– He de pedirte un favor. No para mí sino para otra persona. -Esperé -. Tiene que ver con la Fundación Barton.
La Fundación Barton se había creado por una disposición testamentaria del viejo Jack Barton, un empresario que amasó una fortuna suministrando piezas a la industria aeronáutica después de la guerra. La fundación concedía becas para la investigación de asuntos relacionados con la infancia, financiaba clínicas pediátricas y, en términos generales, proporcionaba dinero para el cuidado de los niños allí donde las ayudas estatales no llegaban. Aunque su presidenta nominal era Isobel Barton, la viuda del viejo Jack, la responsabilidad de la administración diaria recaía en un abogado llamado Andrew Bruce y en el director de la fundación, Philip Kooper.
Yo estaba al tanto de todo eso porque de vez en cuando Walter recaudaba fondos para la fundación -rifas, torneos de bolos- y también porque hacía unas semanas la fundación había saltado a la prensa por las peores razones posibles. Durante un acto de beneficencia celebrado en los jardines de la casa de los Barton en Staten Island, un niño, Evan Baines, había desaparecido. Pasado un tiempo, no se había encontrado el menor rastro del muchacho y la policía casi había abandonado toda esperanza de dar con él. Creían que, por algún motivo, se había alejado de los jardines y había sido secuestrado. La noticia mereció la atención de los periódicos durante una temporada y luego se olvidó.
– ¿Evan Baines?
– No, o al menos no lo creo, pero puede tratarse de una persona desaparecida. Una amiga de Isobel Barton, una joven, no ha dado señales de vida desde hace unos días y la señora Barton está preocupada. Se llama Catherine Demeter. No hay ningún vínculo con la desaparición de Baines; cuando eso ocurrió, ella ni siquiera conocía a los Barton.
– ¿Los Barton, en plural?
– Según parece, salía con Stephen Barton. ¿Sabes algo de él?
– Es un gilipollas. Aparte de eso, pasa droga a pequeña escala para Sonny Ferrera. Se crió cerca de la casa de los Ferrera en Staten Island y empezó a frecuentar a Sonny en la adolescencia. Toma esteroides, y también coca, creo, pero nada importante.
Walter arrugó la frente.
– ¿Desde cuándo sabes eso? -preguntó.
– No me acuerdo -contesté-. Habladurías de gimnasio.
– Dios mío, y no nos has contado algo que podría sernos útil. Yo lo sé sólo desde el martes.
– Se supone que no debes saberlo -dije-. Eres policía. Nadie te cuenta nada que no debas saber.
– Tú también eras policía -masculló Walter-. Has contraído alguna que otra mala costumbre.
– No me vengas con ésas, Walter. ¿Cómo voy a saber yo a quién andáis investigando? ¿Qué tengo que hacer? ¿Confesarme contigo una vez por semana? -Me serví un poco de café caliente en la taza-. En fin, dejémoslo. El caso es que crees que existe alguna relación entre esta desaparición y Sonny Ferrera, ¿verdad?
– Es posible -contestó Walter-. Los federales tuvieron a Stephen Barton bajo vigilancia durante un tiempo, hace un año quizás, en principio antes de que empezara a salir con Catherine Demeter. Como no estaban llegando a ninguna parte con él, lo dejaron correr. Según el expediente de Narcóticos, la chica no parecía estar implicada, al menos claramente, pero ¿qué sabrán ésos? Algunos de ellos todavía piensan que la nieve es algo que cae del cielo en invierno. Quizá la chica vio algo que no debería haber visto.
Su rostro delató lo poco convincente que le parecía la conexión, pero dejó que yo expresara la duda.
– Vamos, Walter, ¿esteroides y coca en pequeñas cantidades? Eso mueve dinero, pero es un juego de niños en comparación con los demás negocios de Ferrera. Si liquidó a alguien por un asunto de drogas para obsesos de los músculos, es más tonto aún de lo que nos consta. Incluso su viejo piensa que es el resultado de un gen defectuoso.
Se sabía que Ferrera padre, enfermo y decrépito pero aún respetado, de vez en cuando aludía a su hijo como «ese capullo».
– ¿Eso es lo único que tenéis?
– Como tú dices, somos policías. Nadie nos facilita información útil -respondió con aspereza.
– ¿Sabías que Sonny es impotente?
Walter se puso en pie y, balanceando el vaso vacío ante su cara, sonrió por primera vez esa noche.
– No. No, no lo sabía, y no estoy muy seguro de querer saberlo. ¿Tú quién diantres eres? ¿Su urólogo?
Me miró mientras alargaba el brazo hacia el Redbreast. Mostré mi indiferencia mediante un gesto con los dedos cuya sinceridad no iba más allá de la muñeca.
– ¿Pili Pilar sigue con él? -pregunté para tantear el terreno.
– Sí, que yo sepa. Oí que hace unas semanas Pili tiró a Nicky Glasses por una ventana porque se retrasó en el pago de sus deudas.
El Banco Mundial ofrecía créditos que devengaban un interés más bajo que las operaciones financieras de Sonny Ferrera. Pero probablemente el Banco Mundial no arrojaba a la gente de un décimo piso porque no podía hacer frente a los intereses, o al menos todavía no.
– Ahí se excedió con Nicky. En cien años más habría saldado el préstamo. A Pili más le vale controlar el mal genio o se quedará sin nadie a quien tirar por la ventana.
Walter no sonrió.
– ¿Hablarás con ella? -preguntó mientras volvía a sentarse.
– Personas desaparecidas, Walter… -dije con un suspiro.
En Nueva York desaparecían catorce mil personas al año. Ni siquiera quedaba claro si aquella mujer estaba desaparecida -en cuyo caso no quería ser encontrada o alguien no quería que la encontraran- o simplemente ilocalizable, lo cual significaría que de pronto había ahuecado el ala y se había trasladado a otra ciudad sin comunicar la noticia a su buena amiga Isobel Barton ni a su encantador novio, Stephen Barton.
Ésas son las cuestiones que un detective privado debe plantearse ante los casos de personas desaparecidas. Seguir el rastro a personas desaparecidas es la principal fuente de ingresos de un detective, pero yo no era detective. Había aceptado la fuga de Ollie el Gordo porque era un trabajo fácil, o eso me había parecido en un principio. No deseaba solicitar la licencia de investigador privado al Registro de Licencias de Albany. No deseaba dedicarme a la búsqueda de personas desaparecidas. Quizá temía que distrajera demasiado mi atención. O puede que sencillamente no me interesara, no en ese momento.
– Esa mujer no acudirá a la policía -dijo Walter-. Ni siquiera puede dársela por desaparecida oficialmente; nadie ha denunciado el hecho.
– ¿Y cómo es que vosotros os habéis enterado?
– ¿Conoces a Tony Loo-Loo?
Asentí con la cabeza. Tony Loomax era un detective de poca monta, tartamudo, que nunca había pasado de investigar fugas y casos de divorcio entre blancos de clase baja.
– Loomax no es el tipo de persona que Isobel Barton contrataría -comenté.
– Según parece, trabajó para alguien del servicio doméstico de los Barton hace uno o dos años. Localizó al marido, que se había largado con los ahorros de la pareja. La señora Barton le dijo que quería algo parecido, pero hecho con discreción.
– Eso no explica vuestro interés.
– Tengo algún que otro cargo pendiente contra Tony, transgresiones menores de los límites legales que él preferiría que yo dejara pasar. Tony supuso que me gustaría saber que Isobel Barton había hecho contactos en secreto. Hablé con Kooper. Opina que la fundación no necesita más publicidad negativa. Pensé que quizá podía hacerle un favor.
– Si Tony ha recibido el encargo, ¿por qué me lo propones a mí?
– Hemos disuadido a Tony de aceptarlo. Le ha dicho a Isobel Barton que le recomendará a otra persona de entera confianza porque él no puede ocuparse del caso. Por lo visto, su madre ha muerto y tiene que ir al funeral.
– Tony Loo-Loo no tiene madre. Se crió en un orfanato.
– Bueno, debe de haber muerto la madre de alguien -replicó Walter irritado-. Puede ir a ese otro funeral. -Se interrumpió, y advertí un asomo de duda en sus ojos cuando los rumores que había oído aletearon en las profundidades de su mente-. Y por eso acudo a ti. Aunque intentara resolver esto con discreción a través de los canales de costumbre, alguien se enteraría. ¡Por Dios, tomas un trago de agua en jefatura y lo mean otros diez tipos!