Woolrich y yo no llegamos a Lafayette. Abandonamos la autopista por una carretera de dos carriles que serpenteaba a través de los pantanos antes de reducirse a poco más que un sendero con roderas y hoyos llenos de agua maloliente en torno a los cuales zumbaban espesos enjambres de insectos. Cipreses y sauces flanqueaban el camino, y a través de ellos se veían en el agua los tocones de los árboles, reliquias de cultivos del siglo pasado. Colonias de nenúfares se arracimaban en las orillas, y cuando el coche reducía la velocidad y la luz era la adecuada, vislumbré chernas que se deslizaban lánguidamente entre las sombras y asomaban de vez en cuando a la superficie del agua.
En una ocasión me contaron que los bucaneros de Jean Lafitte se refugiaban allí. Ahora otros ocupaban su lugar, asesinos y traficantes que utilizaban los canales y las marismas como escondrijos para la heroína y la marihuana, y como tumbas verdes y tenebrosas para sus víctimas, cuyos cadáveres contribuían al vertiginoso crecimiento de la naturaleza, donde el hedor de la descomposición quedaba camuflado entre el intenso olor de las plantas.
Tomamos una curva más, allí las ramas de los cipreses pendían sobre el camino. Con un sonoro traqueteo cruzamos un puente de madera en el que las tablas recuperaban su color original a medida que la pintura se desconchaba y desintegraba. Ya en el otro lado me pareció distinguir entre las sombras una figura gigantesca que nos observaba, con unos ojos blancos como huevos en la penumbra de los árboles.
– ¿Lo has visto? -preguntó Woolrich.
– ¿Quién es?
– El hijo menor de la vieja. Le llama Tee Jean. Petit Jean. Es un poco retrasado, pero cuida de ella. Como todos los demás.
– ¿Todos?
– En la casa viven seis personas: la vieja, un hijo, una hija, y los tres niños de su segundo hijo, que murió con su mujer en un accidente de coche hace tres años. Tiene otros cinco hijos y tres hijas, y todos viven a pocos kilómetros de aquí. También los vecinos cuidan de ella. Es como la matriarca de los alrededores, supongo. Una magia poderosa.
Lo miré para comprobar si hablaba en tono irónico, pero no.
Salimos de entre los árboles y llegamos a un claro donde había una casa alargada de una sola planta, elevada sobre tocones de árboles descortezados. Parecía vieja pero bien construida, con las tablas de la fachada rectas y cuidadosamente encajadas y las tejas en perfecto estado pero más oscuras allí donde habían sido reemplazadas. La puerta estaba abierta, sin más protección que una mosquitera, y en el porche, que abarcaba toda la parte delantera y continuaba por el costado, había sillas y juguetes esparcidos. Detrás se oían voces y el chapoteo de los niños en el agua.
La puerta mosquitera se abrió y en lo alto de la escalera apareció una mujer delgada y menuda de unos treinta años. Tenía las facciones delicadas, la piel de un ligero tono de color café y el cabello oscuro y exuberante recogido en una cola. Cuando salimos del coche y nos acercamos, vi que tenía marcas en la cara, resultado probablemente de un acné juvenil. Al parecer reconoció a Woolrich, ya que, antes de que habláramos, mantuvo la puerta abierta para dejarme pasar. Woolrich no me siguió. Me volví hacia él.
– ¿No entras?
– Si alguien pregunta, yo no te he traído aquí; ni siquiera tengo intención de verla -contestó. Tomó asiento en el porche y, apoyando los pies en la barandilla, contempló el resplandor del agua bajo el sol.
Dentro, la madera era oscura y el aire fresco. Había puertas a ambos lados, que daban a los dormitorios y a una sala de aspecto formal con muebles viejos y labrados a mano, sencillos pero trabajados con habilidad y esmero. En una radio antigua con el dial iluminado y nombres de lugares lejanos en la banda de frecuencias sonaba un nocturno de Chopin. La música me siguió por la casa hasta el último dormitorio, donde esperaba la anciana.
Era ciega. Tenía las pupilas blancas, hundidas en una cara grande y redonda con pliegues de carne que le colgaban hasta el esternón. Los brazos, visibles a través de las mangas de gasa del vestido multicolor, eran más gruesos que los míos y sus hinchadas piernas parecían troncos de árbol y terminaban en unos pies diminutos, casi delicados. Una montaña de almohadas la sostenía parcialmente incorporada en una cama enorme en medio de la habitación, protegida de la luz del sol por las cortinas corridas e iluminada sólo por un farolillo. Calculé que pesaba como mínimo ciento sesenta kilos, probablemente más.
– Siéntate, hijo -dijo. Me agarró una mano y recorrió los dedos con los suyos suavemente. Mientras seguía las líneas de mi mano, mantuvo los ojos fijos al frente, sin dirigirlos hacia mí-. Sé por qué has venido. -Tenía una voz aguda, infantil, como si fuera una descomunal muñeca parlante a la que, por equivocación, le hubieran puesto las cintas de un modelo de menor tamaño-. Sufres. Te consumes por dentro. Tu niña, tu mujer, se han ido.
En la tenue luz la anciana parecía centellear con una energía oculta.
– Tante, hábleme de la chica del pantano, la chica sin ojos.
– Pobre criatura -dijo la anciana, y arrugó la frente en una expresión de dolor-. Fue la primera aquí. Huía de algo y se extravió. Se fue a dar un paseo con él y nunca volvió. Le hizo tanto daño, tanto… Pero no la tocó, salvo con el cuchillo.
Dirigió los ojos hacia mí por primera vez y descubrí que no era ciega, o si lo era, carecía de importancia. Mientras trazaba las líneas de la palma de mi mano con los dedos, cerré los ojos y tuve la impresión de que ella había estado al lado de la chica durante los últimos momentos, que quizás incluso le había proporcionado cierto consuelo mientras la hoja del cuchillo llevaba a cabo su labor.
– Calla, hijo. Ahora ven con Tante. Calla, hijo, y agarra mi mano. Ahora te ha hecho sufrir a ti.
Mientras me tocaba, oí y sentí, en lo más hondo de mi ser, la hoja que hería, chirriaba, separaba el músculo de las articulaciones, la carne del hueso, el alma del cuerpo, al artista que trabajaba sobre su lienzo; y sentí agitarse en mí el dolor, formar un arco a través de una vida que se debilitaba como el destello de un relámpago, brotar como las notas de una melodía infernal a través de la chica desconocida en un pantano de Louisiana. Y en su agonía sentí la agonía de mi propia hija, de mi propia esposa, y tuve la certeza de que aquél era el mismo hombre. Y mientras el dolor llegaba a su fin para la chica en el pantano, ella estaba sumida en la oscuridad, y supe que el asesino la había cegado antes de matarla.
– ¿Quién es ese hombre? -pregunté.
La mujer habló, y en su voz se oyeron cuatro voces distintas: las de una esposa y una hija, la de una anciana obesa recostada sobre una cama en una habitación oscura, y la de una chica anónima que padeció una muerte solitaria y brutal entre el barro y el agua de un pantano de Louisiana.
– Es el Viajante.
Walter cambió de posición en la silla y el ruido de la cucharilla contra la taza de porcelana fue como el tintineo de un carillón. -No -dije-. No lo encontré.
4
Walter llevaba un rato callado y ya apenas quedaba whisky en su vaso.