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Marqué el número, volvió a salirme la oficina del sheriff del condado de Haven, y pregunté por él.

Me dijeron que el sheriff Granger no podía ponerse, así que pregunté por el responsable en su ausencia. Averigüé que el ayudante de mayor rango era Alvin Martin, pero había salido de servicio. El que atendía el teléfono no sabía cuándo regresaría el sheriff. Sin embargo, por el tono de su voz supuse que el sheriff no había ido simplemente a comprar tabaco. Cuando me preguntó mi nombre, le di las gracias y colgué.

Al parecer, algo había inducido a Catherine Demeter a ponerse en contacto con el sheriff de su pueblo, pero no con el Departamento de Policía de Nueva York. Si no disponía de más información, tendría que ir de visita a Haven. Primero, no obstante, decidí visitar a Frank Forbes, el Cabrón.

8

Hice un alto en Azure, en la Tercera Avenida, compré piña y fresas frescas -a precio de oro- en la sección de alimentación, y me las llevé al Citicorp Center, a la vuelta de la esquina, para comer en el espacio público. Me gustaban las líneas sencillas del edificio y su extraño tejado en ángulo. Era uno de los pocos proyectos urbanísticos nuevos donde se había aplicado el mismo grado de imaginación tanto en el diseño interior como exterior: el atrio de siete plantas seguía poblado de árboles y arbustos, las tiendas y restaurantes estaban abarrotados de gente, y un puñado de fieles permanecía en silencio en la austera iglesia subterránea.

A dos manzanas de allí, Frank Forbes, el Cabrón, tenía una consulta de postín en un edificio de cristales ahumados de los años setenta, al menos de momento. Subí en ascensor y entré en la recepción, donde una morena joven y bonita escribía algo en el ordenador. Cuando entré, alzó la vista y me dedicó una radiante sonrisa. Procuré no quedarme boquiabierto al devolvérsela.

– ¿Podría ver al doctor Forbes? -pregunté.

– ¿Tiene hora con él?

– No soy un paciente, gracias a Dios, pero Frank y yo nos conocemos desde hace mucho. Dígale que Charlie Parker quiere verlo.

Su sonrisa vaciló levemente, pero habló con Frank por el interfono y le transmitió el mensaje. Aunque palideció un poco mientras escuchaba la respuesta, conservó la compostura de manera admirable, dadas las circunstancias.

– Sintiéndolo mucho, el doctor Forbes no puede recibirlo -dijo, y su sonrisa empezó a apagarse por momentos.

– ¿De verdad ha dicho eso?

Se sonrojó.

– No, no exactamente.

– ¿Es usted nueva aquí?

– Es mi primera semana de trabajo.

– ¿Frank en persona la seleccionó?

Me miró con cara de perplejidad.

– Sí.

– Búsquese otro empleo. Es un pervertido y tiene los días contados en la profesión.

Seguí adelante y entré en la consulta de Frank mientras ella asimilaba la información. No había ningún paciente, y el buen doctor hojeaba unas notas en su escritorio. Al parecer, no le complació verme. Su fino bigote se curvó como un gusano negro y un encendido rubor se le propagó desde el cuello hasta la abombada frente y desapareció entre el pelo negro e hirsuto. Medía más de metro ochenta y hacía ejercicio. Tenía muy buen aspecto, pero la bondad no iba más allá de las apariencias. En Frank Forbes, el Cabrón, nada era bueno. Si te daba un dólar, la tinta se correría antes de llegar a tu cartera.

– Parker, lárgate de aquí. Por si lo has olvidado, ya no puedes presentarte aquí por las buenas. Ya no eres policía y, probablemente, el cuerpo ha salido ganando con tu ausencia. -Se inclinó hacia el inter-fono, pero la recepcionista ya había entrado detrás de mí.

– Avisa a la policía, Marcie. Mejor aún, llama a mi abogado. Dile que tengo intención de entablar demanda por acoso.

– He oído decir que lo tienes muy ocupado en estos momentos, Frank -dije, y tomé asiento en una silla de piel de respaldo recto frente a su escritorio -. También he oído decir que Maibaum y Locke llevan el juicio de esa pobre mujer que contrajo una enfermedad venérea. He colaborado alguna vez con ellos y son francamente buenos. Quizá debería mandarles a Elizabeth Gordon. Te acuerdas de Elizabeth, ¿verdad, Frank?

De forma instintiva, Frank lanzó una mirada por encima del hombro en dirección a la ventana y alejó la silla de ella.

– Déjalo, Marcie, no hay problema -dijo a la recepcionista con un gesto nervioso. Oí cerrarse la puerta suavemente a mis espaldas-. ¿Qué quieres?

– Tienes una paciente que se llama Catherine Demeter.

– Vamos, Parker, ya sabes que no puedo hablar de mis pacientes. Aunque pudiera, no te diría una mierda.

– Frank, eres el peor psiquiatra que he conocido. No dejaría que trataras ni a mi perro, porque probablemente intentarías tirártelo, así que guárdate la ética para el juez. Creo que esa mujer puede estar en apuros y quiero encontrarla. Si no cooperas, me pondré en contacto con Maibaum y Locke tan deprisa que pensarás que tengo el don de la telepatía.

Frank simuló que luchaba con su conciencia, aunque no la habría encontrado sin una pala y una orden de exhumación.

– Ayer faltó a una sesión sin permiso previo.

– ¿Por qué te visitaba?

– Melancolía involutiva, básicamente. Una depresión, para que tú lo entiendas, un estado que se presenta desde la mediana edad hasta las etapas finales de la vida. Al menos eso parecía al principio.

– Pero…

– Parker, esto es confidencial. Incluso yo tengo principios.

– Bromeas, ¿no? Sigue.

Frank suspiró y jugueteó con un lápiz sobre su cartapacio. Por fin se acercó a un armario, sacó una carpeta y volvió a sentarse. La abrió, hojeó el contenido y empezó a hablar.

– Su hermana murió cuando ella tenía ocho años, o mejor dicho, la mataron. Fue asesinada, al igual que varios niños más, a finales de los años sesenta, principios de los setenta, en un pueblo llamado Haven, en Virginia. Los niños, de ambos sexos, eran secuestrados y torturados, y sus restos los abandonaban en el sótano de una casa vacía en las afueras del pueblo. -Frank hablaba ahora con objetividad: un médico revisando un historial clínico para él tan lejano como un cuento de hadas a juzgar por la emoción que ponía en el relato-. Su hermana fue la cuarta víctima, pero la primera niña blanca. Las sospechas recayeron en una mujer del pueblo, una mujer rica. Su coche fue visto cerca de la casa después de la desaparición de uno de los niños, y más adelante intentó, sin éxito, raptar a un chico de otro pueblo, a unos treinta kilómetros de allí. El chico le arañó la cara y luego dio la descripción a la policía.

«Fueron a buscarla, pero los vecinos del pueblo se enteraron y llegaron antes a la casa. Allí estaba el hermano de la mujer. Según los vecinos, era homosexual, y la policía creía que la mujer tenía un cómplice, un hombre que quizá conducía el coche mientras ella atrapaba a los niños. Los vecinos enseguida imaginaron que el hermano era el sospechoso más probable. Lo encontraron ahorcado en el sótano.

– ¿Y la mujer?

– Murió quemada en otra casa vieja. El caso, sencillamente, se olvidó.

– Pero Catherine no lo olvidó.

– No, ella no. Se marchó del pueblo tras graduarse en el instituto, pero sus padres se quedaron. La madre murió hace unos diez años y el padre poco después. Y Catherine Demeter siguió su vida.