Ocupamos un reservado. El dueño, un gordo dispéptico llamado Ernest, se acercó con andar torpe a tomar nota de lo que queríamos. Normalmente eran las camareras quienes lo hacían, pero Ángel y Louis imponían cierto respeto incluso allí.
– Eh, Ernest -dijo Ángel-, ¿cómo va el negocio?
– Si tuviera una funeraria, la gente dejaría de morirse -contestó Ernest-. Y antes de que me lo preguntes, mi mujer sigue tan fea como siempre.
Este diálogo era una arraigada costumbre entre ellos.
– Llevas cuarenta años casado, joder -dijo Ángel-. No va a ganar en belleza ahora.
Ángel y Louis pidieron sándwiches dobles de beicon y pollo, y Ernest se marchó.
– Si de niño me hubiera parecido a él, me habría cortado la polla para ganarme la vida cantando papeles de castrato, porque no iba a servirme para nada más.
– A ti ser feo no te ha perjudicado tanto -dijo Louis.
– No lo sé. -Ángel sonrió-. Si fuera más guapo, podría tirarme a un blanco.
Dejaron de discutir, y esperamos a que el cantante acabara con la agonía de Neil Young. Me resultaba extraño reunirme con aquel par ahora que ya no era policía. Cuando nos encontrábamos antes, en el garaje de Willie, o para tomar un café, o en el Central Park si Ángel tenía información útil que comunicarme, o simplemente si él quería charlar un rato para preguntarme por Susan y Jennifer, siempre había entre nosotros cierta incomodidad, cierta tensión, sobre todo si Louis andaba cerca. Sabía lo que habían hecho, lo que Louis, creía yo, aún hacía: acuerdos clandestinos, por más que tuvieran lugar en distintos restaurantes, establecimientos legalmente constituidos o el garaje de Willie Brew.
Ahora esa tensión ya no existía, y en su lugar experimenté por primera vez la fuerza del lazo de la amistad que de algún modo se había desarrollado entre Ángel y yo. Más aún, notaba en los dos preocupación, pesar, humanidad, confianza. No estaría allí, me constaba, si no sintiera eso.
Pero quizás había algo más, algo que sólo había empezado a percibir. Mi vida era la pesadilla de un policía. Los policías, sus familias, sus esposas e hijos, son intocables. Uno ha de estar loco para acosar a un policía, y más loco aún para arrebatarle a sus seres queridos. Son los supuestos con arreglo a los que vivimos, la convicción de que después de pasarnos el día viendo cadáveres, interrogando a ladrones y violadores, camellos y chulos, podemos volver a nuestras vidas con la certeza de que nuestras familias están al margen de todo eso, y de que gracias a ellas nosotros también podemos quedarnos al margen.
Pero esa convicción se había tambaleado con la muerte de Jennifer y Susan. Alguien no respetaba las reglas, y al no aparecer ninguna respuesta fácil, al no producirse la oportuna detención de un criminal con un agravio que reparar, hecho que habría podido explicar lo ocurrido, era necesario encontrar otra razón: yo de algún modo había cargado la culpa sobre mis hombros, y sobre los hombros de quienes se hallaban cerca de mí. Era un buen policía camino de convertirme en alcohólico. Estaba desmoronándome y eso me debilitaba, y alguien se había aprovechado de esa debilidad. Los demás policías me miraban y no veían a un compañero necesitado de ayuda, sino una fuente de contagio, de corrupción. Nadie lamentó mi marcha, quizá ni siquiera Walter.
Y, al mismo tiempo, lo sucedido me había acercado en cierta manera a Ángel y a Louis. Ellos no se hacían ilusiones con respecto al mundo en que vivían, no recurrían a interpretaciones filosóficas que les permitieran formar parte del mundo y al mismo tiempo quedarse al margen. Louis era un asesino: no podía recurrir a semejantes engaños. Por el estrecho vínculo que existía entre ellos, Ángel tampoco podía recurrir a ellos. Ahora también yo me había visto despojado de falsas ilusiones, como si una venda se hubiera desprendido de mis ojos, y tenía que reasentarme, encontrar un nuevo lugar en el mundo.
Ángel tomó un periódico abandonado del reservado contiguo y leyó el titular.
– ¿Has visto esto?
Eché un vistazo y asentí con la cabeza. Esa mañana, un tipo había intentado hacer una heroicidad durante un atraco a un banco en Flushing, y habían vaciado en él las dos recámaras de una escopeta de cañones recortados. Era la noticia del día en diarios y boletines informativos.
– Llegan unos tipos para hacer un trabajo -dijo Ángel-. No quieren que nadie salga herido. Su única intención es entrar, hacerse con el dinero, que además está asegurado y por tanto al banco le da lo mismo, y salir. Sólo llevan armas porque de lo contrario nadie va a tomarlos en serio. ¿Qué van a usar, si no? ¿Palabras severas?
»Pero siempre ha de haber un gilipollas que se cree inmortal porque todavía no está muerto. El tipo es joven, se conserva en forma, y se cree que va a ligar más que un ídolo del porno si frustra el atraco y salva el día. Fíjate: agente inmobiliario, veintinueve años, soltero, con unos ingresos de ciento cincuenta mil al año, y recibe un agujero más grande que el túnel de Holland. Lance Petersen. -Movió la cabeza con un gesto de perplejidad-. En mi vida he conocido a nadie que se llame Lance.
– Eso es porque están todos muertos -dijo Louis mientras miraba alrededor con aparente despreocupación-. Los muy tarados se quedan de pie en los bancos y les pegan un tiro. Probablemente ése era el último Lance que quedaba vivo.
Llegaron los sándwiches y Ángel empezó a comer. Sólo él lo hizo.
– ¿Y cómo van las cosas?
– Bien -contesté-. ¿A qué se debe esta emboscada?
– No escribes, no llamas. -Sonrió irónicamente.
Louis me miró con un ligero interés y luego volvió a concentrar la atención en la puerta, las otras mesas y las puertas de los servicios.
– Según he oído, has estado trabajando para Benny Low. ¿Cómo se te ocurre trabajar para ese gordo de mierda?
– Era sólo por matar el tiempo.
– Si quieres matar el tiempo, clávate agujas en los ojos. Benny no vale ni el aire que respira.
– Vamos, Ángel, ve al grano. Tú te andas por las ramas y Louis actúa como si la banda de Dillinger fuese a entrar y tirotear la barra de un momento a otro.
Ángel dejó el sándwich a medio comer y se limpió los labios con una servilleta casi remilgadamente.
– He oído decir que has estado preguntando por una novia de Stephen Barton. A cierta gente le pica mucho la curiosidad saber a qué se debe tu interés.
– ¿Como quién?
– Como Bobby Sciorra, tengo entendido.
Ignoraba si Bobby Sciorra era un psicótico o no, pero era un hombre al que le gustaba matar y en el viejo Ferrera había encontrado a un patrón bien dispuesto. Emo Ellison podía dar fe de las posibles consecuencias de que Bobby Sciorra se interesara por las actividades que llevabas a cabo. Sospechaba que Ollie Watts, en sus momentos finales, también lo había averiguado.
– Benny Low hablaba de ciertos problemas entre el viejo y Sonny -dije-. «Esos jodidos mañosos que andan peleándose entre sí», según sus propias palabras.
– Benny siempre ha sido muy diplomático -comentó Ángel-. Lo único raro es que no le hayan ofrecido ya un puesto en la ONU. Aquí pasa algo raro. Sonny se ha escondido y se ha llevado a Pili. Nadie los ha visto, nadie sabe dónde están, pero Bobby Sciorra no escatima esfuerzos para encontrarlos. -Tomó otro enorme bocado de sándwich-. ¿Y qué sabes de Barton?
– Supongo que también se ha escondido, pero no lo sé. Es una figura de segunda fila y difícilmente tendría trato profesional con Sonny o el viejo aparte de hacer de camello, aunque quizás en otro tiempo mantuvo estrechas relaciones con Sonny. Puede que no haya nada, que Barton no tenga nada que ver.
– Quizá no, pero vas a topar con problemas mayores que encontrar a Barton o a su chica. -Esperé-. Te busca un asesino a sueldo.
– ¿Quién?
– No es de aquí. Ha venido de fuera. Louis no sabe quién es.