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Por el contrario, Sonny veía en la violencia de los sicilianos un método de tiranía acorde con sus aspiraciones de poder. Acaso fuera ésa la diferencia entre padre e hijo. Cuando un asesinato era necesario, el viejo Ferrera utilizaba en la medida de lo posible la «lupara blanca», la completa desaparición de la víctima sin un rastro de sangre siquiera que revelase la verdad de lo ocurrido. La estrangulación de Barton llevaba sin duda el sello de la mafia, pero no así el abandono del cuerpo. Si el viejo hubiera estado detrás de su muerte, probablemente su última morada habrían sido las cloacas, pero no sin disolver antes el cadáver en ácido y tirarlo por el desagüe.

Por tanto, no creía que el viejo hubiese ordenado el asesinato del hijastro de Isobel Barton. Su muerte y la repentina desaparición de Catherine Demeter se habían producido con demasiada proximidad en el tiempo para tratarse de una mera coincidencia. Era posible, claro está, que Sonny hubiese ordenado por alguna razón el asesinato de ambos, ya que si estaba tan loco como parecía, un cadáver más no debía de preocuparle. Ahora bien, también existía la posibilidad de que Demeter hubiera matado a su novio y huido. Quizás él le pegaba con frecuencia; en ese caso, la señora Barton me había contratado para localizar a una persona que no sólo era una amiga sino también la potencial asesina de su hijastro.

La casa de Ferrera se alzaba entre jardines arbolados. Se accedía por una única verja de hierro que se accionaba de forma electrónica. Había un interfono en el pilar de la izquierda. Llamé, di mi nombre y dije que deseaba ver al viejo. Una cámara instalada en lo alto del pilar enfocaba el taxi, y si bien no había nadie a la vista en el jardín, intuía la presencia de entre tres y cinco armas en las inmediaciones.

A unos cien metros de la casa había aparcado un sedán Dodge oscuro con dos hombres en los asientos delanteros. Preví una visita de los federales en cuanto llegara a mi apartamento, o posiblemente antes.

– Pase y espere junto a la verja -dijo la voz por el interfono-. Lo acompañaremos a la casa.

Obedecí y el taxi se fue. Un hombre de pelo cano con un traje oscuro y las consabidas gafas de sol salió de entre los árboles con un Heckler & Koch MP5 cruzado ante el pecho. Detrás de él apareció otro hombre, más joven, con indumentaria parecida. A mi derecha vi otros dos guardas, también armados.

– Apóyese contra la pared -dijo el hombre canoso.

Me registró profesionalmente bajo la atenta mirada de los otros, extrajo el cargador de mi Smith & Wesson y me quitó el de reserva que llevaba en el cinturón. Accionó el resorte para expulsar la bala de la recámara y me devolvió el arma. A continuación me indicó que me dirigiese hacia la casa y permaneció a mi derecha y un poco por detrás para no perder de vista mis manos. Nos siguieron dos hombres, uno a cada lado del camino. No era de extrañar que el viejo Ferrera hubiese vivido tantos años.

Desde fuera la casa parecía sorprendentemente modesta, un edificio alargado de dos plantas con ventanas estrechas en la fachada y una galería a lo largo del piso superior. Otros hombres patrullaban por el cuidado jardín y el camino de grava. A la derecha de la casa había un Mercedes negro, con el chófer al lado por si lo necesitaban. La puerta ya estaba abierta, y en el zaguán aguardaba Bobby Sciorra con la mano derecha cogida a la muñeca izquierda como un sacerdote en espera de los donativos.

Sciorra medía un metro ochenta y cinco y debía de pesar unos setenta kilos; bajo el traje gris, sus miembros se dibujaban como afiladas hojas. Su cuello estriado era casi tan largo como el de una mujer, y la inmaculada blancura de la camisa sin cuello, abrochada hasta el último botón, realzaba su palidez. Mechones de cabello corto y oscuro le rodeaban la calva, y su cabeza formaba un cono tan aguzado que parecía puntiaguda. Sciorra era un cuchillo hecho carne, un instrumento humano de dolor, a la vez cirujano y bisturí. El FBI creía que había intervenido directamente en más de treinta asesinatos. La mayoría de quienes lo conocían opinaba que el FBI se quedaba corto en sus cálculos.

Cuando me acerqué, sonrió mostrando unos dientes perfectamente blancos que resplandecían entre los finos labios. Pero la sonrisa no se reflejó en sus ojos; desapareció en la irregular cicatriz que descendía desde su oreja izquierda, cruzaba el puente de la nariz y terminaba justo debajo del lóbulo de la oreja derecha. La cicatriz devoró su sonrisa como una segunda boca.

– Has de tener huevos para presentarte aquí -dijo todavía sonriente, moviendo de manera casi imperceptible la cabeza de un lado a otro.

– ¿Es una admisión de culpabilidad, Bobby? -pregunté.

La sonrisa siguió inalterable.

– ¿Para qué quieres ver al jefe? No tiene tiempo para un mierda como tú. -La sonrisa se ensanchó visiblemente-. Por cierto, ¿cómo están tu mujer y tu hija? La niña debe de haber cumplido ya…, ¿cuántos? ¿Cuatro años?

Empecé a notar un latido rojo y sordo en la cabeza, pero me contuve apretando los puños a los costados. Sabía que sería hombre muerto aun antes de que mis manos se cerraran en torno a la blanca piel de Sciorra.

– Stephen Barton ha aparecido muerto en una cloaca esta noche. Los federales buscan a Sonny y probablemente a ti también. Me preocupa vuestro bienestar. No me gustaría que os pasara nada malo a ninguno de los dos sin mi intervención.

La sonrisa de Sciorra no cambió. Parecía a punto de contestar cuando una voz, baja pero imperiosa, sonó por el sistema intercomunicador de la casa. La edad le daba una ronca resonancia en la que estaba presente el estertor de la muerte, acechando desde el fondo como los vestigios de las raíces sicilianas de Don Ferrera.

– Déjalo pasar, Bobby -dijo.

Sciorra retrocedió y abrió una puerta de dos hojas situada en medio del zaguán para evitar las corrientes de aire. El canoso guarda entró detrás de mí cuando seguí a Sciorra, que esperó a que él hubiese cerrado la primera puerta antes de abrir una segunda al final del zaguán.

Aun sentado y encorvado por la edad, el viejo era un hombre imponente. Tenía el pelo plateado y alisado con brillantina hacia atrás desde las sienes, pero bajo su bronceada piel se adivinaba una palidez enfermiza y sus ojos parecían legañosos. Sciorra cerró la puerta dejando al guarda fuera, y volvió a adoptar su pose sacerdotal.

– Siéntese, por favor -dijo el viejo y señaló un sillón. Abrió una caja de taracea que contenía cigarrillos turcos, cada uno con una pequeña cinta dorada. Le di las gracias pero rehusé el ofrecimiento. Suspiró-. Lástima. Me gusta el aroma, y me los han prohibido. Nada de tabaco, nada de mujeres, nada de alcohol. -Cerró la caja y la contempló con nostalgia por un momento. Luego cruzó las manos y las apoyó en el escritorio-. Ahora no tiene usted título -añadió.

Entre los «hombres de honor» ser llamado «señor» cuando uno tenía un título equivalía a un insulto intencionado. A veces los investigadores federales lo utilizaban para denigrar a los sospechosos de la mafia, prescindiendo del trato más formal de «don» o «tío».

– Entiendo que no pretende insultarme, don Ferrera -contesté.

Asintió con la cabeza y se quedó en silencio.

Durante la época que fui inspector, había tratado alguna vez con los hombres de honor y siempre me dirigía a ellos con cautela y sin arrogancia ni presunción. El respeto debía pagarse con respeto y los silencios debían interpretarse como señales. Entre ellos, todo tenía un significado y en su forma de comunicarse aplicaban la misma economía y eficacia que en sus métodos de violencia.

Los hombres de honor hablaban sólo de lo que les atañía de forma directa, respondían sólo a preguntas específicas y preferían guardar silencio a mentir. Un hombre de honor estaba absolutamente obligado a decir la verdad y no quebrantaba estas normas más que cuando lo justificaba el comportamiento anómalo de los demás. Ello presuponía, para empezar, que se consideraba honorables a los chulos, a los asesinos y a los narcotraficantes, o que el código no era más que el extemporáneo ceremonial de otra época, conservado para conferir una pátina aristocrática a matones y criminales.