– ¿Y su cliente es…?
– Por desgracia eso no puedo decírselo. No me cabe duda de que usted lo comprenderá.
A juzgar por su semblante, Cary lo comprendió pero contra su voluntad. Se reclinó en la silla y se atusó la cara corbata de seda que llevaba sujetándola entre los dedos. Tenía que ser cara. Era demasiado insulsa para no serlo. Nítidos pliegues surcaban la pechera de su camisa como si acabara de sacarla de su envoltorio, en el supuesto de que Timothy Cary tuviera el menor contacto con algo tan vulgar como un envoltorio de plástico. Si alguna vez salía de su despacho y visitaba la tienda, debía de ser como el descenso de un ángel, aunque un ángel con expresión de estar oliendo algo muy desagradable.
– Se esperaba que la señorita Demeter viniera a trabajar ayer. -Cary examinó la ficha colocada ante él en el escritorio-. Tenía el lunes libre, así que no la hemos visto desde el sábado.
– ¿Es eso habitual, tener libre el lunes?
No me moría de ganas de saberlo, pero la pregunta desvió la atención de Cary de la ficha. Isobel Barton no conocía la nueva dirección de Catherine Demeter. Normalmente, Catherine se ponía en contacto con ella, o la señora Barton pedía a su secretaria que le dejara un mensaje en DeVrie's. Cuando Cary se animó un poco ante la oportunidad de hablar de un tema trascendente para él y empezó a explayarse sobre horarios laborales, memoricé la dirección y el número de la seguridad social de la chica. Al cabo de un rato conseguí interrumpir a Cary el tiempo suficiente para preguntar si Catherine De-meter había estado indispuesta durante su último día de trabajo o se había quejado de algo.
– No estoy al corriente de ningún comentario en ese sentido. En estos momentos el empleo de la señorita Demeter en DeVrie's está en entredicho como resultado de su ausencia -concluyó con aire de superioridad-. Por su bien, espero que la herencia sea considerable.
Dudo que fuera un sentimiento sincero.
Tras varias tácticas dilatorias de rutina, Cary me dio permiso para hablar con la mujer que había trabajado con Catherine la última vez que ésta había acudido a los almacenes. Me reuní con ella en el despacho del supervisor, en la zona de administración. Martha Friedman tenía poco más de sesenta años. Era una mujer regordeta y llevaba el pelo teñido de rojo y la cara tan maquillada que posiblemente el suelo de la selva amazónica recibía más luz natural que su piel, pero intentó ayudarme. Había trabajado con Catherine Demeter el sábado en la sección de porcelanas. Era la primera vez que trabajaba con ella, porque la ayudante habitual de la señora Friedman se había puesto enferma y habían tenido que sustituirla.
– ¿Notó algo anormal en su comportamiento? -pregunté mientras la señora Friedman aprovechaba la ocasión de pasar un rato en el despacho del supervisor examinando discretamente los papeles de su mesa-. ¿Parecía alterada o nerviosa?
La señora Friedman arrugó un poco la frente.
– Rompió un objeto de porcelana, un jarrón de Aynsley. Acababa de llegar y estaba enseñándoselo a un cliente cuando se le cayó. Luego, mientras echaba una ojeada a mi alrededor, la vi correr hacia la escalera mecánica. Muy poco profesional, pensé, aunque se encontrara mal.
– ¿Y se encontraba mal?
– Dijo que se encontraba mal, pero ¿por qué correr hacia la escalera? Tenemos un baño para los empleados en todas las plantas.
Presentí que la señora Friedman sabía más de lo que decía. Disfrutaba de la atención que recibía y deseaba prolongarla. Me incliné hacia ella en actitud de confidencialidad.
– Pero ¿y usted, señora Friedman, qué piensa?
Ufanándose un poco, se inclinó también hacia mí y me tocó ligeramente la mano para dar más énfasis.
– Vio a alguien, alguien a quien intentaba dar alcance antes de que saliera de los almacenes. Tom, el guardia de seguridad de la puerta este, me dijo que pasó como una flecha por delante de él y se quedó en la calle mirando a un lado y a otro. En principio debemos pedir permiso para abandonar la tienda en horario de trabajo. Tom tendría que haber informado de eso, pero sólo me lo dijo a mí. Es un schvartze, un negro, pero buena persona.
– ¿Tiene idea de a quién vio?
– No. Se negó a hablar del asunto. Que yo sepa, no tiene amigos entre el personal, y ahora lo entiendo.
Hablé con el guardia de seguridad y con el supervisor, pero no pudieron añadir nada a la información que la señora Friedman me había proporcionado. Entré en un bar a tomar un café y un sándwich, regresé a mi apartamento a recoger una pequeña bolsa negra que me había dado mi amigo Ángel y cogí otro taxi para ir al apartamento de Catherine Demeter.
7
El apartamento, en un edificio rehabilitado de obra vista con cuatro plantas, estaba en Greenpoint, una parte de Brooklyn habitada mayoritariamente por italianos, irlandeses y polacos, entre estos últimos un gran número de ex activistas del sindicato Solidaridad. De la Fundición Continental de Greenpoint había salido el acorazado Monitor para combatir contra el buque confederado Merrimac cuando Greenpoint era el centro industrial de Brooklyn.
Los forjadores, los alfareros y los impresores ya habían desaparecido, pero muchos de los descendientes de los antiguos trabajadores seguían allí. Pequeñas boutiques y panaderías polacas compartían fachada con arraigadas tiendas de kosher y con establecimientos que vendían aparatos eléctricos de segunda mano.
La manzana donde vivía Catherine Demeter dejaba aún bastante que desear, y en los peldaños de la mayoría de los edificios se veía a muchachos sentados con zapatillas de deporte y vaqueros por debajo de la cintura, que se dedicaban a fumar, silbar y gritar a las mujeres que pasaban. Vivía en el apartamento 14, probablemente en uno de los últimos pisos del bloque. Llamé al timbre, pero no me sorprendió comprobar que nadie contestaba por el portero automático. Probé en el 20, y cuando respondió una anciana, le dije que era de la compañía de gas y que había recibido aviso de un escape pero que el portero no estaba en su apartamento. Guardó silencio por un instante y luego me dejó pasar.
Imaginé que lo verificaría con el portero, así que disponía de poco tiempo, aunque si el apartamento no revelaba nada sobre el posible paradero de Catherine Demeter, tendría que hablar con el portero de todos modos o recurrir a los vecinos, o quizás incluso al cartero. Al cruzar el vestíbulo, abrí el buzón del apartamento 14 con una ganzúa y allí sólo encontré el último número de la revista New York y dos sobres que parecían de propaganda. Cerré el buzón y subí al tercer piso por la escalera.
El tercer piso estaba en silencio, con seis puertas recién barnizadas a lo largo del rellano, tres a cada lado. Me acerqué sigilosamente al número 14 y saqué la bolsa negra del interior de la chaqueta. Volví a llamar a la puerta, sólo para mayor seguridad, y extraje la espátula eléctrica de la bolsa. Ángel era el mejor especialista en allanamiento de morada que conocía, y yo, incluso estando en la policía, había tenido razones para solicitar sus servicios. A cambio, nunca lo había molestado y él se había mantenido fuera de mi camino desde el punto de vista profesional. Cuando tuvo que cumplir condena, hice lo que pude por facilitarle un poco las cosas dentro. La espátula fue una especie de prueba de gratitud. Una prueba de gratitud ilegal.
Parecía un taladro eléctrico pero era más pequeña y delgada, con una púa en un extremo que actuaba como ganzúa y palanca. Introduje la púa en la cerradura y apreté el gatillo. La espátula vibró ruidosamente durante un par de segundos y el resorte cedió. Entré en silencio y cerré la puerta, segundos antes de que otra puerta se abriese en el rellano. Inmóvil, esperé a que se cerrara y entonces guardé la espátula en la bolsa, volví a abrir la puerta y saqué un mondadientes del bolsillo. Lo partí en cuatro trozos que metí en la cerradura. Eso me daría tiempo de llegar a la escalera de incendios si alguien intentaba entrar en el apartamento mientras yo estaba allí. A continuación cerré la puerta y encendí la luz.