Isobel Barton vivía en Todt Hill en una casa apartada que su difunto marido había construido en los años setenta, un admirable aunque poco afortunado intento de reproducir en la Costa Este y a menor escala las mansiones anteriores a la guerra de su Georgia natal. Jack Barton, un hombre amable según contaban, había compensado con dinero y determinación su falta de buen gusto.
La verja del camino de acceso estaba abierta cuando llegué, y el humo que había dejado otro coche tras de sí flotaba aún en el aire. El taxi entró justo cuando la verja electrónica estaba a punto de cerrarse, y seguimos al primer coche, un BMW 320i blanco con cristales ahumados, hasta el pequeño patio que se extendía ante la casa. El taxi parecía fuera de lugar en aquel escenario, pero no sabía qué habría opinado la familia Barton de mi abollado Mustang, en ese momento en el taller.
Cuando el taxi se detuvo, una mujer esbelta vestida de forma convencional con un traje gris salió del BMW y me observó con curiosidad mientras pagaba al taxista. Tenía el pelo gris y lo llevaba recogido en un moño que no contribuía precisamente a suavizar sus severas facciones. En la puerta de la casa apareció un hombre negro con uniforme de chófer y se apresuró a cortarme el paso en cuanto me aparté del taxi.
– Parker. Creo que me esperan.
El chófer me lanzó una mirada con la que parecía darme a entender que, si había mentido, él mismo se encargaría de que me arrepintiese de no haberme quedado en la cama. Me indicó que esperara antes de volverse hacia la mujer de gris. Ésta me echó un vistazo breve pero poco cordial y luego cruzó unas palabras con el chófer, que se dirigió hacia la parte trasera de la casa mientras ella se acercaba a mí.
– Señor Parker, soy la señorita Christie, la secretaria particular de la señora Barton. Debería haber esperado en la verja para permitirnos comprobar quién era.
En una ventana, sobre la puerta, una cortina se movió un poco.
– Si hay una entrada para el servicio, la utilizaré la próxima vez -contesté, y tuve la impresión de que la señorita Christie albergaba la esperanza de que esa contingencia no llegara a producirse. Me examinó con frialdad por un momento y se dio media vuelta.
– Si tiene la bondad de acompañarme, por favor -dijo por encima del hombro mientras se encaminaba hacia la puerta. Llevaba el traje gris raído en los bordes, y me pregunté si la señora Barton regatearía con mis honorarios.
Si Isobel Barton andaba escasa de dinero, le bastaba con vender alguna de las antigüedades que decoraban la casa, porque por dentro ésta podría haber sido el sueño erótico de un subastador. Había dos grandes salas a los lados del vestíbulo, ambas llenas de muebles que parecían utilizarse sólo cuando se moría un presidente. Una ancha escalera curva subía a la derecha; había una puerta justo enfrente y otra encajonada bajo la escalera. Seguí a la señorita Christie a través de esta última y entré en un despacho reducido pero asombrosamente luminoso y moderno con un ordenador en un rincón y un módulo televisor y vídeo empotrado en una estantería. Quizá, después de todo, la señora Barton no regatease con mis honorarios.
La señorita Christie se sentó tras un escritorio de pino, extrajo unos cuantos papeles de su maletín y los hojeó con visible irritación hasta encontrar el que buscaba.
– Esto es un acuerdo de confidencialidad corriente redactado por nuestros asesores jurídicos -empezó a explicar, y me lo tendió con una mano a la vez que pulsaba el extremo de un bolígrafo con la otra-. Mediante este documento se compromete a mantener toda comunicación referente al asunto que nos ocupa entre usted, la señora Barton y yo. -Utilizó el bolígrafo para marcar los apartados pertinentes del acuerdo, como un corredor de seguros intentando endosarle una mala póliza a un incauto-. Me gustaría que lo firmara antes de que sigamos adelante -concluyó.
Por lo visto, en la Fundación Barton nadie era especialmente confiado.
– Me temo que no -dije-. Si les preocupa una posible vulneración de la confidencialidad, contraten a un sacerdote para este trabajo. De lo contrario, tendrán que conformarse con mi palabra de que nuestras conversaciones quedarán entre nosotros.
Quizá debería haberme sentido culpable por mentirle. Pero no fue así. Sabía mentir. Ése es uno de los dones que Dios concede a los alcohólicos.
– No puedo aceptarlo. Ya tengo ciertas dudas sobre la necesidad de contratarlo y desde luego considero que no es conveniente hacerlo sin…
La interrumpió el ruido de la puerta del despacho, que acababa de abrirse. Al volverme, vi entrar a una mujer alta y atractiva de edad imposible de determinar gracias, por una parte, a la bondad de la naturaleza y, por otra, a la magia de la cosmética. A simple vista habría dicho que rondaba los cincuenta, pero si aquélla era Isobel Barton, me constaba que estaba más cerca de los cincuenta y cinco como mínimo. Llevaba un vestido azul claro de una sencillez demasiado sutil para ser barato y exhibía una figura quirúrgicamente mejorada o muy bien conservada.
Cuando se acercó y vi con más claridad las pequeñas arrugas de su cara, supuse que se trataba de lo segundo: Isobel Barton no me pareció la clase de mujer que recurría a la cirugía estética. Un collar de oro y diamantes destellaba en torno a su cuello y un par de pendientes a juego centelleaban mientras andaba. También ella tenía el cabello gris, pero le caía largo y suelto sobre los hombros. Era todavía una mujer atractiva y caminaba como si lo supiera.
Tras la desaparición del pequeño Baines, la atención de la prensa había recaído principalmente en Philip Kooper, pero había sido más bien escasa. El niño pertenecía a una familia de drogadictos y desahuciados. Su desaparición se mencionó sólo por su vinculación con la fundación, y aun así los abogados y patrocinadores apelaron a antiguos favores a fin de que las especulaciones se redujeran al mínimo. La madre se había separado del padre y sus relaciones no habían mejorado desde entonces.
La policía aún le seguía la pista al padre ante la posibilidad de que se tratara de un secuestro, pese a que todo indicaba que éste, un delincuente común, aborrecía a su hijo. En algunos casos, ésa era justificación suficiente para llevarse al niño y matarlo a modo de agresión contra la esposa separada. Cuando yo empezaba a patrullar las calles, en una ocasión llegué a un bloque de apartamentos donde descubrí que un hombre había secuestrado a su hija de corta edad y la había ahogado en la bañera porque la ex esposa no le había permitido quedarse con el televisor tras la separación.
Del seguimiento informativo de la desaparición de Baines se me había quedado grabada una imagen en la memoria: una instantánea de la señora Barton con la cabeza inclinada durante su visita a la madre de Evan Baines, que vivía en un edificio de viviendas de protección oficial. En principio era una visita privada. El fotógrafo pasaba por allí tras acudir al escenario de un asesinato por un asunto de drogas. Uno o dos periódicos incluyeron la foto, pero en tamaño reducido.
– Gracias, Caroline. Hablaré un rato a solas con el señor Parker.
Si bien sonrió mientras lo decía, su tono no admitía discusión. Su secretaria afectó indiferencia al ver que la mandaban fuera, pero echaba chispas por los ojos. Cuando salió del despacho, la señora Barton se sentó en una silla de respaldo recto alejada del escritorio y me señaló un sofá negro de piel. Luego dirigió hacia mí su sonrisa.
– Lo siento mucho. Yo no autoricé ese acuerdo, pero a veces Caroline tiende a protegerme demasiado. ¿Le apetece un café, o prefiere una copa?
– Nada, gracias. Antes de que continúe, señora Barton, debo decirle que en realidad yo no me dedico a las personas desaparecidas.
Sabía por experiencia que era mejor dejar la búsqueda de personas desaparecidas en manos de agencias especializadas y con recursos humanos para seguir pistas y verificar las declaraciones de posibles testigos. Algunos investigadores que aceptaban en solitario esa clase de encargos en el mejor de los casos estaban mal preparados y en el peor eran parásitos que se cebaban con las esperanzas de quienes seguían vivos para continuar financiando esfuerzos mínimos a cambio de resultados aún menores.