, se pasó la lengua por el interior de la boca.

– ¿Es vidente?

– Es una bruja, si estás dispuesto a creerte lo que cuentan los lugareños.

– ¿Y tú te lo crees?

– Ha sido… útil una o dos veces hasta la fecha, según la policía de aquí. Yo no he tenido nada que ver con ella antes.

– ¿Y ahora?

Llegó mi café y Woolrich pidió que también a él le llenaran la taza. Nos quedamos callados hasta que se fue el camarero y entonces Woolrich apuró medio café de un humeante trago.

– Tiene unos diez hijos y miles de nietos y bisnietos. Algunos viven con ella o cerca, así que nunca está sola. El clan familiar es más numeroso que el de Abraham. -Esbozó una sonrisa pero fue algo fugaz, un breve respiro antes de lo que estaba por llegar-. Dice que hace un tiempo mataron a una chica en los pantanos, la zona por donde merodeaban antes los piratas de Barataria. Informó a la oficina del sheriff pero no le hicieron mucho caso. No sabía el lugar exacto; sólo dijo que una chica había sido asesinada en los pantanos. Lo había visto en un sueño.

»El sheriff no movió un dedo. Bueno, eso no es del todo cierto. Pidió a sus hombres que tuvieran los ojos abiertos y luego prácticamente se olvidó del asunto.

– ¿Por qué ha vuelto a salir el tema?

– La vieja cuenta que oye llorar a la chica por las noches. -No habría sabido decir si Woolrich estaba asustado o sólo abochornado por lo que contaba, pero miró en dirección a la ventana y se enjugó el rostro con un pañuelo enorme y mugriento-. Pero hay una cosa más -añadió. Plegó el pañuelo y se lo metió en el bolsillo del pantalón-. Dice que a la chica le despellejaron la cara. -Respiró hondo-. Y que le arrancaron los ojos antes de matarla.

Fuimos por la I-10 en dirección norte durante un rato, dejamos atrás unas galerías comerciales y seguimos hacia West Baton Rouge, nos encontramos con restaurantes para camioneros y garitos, bares llenos de trabajadores de la industria petrolera y, por todas partes, negros bebiendo el mismo whisky de garrafa y la aguada cerveza del sur. Un viento caliente, cargado del denso olor a descomposición de los pantanos, agitaba las ramas de los árboles que bordeaban la carretera. Luego cruzamos el paso elevado de Atchafalaya, con los pilares asentados bajo el agua, para entrar en el pantano del mismo nombre y en territorio cajún.

Sólo había estado allí una vez, en la época en que Susan y yo éramos más jóvenes y felices. En la carretera de Henderson Levee pasamos frente al indicador del desvío hacia el McGee's Landing, donde yo había comido un pollo insípido y Susan había optado por la carne de caimán frita, tan dura que ni siquiera otros caimanes la habrían digerido con facilidad. Luego un pescador cajún nos llevó a dar un paseo en barca por el bosque de cipreses semisumergidos. El sol declinó y tiñó el agua de color rojo sangre, los tocones de los árboles se convirtieron en siluetas oscuras como dedos de cadáveres que señalaban el firmamento de manera acusadora. Era otro mundo, tan alejado de la ciudad como la luna de la tierra, y pareció crear una corriente erótica entre nosotros mientras, a causa del calor, las camisas se nos adherían al cuerpo y el sudor nos goteaba por la frente. Cuando regresamos al hotel de Lafayette, hicimos el amor con urgencia, con una pasión que superaba al amor, nuestros cuerpos moviéndose a la par, y el calor en la habitación tan denso como el agua.