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– Si me haces perder el tiempo, daré orden de que te maten -advirtió el viejo.

Bobby Sciorra se limitó a sonreír y vació el contenido de la bolsa en el césped iluminado. Las tres cabezas rodaron y entrechocaron, los rizos enroscados como serpientes muertas, mientras Bobby Sciorra sonreía sobre ellas como un obsceno Perseo. Hilos de sangre fresca y viscosa pendían lánguidamente de los bordes de la bolsa hasta caer gota a gota en la hierba.

Bobby Sciorra se labró el porvenir esa noche. Al cabo de un año era un hombre de peso, y su ascenso en el escalafón de la familia era un hecho único tanto por la rapidez con que se produjo como por la relativa oscuridad de sus antecedentes. Los federales no lo tenían fichado y, en apariencia, Ferrera no sabía mucho más. A mí me llegaron rumores de que en el pasado se había enemistado con los Colombo, que había trabajado por su cuenta desde Florida, pero eso era todo. Sin embargo, el asesinato de aquellos tres elementos clave de la banda de los jamaicanos le bastó para granjearse la confianza de Stefano Ferrera y el derecho a una ceremonia en el sótano de la casa de Staten Island que culminó con un pinchazo en el dedo índice de Sciorra sobre una imagen sagrada y su unión a Ferrera y a los allegados a éste.

A partir de ese día, Bobby Sciorra ejercía el poder tras el trono de Ferrera. Guió al viejo y a su familia a través de los juicios y tribulaciones del Nueva York posterior a la entrada en vigor de las leyes contra la corrupción por influencia del crimen organizado; estas leyes, conocidas como proyecto RICO, permitían a los federales procesar a las organizaciones y conspiradores que se beneficiaban de un delito y no sólo a los individuos que lo cometían. Las principales familias de Nueva York -Gambino, Lucchese, Colombo, Genovese y Bonanno-, que en total sumaban alrededor de cuatro mil hombres de peso y allegados, encajaron severos golpes y los jefes acabaron encarcelados o muertos. Pero no los Ferrera. Bobby Sciorra se encargó de eso, sacrificando a algunos elementos de segunda fila en el camino para asegurar la supervivencia de la familia.

El viejo habría preferido ocupar un papel más secundario en los negocios de la familia de no haber sido por Sonny. El pobre Sonny, un hombre estúpido y sanguinario, sin la inteligencia de ninguno de sus hermanos pero con la capacidad para la violencia de los dos juntos como mínimo. Todas las operaciones que supervisaba terminaban con derramamiento de sangre, pero eso a él no le preocupaba. Corpulento y abotargado ya a los veinte años, obtenía placer con la destrucción y el asesinato. Por lo visto, la muerte de inocentes en concreto le producía una excitación casi sexual.

Poco a poco su padre lo relegó y al final dejó que hiciera lo que le diera la gana: los esteroides, narcotráfico a pequeña escala, prostitución y algún que otro acto de violencia. Bobby Sciorra intentaba mantenerlo bajo relativo control, pero Sonny era tan incontrolable como poco razonable. Sonny era malvado y sanguinario, y cuando su padre muriese, más de uno haría cola para asegurarse de que Sonny se reuniera con él lo antes posible.

12

Nunca pensé que acabaría viviendo en el East Village. Susan, Jennifer y yo habíamos vivido en Park Slope, Brooklyn. Los domingos podíamos ir de paseo hasta el Prospect Park y ver jugar a los niños a la pelota mientras Jennifer se entretenía dando patadas a la hierba, para luego acercarnos al Raintree's a tomar un refresco mientras oíamos a través de las vidrieras la música de la banda que tocaba en la pérgola.

En días así, la vida parecía tan larga y benigna como la verde vista de Long Meadow. Paseábamos los dos, Susan y yo, con Jennifer en medio, y cruzábamos miradas cuando ella prorrumpía en interminables andanadas de preguntas, observaciones y bromas comprensibles sólo para un niño. Yo llevaba a Jennifer de la mano y, a través de ella, podía sentirme unido a Susan y pensar que nuestras diferencias se resolverían, que de algún modo lograríamos salvar el abismo que se abría cada vez más entre nosotros. Si Jennifer echaba a correr, me acercaba a Susan, la tomaba de la mano y ella me sonreía al decirle que la quería. Luego desviaba la vista, se miraba los pies o llamaba a Jenny, porque los dos sabíamos que no bastaba con decirle que la quería.

Cuando decidí regresar a Nueva York a comienzos del verano, después de meses en busca de algún rastro de su asesino, informé a mi abogado y le pedí que me recomendara una agencia inmobiliaria. En Nueva York hay más de veinticinco millones de metros cuadrados destinados a espacio de oficina, pero no hay viviendas suficientes para alojar a quienes trabajan allí. No sabía por qué quería vivir en Manhattan. Quizá sólo porque no era Brooklyn.

En lugar de una agencia inmobiliaria, mi abogado me puso en contacto con una red de amigos y colegas que al final me llevó a alquilar un apartamento en una casa de obra vista del East Village, con postigos blancos y una escalinata ante la puerta de entrada, rematada con un montante en forma de abanico. Para mi gusto, estaba demasiado cerca de St. Mark's Place, pese a lo cual el precio era razonable. Desde los tiempos en que W.H. Auden y Leon Trotski vivieron allí, St. Mark's se había integrado plenamente en el East Village, y la zona estaba llena de bares, cafeterías y tiendas caras.

Era un apartamento sin amueblar y casi lo dejé así, sólo añadí una cama, un escritorio, unas butacas, un aparato de música y un televisor pequeño. Retiré del guardamuebles los libros, las cintas, los cedés y los discos de vinilo, junto con algún que otro efecto personal, y organicé mi vida en un espacio por el que sentía un mínimo apego.

Fuera había oscurecido cuando coloqué las armas en el escritorio, las desmonté y las limpié meticulosamente. Si los Ferrera venían por mí, quería estar preparado.

Durante mi etapa en el cuerpo de policía me había visto obligado a desenfundar el arma para protegerme en contadas ocasiones. Jamás había matado a un hombre y sólo en una ocasión había disparado contra un ser humano: cuando un proxeneta se abalanzó sobre mí con una navaja y lo herí en el estómago.

Como inspector, había trabajado casi siempre en Robos y Homicidios. A diferencia de la Brigada Antivicio, un mundo donde la amenaza de violencia y muerte era una posibilidad muy real para un policía, Homicidios implicaba una clase de trabajo muy distinta. Como decía Tommy Morrison, mi primer compañero, quienquiera que haya de morir en la investigación de un homicidio ha muerto ya cuando llega la policía.

Me había desprendido de mi Colt Delta Elite tras la muerte de Susan y Jennifer. Ahora tenía tres armas. El Colt Detective Special del 38 había sido de mi padre, la única pertenencia suya que yo conservaba. El emblema con el potro encabritado que había en el lado izquierdo de la culata estaba gastado y el armazón se veía rayado y picado, pero seguía siendo un arma útil, ligera con alrededor de un cuarto de kilo de peso y fácil, de ocultar en una pistolera de tobillo o en un cinturón. Era un revólver sencillo y potente, y lo guardaba en una funda sujeta con cinta adhesiva bajo el larguero de la cama.

Nunca había utilizado la Heckler & Kock VP70M fuera de un polígono de tiro. La semiautomática de nueve milímetros había pertenecido a un camello que murió por engancharse a su propio producto. Lo encontré muerto en su apartamento cuando un vecino se quejó del olor. La VP 70M, una pistola militar parcialmente de plástico con dieciocho balas en el cargador, permanecía, aún sin utilizar, en su estuche, pero había tomado la precaución de borrar con una lima el número de serie.