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Una rubia de aspecto saludable con unos leotardos grises me dejó pasar al despacho de Pete, el último bastión de lo que había sido el gimnasio en otro tiempo. Pósters antiguos de competiciones de halterofilia y concursos de Mister Universo compartían las paredes con fotografías en las que aparecía Pete en compañía de Steve Reeves, Joe Weider y, curiosamente, el luchador Hulk Hogan. En una vitrina había expuestos trofeos de fisioculturismo y tras un desportillado escritorio de pino estaba Pete, con sus músculos cada vez más fláccidos a causa de la edad pero todavía fuerte e imponente, y con el pelo entrecano cortado a lo militar. Yo había ido al gimnasio durante seis años, hasta que me ascendieron a inspector e inicié mi proceso de autodestrucción.

Pete se levantó y me saludó con la cabeza. Tenía las manos en los bolsillos y su holgado jersey no disimulaba la envergadura de sus hombros y sus brazos.

– ¡Cuánto tiempo sin vernos! -exclamó-. Siento mucho lo que ocurrió… -Bajó la voz gradualmente hasta interrumpirse y se encogió de hombros a la vez que movía el mentón en un gesto dirigido al pasado y lo sucedido.

Asentí y me apoyé contra un viejo archivador de color gris plomo salpicado de pegatinas con propaganda de suplementos vitamínicos y revistas de halterofilia.

– ¿Conque spinning eh, Pete?

Hizo un mohín.

– Sí, ya lo sé. Sin embargo, con el spinning me saco doscientos dólares la hora. En el piso de arriba, justo encima de nosotros, tengo cuarenta bicicletas, y no ganaría más dinero falsificando billetes.

– ¿Anda por aquí Stephen Barton?

Pete dio un puntapié a un obstáculo imaginario en el gastado suelo de madera.

– No viene desde hace una semana más o menos. ¿Está metido en algún lío?

– No lo sé -contesté-. ¿Lo está?

Pete se sentó lentamente y, con una mueca de dolor, estiró las piernas. Los años de sentadillas le habían pasado factura a sus rodillas dejándoselas débiles y artríticas.

– No eres el primero que pregunta por él esta semana. Ayer lo buscaban por aquí un par de individuos que vestían trajes baratos. Reconocí a uno de ellos, un tal Sal Inzerillo. Fue un buen peso medio hasta que empezó a pasarse alguna que otra temporada entre rejas.

– Lo recuerdo. -Guardé silencio por un instante-. He oído decir que ahora trabaja para el viejo Ferrera.

– Es posible -respondió Pete a la vez que asentía con la cabeza-. Es posible. Quizá ya trabajara para el viejo en el cuadrilátero si damos crédito a lo que se contaba. ¿Tiene algo que ver con las drogas?

– No lo sé -contesté. Pete me lanzó una mirada furtiva para comprobar si mentía, decidió que no y volvió a bajar la vista hacia sus zapatillas-. ¿Te has enterado de si hay algún problema entre Sonny y el viejo, algo relacionado con Stephen Barton?

– Tienen problemas, eso desde luego, o si no, ¿por qué iba a venir Inzerillo a estropearme el suelo con sus suelas negras de goma? Pero no me consta que Barton esté por medio.

Pasé al tema de Catherine Demeter.

– ¿Recuerdas si acompañaba a Barton una chica últimamente? Quizá viniera por aquí alguna vez. Baja, morena, dentuda, treintañera.

– Barton anda con muchas chicas, pero a ésa no la recuerdo. En general, no me fijo a menos que sean más listas que Barton, y entonces sólo porque me sorprende.

– No es difícil ser más listo que él -dije-. Ésta probablemente lo era. ¿Barton maltrata a las mujeres?

– Tiene un humor de perros, desde luego. Las pastillas le han trastornado el cerebro, la furia de los esteroides le ha salido por donde no debía. Para él todo se reduce a follar o pelearse. Básicamente a follar. Con mi mujer tendría una pelea detrás de otra. -Me miró con atención-. Sé en qué anda metido, pero aquí no vende. Le habría hecho tragarse su mierda por la fuerza si lo hubiera intentado.

No le creí pero lo dejé pasar. Ahora los esteroides formaban parte del juego y Pete no podía hacer gran cosa al respecto aparte de lanzar baladronadas.

Apretó los labios y dobló poco a poco las piernas.

– Muchas mujeres se sienten atraídas por su corpulencia. Barton es una mole y desde luego se da muchos aires. Algunas mujeres buscan la protección que puede ofrecerles un hombre así. Piensan que si le dan lo que él quiere, cuidará de ellas.

– Pues es una lástima que eligiera a Stephen Barton -comenté.

– Sí -convino Pete-. Quizás en realidad no fuera tan lista.

Me había llevado ropa de deporte e hice una sesión de noventa minutos en el gimnasio, con la imagen de mis esfuerzos reflejada en los espejos desde todos los ángulos. Hacía tiempo que no me empleaba a fondo. Para evitar el bochorno, prescindí del banco y me concentré en los hombros, la espalda y ejercicios ligeros de brazos, disfrutando de la sensación de fuerza y movimiento en los aparatos de flexiones y la tensión en los bíceps al contraer los brazos.

Aún tenía un aspecto aceptable, pensé, si bien la evaluación fue resultado de la inseguridad más que de la vanidad. Con algo menos de metro ochenta de estatura, mantenía algo de mi antigua complexión de levantador de pesas -los hombros anchos, los bíceps y tríceps bien definidos, y un pecho que al menos abultaba más que dos huevos friéndose en la acera-, y había recuperado sólo una pequeña parte de la grasa que había perdido durante el año. Todavía conservaba el pelo, aunque las canas se me extendían ya por las sienes y salpicaban el flequillo. Tenía los ojos de un color bastante claro como para poder calificarse sin lugar a dudas de azul grisáceo, en medio de una cara un poco alargada con las profundas arrugas del dolor vivido en torno a los ojos y la boca. Recién afeitado, con un corte de pelo decente, un buen traje y una luz favorable, aún podía reclamar cierto respeto. Con la iluminación adecuada, incluso podía afirmar que tenía treinta y dos años sin provocar risotadas. Eran sólo dos años menos que los que constaban en mi carnet de conducir, pero esas pequeñeces van cobrando importancia con la edad.

Cuando terminé, guardé mis cosas, rehusé el batido de proteínas que me ofreció Pete -olía a plátanos podridos- y paré en el camino a tomar un café. Relajado por primera vez desde hacía semanas, notaba cómo fluían las endorfinas por mi organismo y una agradable tensión cada vez más perceptible en los hombros y la espalda.

A continuación visité los grandes almacenes DeVrie's en la Quinta Avenida. El jefe de personal se hacía llamar jefe de recursos humanos y, como los jefes de personal de todo el mundo, era una de las personas menos afables que uno podía encontrarse. Sentado frente a él, era difícil no pensar que cualquiera capaz de considerar recursos a los individuos -reduciéndolos sin remordimiento alguno al mismo nivel que el petróleo, los ladrillos y los canarios en las minas de carbón-, probablemente no debería estar autorizado a ninguna relación humana que no implicara cerrojos y barrotes carcelarios. En otras palabras, Timothy Cary era un capullo de tomo y lomo, desde el pelo teñido y cortado al rape hasta las punteras de sus zapatos de charol.

Esa tarde, un rato antes, me había puesto en contacto con su secretaria para concertar una cita y le había dicho que trabajaba para

un abogado por un asunto de una herencia de la que la señorita De-meter era beneficiaría. Cary y su secretaria eran tal para cual. Un perro salvaje encadenado habría resultado más útil que la secretaria de Cary, y más fácil de sortear.

– Mi cliente está deseoso de localizar a la señorita Demeter cuanto antes -dije a Cary en su pequeño y atildado despacho-. Es un testamento sumamente pormenorizado y hay muchos formularios que rellenar.