Выбрать главу

– ¿Volvió alguna vez a Haven?

– No, no después de los funerales. Dijo que para ella allí todo estaba muerto. Y eso es todo, poco más o menos. Todo se remonta a Haven.

– ¿Algún novio o relación informal?

– Si lo había, no lo mencionó, y ahora el turno de preguntas ha terminado. Vete. Si sacas el asunto a relucir, te demandaré por agresión, acoso y cualquier otra cosa que se le ocurra a mi abogado.

Me levanté para marcharme.

– Una cosa más -dije-. Por Elizabeth Gordon y para que siga sin conocer a Maibaum y Locke.

– ¿Qué?

– El nombre de la mujer que murió quemada.

– Modine. Adelaide Modine y su hermano William. Ahora, por favor, desaparece de mi vida.

9

El taller de Willie Brew, visto desde fuera, presentaba un aspecto desastrado y de dudosa reputación, si no manifiestamente fraudulento. El interior no mejoraba mucho, pero Willie, un polaco que tenía un apellido impronunciable abreviado a Brew por generaciones de clientes, era casi el mejor mecánico que conocía.

Nunca me había gustado esa zona de Queens, cerca, en dirección norte, del estruendo de los coches que circulaban por la autovía de Long Island. Ya de niño la relacionaba con aparcamientos de coches de segunda mano en venta, almacenes viejos y cementerios. El garaje de Willie, cerca del Kissena Park, había sido una buena fuente de información a lo largo de los años, ya que todos sus amigos ociosos, sin nada mejor que hacer que entrometerse en los asuntos ajenos, tendían a congregarse allí en un momento u otro; no obstante, seguía sintiéndome incómodo en la zona. Incluso de mayor, detestaba bordear aquellos barrios en el trayecto desde el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy hasta Manhattan, detestaba ver las licorerías y las ruinosas casas.

En comparación, Manhattan era exótico, y su perfil, capaz de infinitos cambios según el acceso por el que uno entraba en la ciudad. Mi padre se trasladó al condado de Westchester tan pronto como pudo permitírselo y compró una casita cerca del Grant Park. Manhattan era el sitio adonde íbamos los fines de semana mis amigos y yo. A veces atravesábamos toda la isla para subir a la pasarela del puente de Brooklyn y contemplar desde allí el perfil urbano en continuo cambio. Bajo nosotros vibraban las tablas al paso del tráfico, pero para mí era más que eso: era la vibración y el zumbido de la propia vida. Los cables que unían las torres del puente diseccionaban y dividían el paisaje de la ciudad como si un niño lo hubiera recortado con unas tijeras y hubiera pegado los trozos sobre el cielo azul.

Tras la muerte de mi padre, mi madre se trasladó con nosotros a Scarborough, en Maine, su pueblo natal, donde las hileras de árboles sustituían al paisaje urbano y sólo los aficionados a la hípica, llegados desde Boston y Nueva York para asistir a las carreras de Scarborough Downs, traían consigo las imágenes y los olores de las grandes ciudades. Quizá por eso me sentía como un visitante cada vez que contemplaba Manhattan: siempre me parecía ver la ciudad con ojos nuevos.

El taller de Willie se encontraba en un barrio que luchaba con uñas y dientes contra el aburguesamiento. La manzana donde estaba el taller había sido comprada por el dueño del restaurante japonés contiguo -tenía otros intereses en el barrio de Flushing, o Little Asia, como se lo conocía ahora, y por lo visto quería expandir su área de influencia hacia el sur-, y Willie se hallaba envuelto en una batalla semilegal para asegurarse de que no lo obligasen a cerrar. El japonés respondía enviando al garaje de Willie, a través de los respiraderos, vaharadas de olor a pescado. A veces Willie le pagaba con la misma moneda y le pedía a Arno, su mecánico jefe, que se tomara unas cervezas y comida china y que luego saliera, se metiera los dedos en la garganta y vomitara ante la puerta del restaurante. «China, vietnamita, japonesa, toda esa mierda parece igual cuando la echas», decía Willie.

Dentro, Arno -un hombre pequeño, fibroso y moreno- trabajaba en el motor de un Dodge destartalado. El olor a pescado y fideos impregnaba el aire. Mi Mustang del 69 estaba sobre una plataforma elevada, y alrededor había esparcidas piezas irreconocibles de sus mecanismos internos. No parecía tener más probabilidades que James Dean de volver a la carretera en un futuro cercano. Había telefoneado antes para avisar a Willie de que pasaría por allí. Como mínimo podría haberse tomado la molestia de fingir que hacía algo con el coche cuando llegué.

Se oyó un estridente juramento en el despacho de Willie, que estaba en lo alto de una escalera de madera a la derecha del garaje. La puerta se abrió y Willie bajó ruidosamente; tenía manchas de grasa en la calva y llevaba el mono azul de mecánico abierto hasta la cintura, revelando una sucia camiseta blanca ceñida en torno a su voluminoso vientre. Se encaramó con dificultad a unas cajas colocadas a modo de peldaños bajo el respiradero y acercó la boca a la rejilla.

– ¡Eh, hijos de puta de ojos rasgados! -gritó-. Dejad de atufar mi garaje con pescado, pues de lo contrario os vais a enterar de lo que vale un peine.

Al otro lado del respiradero alguien vociferó en japonés y a continuación se oyeron unas carcajadas orientales. Willie golpeó la rejilla con la palma de la mano y bajó. Me miró en la penumbra con los ojos entornados antes de reconocerme.

– Bird, ¿qué tal? ¿Quieres un café?

– Quiero un coche. Mi coche. El coche que tienes aquí desde hace ya más de una semana.

Willie adoptó una expresión apesadumbrada.

– Estás enfadado conmigo -dijo con tono burlón y tranquilizador a la vez-. Entiendo tu enfado. Enfadarse está bien. Tu coche, en cambio, no está bien. Tu coche está mal. El motor está hecho una mierda. ¿Qué combustible pones? ¿Tuercas y clavos viejos?

– Willie, necesito el coche. Los taxistas ya me tratan como a un viejo amigo. Algunos ni siquiera intentan timarme. Me he planteado alquilar un coche para ahorrarme el bochorno. En realidad, si no te pedí que me dejaras un coche prestado, fue sólo porque me dijiste que lo repararías en un día o dos a lo sumo.

Arrastrando los pies, Willie se acercó al coche y tocó una pieza cilíndrica de metal con la puntera de la bota.

– Arno, ¿qué pasa con el Mustang de Bird?

– Es una mierda -contestó Arno-. Dile que le daremos quinientos dólares por la chatarra.

– Propone Arno que te demos quinientos dólares por la chatarra.

– Ya lo he oído. Dile a Arno que le pegaré fuego a su casa si no me arregla el coche.

– Pasado mañana -respondió Arno desde debajo del capó-. Perdón por el retraso.

Willie me dio una palmada en el hombro con su grasienta mano.

– Ven a tomarte un café y escucha los chismes del barrio. -Bajando la voz, añadió-: Ángel quiere verte. Le dije que vendrías por aquí.

Asentí y lo seguí escalera arriba. En el despacho, que estaba asombrosamente ordenado, cuatro hombres sentados alrededor de la mesa bebían café y whisky en tazas pequeñas de metal. Saludé con la cabeza a Tommy Q, que había cumplido condena una vez por distribuir vídeos pirateados, y a un ladrón de coches con un poblado bigote a quien, cómo no, apodaban Groucho. A su lado estaba Jay, el otro ayudante de Willie, el cual, a sus sesenta y cinco años, tenía diez más que Willie pero aparentaba como mínimo otros diez más. Junto a éste se hallaba Ed Harris, alias «el Ataúd».

– ¿Conoces a Ed el Ataúd? -preguntó Willie.

Moví la cabeza para asentir.

– ¿Sigues robando cadáveres, Ed?

– ¡Qué va! -contestó Ed el Ataúd-. Lo dejé hace tiempo. Empecé a tener problemas de espalda.

Ed Harris, el Ataúd, en su faceta de secuestrador había superado con creces a todos los secuestradores. Opinaba que tener rehenes vivos se parecía demasiado a un trabajo de verdad, porque uno nunca sabía qué podían hacer o quién podía andar buscándolos. Los muertos eran más manejables, así que Ed el Ataúd robaba en los depósitos de cadáveres.