Выбрать главу

Leía las necrológicas, elegía a un difunto de una familia relativamente rica y luego sustraía el cadáver del depósito o del tanatorio. Hasta que apareció Ed y puso en tela de juicio el sistema, los tanatorios se consideraban en general sitios bien vigilados. Ed el Ataúd guardaba los cadáveres en una cámara frigorífica industrial que tenía en el sótano y exigía un rescate, por lo general sumas razonables. La mayoría de los parientes pagaba de buen grado a fin de recuperar a sus seres queridos antes de que empezaran a descomponerse.

Las cosas le fueron bien hasta que un viejo aristócrata polaco, ofendido por el secuestro de los restos mortales de su esposa, contrató a un regimiento privado para dar caza a Ed el Ataúd. Lo localizaron, aunque Ed estuvo a punto de escapar por un pasadizo que llevaba de su sótano al patio del vecino. No obstante, fue él quien rió el último. La compañía de la luz le había cortado el suministro tres días antes por no pagar los recibos. La esposa del viejo polaco apestaba como una zarigüeya muerta cuando la encontraron. Desde entonces Ed el Ataúd había ido de capa caída, y ahora era una figura desharrapada al fondo del garaje de Willie Brew.

Por un momento se produjo un incómodo silencio, que rompió Willie.

– ¿Te acuerdas de Vinnie el Chato? -preguntó a la vez que me entregaba una taza metálica humeante de café solo, tan caliente que estaba poniendo al rojo vivo el metal, pero, pese a ello, no conseguía ocultar el olor a gasolina impregnado dentro-. Espera a oír lo que va a contarnos Tommy Q. Aún no te has perdido nada.

Vinnie el Chato era un allanador de moradas de Newark que había visitado demasiadas veces la prisión y había decidido reformarse o, como mínimo, reformarse en la medida de lo posible para un tipo que durante cuarenta años se había ganado la vida desvalijando apartamentos. Debía su apodo a un largo y baldío paso por el boxeo amateur. Vinnie, de corta estatura y víctima potencial de cualquier maleante de Nueva Jersey proclive a la violencia, vio su habilidad con los puños como una posible salvación, como tantos otros tipos bajos de barrios peligrosos. Por desgracia, la defensa de Vinnie era casi tan buena como la de Charles Manson, y con el tiempo la nariz le quedó reducida a una masa de cartílago con dos orificios semicerrados como pasas en un pudín.

Tommy Q empezó a contar una anécdota sobre Vinnie, una empresa de decoración y un cliente homosexual muerto que podría haberlo llevado a los tribunales si la hubiera contado en un lugar de trabajo respetable.

– Así que el esteta acaba muerto, en un cuarto de baño, con la silla metida en el culo, y Vinnie acaba en la cárcel por vender las fotos y robar el vídeo del muerto -concluyó, moviendo la cabeza en un gesto de incomprensión ante las extrañas costumbres de los varones no heterosexuales.

Aún estaba desternillándose de risa por la anécdota cuando la sonrisa se borró de su cara y la carcajada se convirtió en un sonido gutural, como si se hubiera atragantado. Miré atrás y vi a Ángel en la oscuridad, con unos mechones de pelo negro y rizado escapándosele del gorro azul de punto y una barba rala que habría hecho reír a un niño de trece años. La cazadora azul marino de estibador abierta dejaba ver una camiseta negra, y los vaqueros azules terminaban sobre unos zapatos Timberland sucios y gastados.

Ángel no medía más de un metro sesenta y cinco, y para un observador desinformado no habría sido fácil entender por qué a Tommy Q le intimidaba su presencia. Había dos razones. En primer lugar, Ángel era mucho mejor boxeador que Vinnie el Chato y habría convertido a Tommy Q en carne de caballo a golpes si se lo hubiera propuesto, cosa que bien podría haber ocurrido, dado que Ángel era homosexual y quizá no le viera ninguna gracia a lo que tanto divertía a Tommy.

La segunda razón del temor de Tommy Q, y probablemente la más poderosa, era el novio de Ángel, un hombre a quien sólo se le conocía por Louis. Al igual que Ángel, Louis no tenía un medio de vida definido, aunque todos sabían que Ángel, ahora casi retirado a la edad de cuarenta años, era uno de los mejores ladrones del medio, capaz de robarle al presidente la pelusa del ombligo si la retribución económica merecía la pena.

Menos conocido era el hecho de que Louis, alto, negro y con un gusto en el vestir muy sofisticado, era un asesino a sueldo casi sin igual, un delincuente que se había reformado hasta cierto punto gracias a su relación con Ángel y ahora elegía sus esporádicos objetivos con lo que podría describirse como conciencia social.

Según se rumoreaba, el asesinato en Chicago de un experto en informática alemán llamado Gunther Bloch el año anterior había sido obra de Louis. Bloch era un violador y torturador en serie que se cebaba con mujeres jóvenes, a veces muy jóvenes, en los centros de turismo sexual del Sudeste asiático, donde llevaba a cabo la mayor parte de sus negocios. El dinero solía encubrir todos los males, dinero pagado a chulos, a padres, a policías, a políticos.

Por desgracia para Bloch, alguien de las altas esferas del gobierno de una de esas naciones no se había dejado comprar, y menos cuando Bloch estranguló a una niña de once años y arrojó el cadáver a un cubo de basura. Bloch huyó del país, una partida de dinero se destinó a un «proyecto especial», y Louis ahogó a Gunther Bloch en la bañera de la suite de un hotel de lujo en Chicago.

O como decía, eso se rumoreaba. Verdad o no, se consideraba que la presencia de Louis nunca auguraba nada bueno, y Tommy Q quería poder darse un baño en el futuro, aunque fuera muy de cuando en cuando, sin miedo a morir ahogado.

– Una buena anécdota -comentó Ángel.

– Es sólo una anécdota, Ángel. No lo he dicho con mala intención. No quería ofenderte.

– No me has ofendido -respondió Ángel-. A mí no, al menos.

Detrás de él se advirtió un movimiento en la oscuridad, y apareció Louis. La calva le brillaba a la tenue luz y su musculoso cuello asomaba de una camisa gris de seda y un traje gris de corte impecable. Le sacaba a Ángel más de treinta centímetros, y miró a Tommy Q fijamente por un momento.

– ¿Esteta? -dijo-. Ésa es una palabra… ambigua, señor Q. ¿A qué se refiere exactamente?

Tommy Q se quedó lívido, y durante un buen rato apenas pudo tragar saliva. Cuando por fin lo consiguió, dio la impresión de que engullía una pelota de golf. Abrió la boca pero fue incapaz de articular palabra, así que volvió a cerrarla y miró al suelo con la vana esperanza de que éste se abriera y se lo tragara.

– No pasa nada, señor Q; es una buena anécdota -dijo Louis con una voz tan suave como su camisa-. Sólo lleve cuidado con la manera de contarla.

A continuación dirigió una radiante sonrisa a Tommy Q, la clase de sonrisa que un gato dedicaría a un ratón para que lo acompañara a la tumba. Una gota de sudor resbaló por la nariz de Tommy Q, permaneció suspendida en la punta por un instante y luego se estrelló contra el suelo. Para entonces, Louis ya se había marchado.

– No te olvides de mi coche, Willie -dije, y salí del garaje detrás de Ángel.

10

Caminamos una o dos manzanas hasta un bar-restaurante que Ángel conocía, abierto hasta altas horas de la noche. Louis nos precedía a unos cuantos pasos, y la multitud se separaba ante él como el mar Rojo ante Moisés. Alguna que otra mujer lo miró con interés. Los hombres, en su mayoría, mantenían la vista fija en la acera o de pronto encontraban algo interesante en los escaparates de las tiendas cerradas o en el cielo nocturno.

Del interior del bar nos llegó el sonido de un cantante vagamente folk que practicaba una intervención quirúrgica a guitarra abierta a Only Love Can Break Your Heart, de Neil Young. No parecía que la canción fuera a sobrevivir.

– Toca como si odiara a Neil Young -comentó Ángel cuando entramos.

Delante de nosotros, Louis se encogió de hombros.

– Si Neil Young oyera esa mierda, probablemente él mismo se odiaría.