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– ¿Qué se sabe de la familia de la chica?

Se encogió de hombros.

– No sé mucho más, pero no creo que tenga a nadie. Oye, Bird, te lo pido a ti porque haces bien tu trabajo. Eras un policía hábil. Si te hubieras quedado en el cuerpo, los demás habríamos acabado limpiándote los zapatos y abrillantándote la placa. Tenías olfato. Supongo que aún lo conservas. Además, me debes una: la gente que anda disparando por la calle no suele marcharse tan fácilmente.

Guardé silencio por un rato. Oía a Lee trastear en la cocina y el televisor de fondo. Quizá fuera un poso de lo que había ocurrido horas antes, el asesinato aparentemente sin sentido de Ollie el Gordo y su novia y la muerte del asesino, pero tenía la sensación de que el mundo estaba fuera de quicio y nada encajaba en su lugar. Incluso en aquello notaba algo raro. Me parecía que Walter me ocultaba algo.

Oí el timbre de la puerta y a continuación un apagado intercambio de voces, la de Lee y una grave voz masculina. Instantes después, tras llamar con los nudillos a la puerta, Lee hizo pasar a un hombre alto y canoso de unos cincuenta años. Llevaba un traje azul oscuro de chaqueta cruzada -parecía de Hugo Boss- y una corbata roja de Christian Dior estampada con las letras CD de color oro entrelazadas. Sus zapatos relucían como si se los hubieran lustrado con saliva, aunque, considerando que aquél era Philip Kooper, probablemente se trataba de la saliva de otro.

Nadie habría dicho que Kooper era director y portavoz de una organización benéfica de ayuda a la infancia. Delgado y pálido, tenía la rara habilidad de fruncir y dilatar los labios a la vez. Sus dedos, largos y puntiagudos, parecían garras. Daba la impresión de que lo hubieran desenterrado con la única finalidad de inquietar a la gente. Si se hubiera presentado en una de las fiestas infantiles de la fundación, todos los niños se habrían echado a llorar.

– ¿Es él? -preguntó a Walter tras rehusar una copa.

Sacudió la cabeza señalándome como una rana al tragarse una mosca. Yo jugueteé con el azucarero y fingí haberme ofendido.

– Es Parker -afirmó Walter.

Aguardé para ver si Kooper me tendía la mano. No lo hizo. Mantuvo las manos cruzadas delante, como un empleado de pompas fúnebres en un funeral especialmente anodino.

– ¿Le ha explicado la situación?

Walter volvió a asentir pero parecía incómodo. Kooper tenía peores modales que un niño malcriado. Permanecí sentado sin decir palabra. Kooper, de pie y en silencio, me miró con actitud desdeñosa. Daba la impresión de que ésa era una posición con la que estaba muy familiarizado.

– Se trata de una situación delicada, señor Parker, como sin duda usted sabrá comprender. Para cualquier novedad referente a este asunto deberá dirigirse a mí en primer lugar antes de informar a la señora Barton. ¿Queda claro?

Me pregunté si Kooper merecía el esfuerzo de indignarme y, tras observar el visible malestar de Walter, decidí que probablemente no, o al menos no de momento. Pero empezaba a compadecer a Isobel Barton sin conocerla siquiera.

– Yo tenía entendido que era la señora Barton quien contrataba mis servicios -dije por fin.

– Así es, pero me rendirá cuentas a mí.

– No lo creo. Está el pequeño detalle de la confidencialidad. Investigaré el caso, pero si no guarda relación con aquel niño, Baines, o los Ferrera, me reservo el derecho de mantener entre Isobel Barton y yo todo lo que averigüe.

– Eso no me convence, señor Parker -repuso Kooper. Un leve rubor apareció en sus mejillas y no se le fue hasta pasado un momento, como perdido en aquella tez árida como la tundra-. Quizá no me he expresado con suficiente claridad: en este asunto, me informará primero a mí. Tengo amigos influyentes, señor Parker. Si no colabora, me aseguraré de que le retiren la licencia.

– Deben de ser amigos muy influyentes, porque no tengo licencia. -Me levanté, y Kooper apretó ligeramente los puños-. Debería plantearse hacer yoga -sugerí-. Lo noto muy tenso.

Le di las gracias a Walter por el café y me dirigí hacia la puerta.

– Espera -dijo.

Me di media vuelta y lo vi cruzar una mirada con Kooper. Al cabo de un momento, Kooper hizo un gesto de indiferencia apenas perceptible y se acercó a la ventana. No volvió a mirarme. La actitud de Kooper y la expresión de Walter se confabularon contra mi buen criterio, y decidí hablar con Isobel Barton.

– ¿Supongo que la señora Barton espera verme? -pregunté a Walter.

– Le pedí a Tony que le dijera que eres un buen detective, que si la chica sigue viva la encontrarás.

Se produjo otro breve silencio.

– ¿Y si está muerta?

– El señor Kooper hizo esa misma pregunta -contestó Walter.

– ¿Qué le contestaste?

Apuró el whisky y los cubitos tintinearon contra el vaso como huesos viejos. Detrás de él, Kooper era una silueta oscura recortada contra la ventana, como un augurio de malas noticias.

– Le dije que traerías el cadáver.

Al final todo se reduce a eso: cadáveres, cadáveres hallados y por hallar. Y recordé que aquel día de abril Woolrich y yo nos quedamos frente a la casa de la anciana contemplando el pantano. Oía cómo el agua lamía suavemente la orilla y a lo lejos vi una pequeña barca de pesca mecerse en la superficie con una figura inclinada sobre la borda a cada lado. Pero Woolrich y yo mirábamos más allá de la superficie, como si, forzando la vista, pudiéramos penetrar en las profundidades y encontrar el cadáver de una chica anónima en las aguas tenebrosas.

– ¿Te ha parecido creíble? -preguntó por fin.

– No lo sé. La verdad es que no lo sé.

– Es imposible encontrar ese cadáver, en el supuesto de que exista, con lo poco que sabemos. Si empezáramos a rastrear los pantanos en busca de cuerpos, pronto estaríamos hundidos en huesos hasta las rodillas. La gente lleva siglos echando cadáveres a estas aguas. Sería un milagro que no encontráramos nada.

Me aparté de él. Tenía razón, claro. Suponiendo que hubiera un cadáver, no nos bastaba con la información que la anciana nos había proporcionado. Tenía la misma sensación que si intentase atrapar una nube de humo, pero lo que la anciana había dicho era hasta el momento lo más parecido que me habían dado a una pista sobre el hombre que había matado a Jennifer y a Susan.

Me pregunté si estaba loco por dar crédito a una ciega que oía voces en sueños. Probablemente lo estaba.

– ¿Sabe qué aspecto tiene ese hombre, Tante? -le había preguntado, y la observé mientras, como respuesta, movía despacio la cabeza de un lado a otro.

– Sólo lo verás cuando venga a por ti -contestó-. Entonces lo conocerás.

Llegué al coche y, al volverme, vi una figura con Woolrich en el porche. Era la mujer con marcas en la cara, que grácilmente se ponía de puntillas para inclinarse hacia él, más alto. Vi a Woolrich acariciarle con ternura las mejillas y susurrar su nombre: «Florence». La besó con ternura en los labios, se dio media vuelta y se encaminó hacia mí sin mirar atrás. Ninguno de los dos hizo el menor comentario al respecto en el viaje de regreso a Nueva Orleans.

5

Llovió durante toda la noche, y eso hizo que se rompiera el caparazón de calor que envolvía la ciudad; a la mañana siguiente parecía que se respiraba mejor en las calles de Manhattan. Casi hacía fresco cuando salí a correr. El pavimento sobrecargaba mucho las rodillas, pero en esa parte de la ciudad escaseaban las zonas verdes extensas. En el camino de regreso al apartamento compré el periódico. Al llegar, me duché, me vestí y leí las noticias mientras desayunaba. Poco después de las once salí hacia la casa de la familia Barton.