Aguardé a que rompiera el silencio.
Se levantó y, con andar lento y casi penoso, cruzó el despacho y se detuvo junto a un aparador sobre el que un plato irradiaba un brillo apagado.
– Al Capone comía en platos de oro, ¿lo sabía? -preguntó. Le contesté que no-. Sus hombres los llevaban en una funda de violín al restaurante y los ponían en la mesa para que Al Capone y sus invitados comieran en ellos. ¿Por qué cree que un hombre siente la necesidad de comer en un plato de oro?
Esperó una respuesta a la vez que intentaba ver mi reflejo en el plato.
– Cuando uno tiene mucho dinero, adquiere gustos raros, excéntricos -dije-. Al cabo de un tiempo, ni siquiera la comida le sabe bien a menos que se la sirvan en porcelana u oro. No es digno de alguien con tanto dinero e influencia comer en los mismos platos que la gente corriente.
– Se cae en la exageración, creo -afirmó, pero ya no parecía hablarme a mí y era su propio reflejo el que observaba en el plato-. En cierto modo está mal. Hay gustos que uno no debería permitirse porque son vulgares. Son indecentes. Van contra la naturaleza.
– Supongo, pues, que ése no es uno de los platos de Al Capone.
– No, me lo regaló mi hijo en mi último cumpleaños. Se lo conté y encargó el plato.
– Quizá no captó la esencia de la historia -dije.
El cansancio se dibujaba en su rostro. Era el rostro de un hombre que no dormía bien desde hacía tiempo.
– En cuanto a ese muchacho asesinado, ¿piensa que mi hijo ha tenido algo que ver?, ¿piensa que esto ha sido obra suya? -preguntó por fin, y volvió a situarse frente a mí, con la vista clavada en algo lejano. No seguí su mirada para averiguar en qué se fijaba.
– No lo sé. Pero, por lo visto, el FBI sí lo cree.
Esbozó una sonrisa vacía y cruel que por un instante me recordó la de Bobby Sciorra.
– Y su interés en esto es la chica, ¿no?
Me sorprendí, aunque no tenía por qué. Como mínimo para Bobby Sciorra, el pasado de Barton debía de ser sobradamente conocido, y con toda seguridad había circulado deprisa en cuanto se descubrió el cadáver. Pensé que mi visita a Pete Hayes quizá también hubiese contribuido. Ignoraba si el viejo sabría mucho o no, pero su siguiente pregunta lo dejó claro: no mucho.
– ¿Para quién trabaja?
– No puedo decirlo.
– Podemos averiguarlo. Al viejo del gimnasio le sacamos bastante información.
Así que había sido eso. Hice un leve gesto de indiferencia. De nuevo permaneció en silencio por un rato.
– ¿Cree que mi hijo ha matado a la chica?
– ¿La ha matado? -pregunté.
Don Ferrera volvió la cabeza hacia mí y aguzó sus ojos legañosos.
– Cuentan de un hombre que cree que su mujer le pone los cuernos. Acude a un amigo, un viejo amigo de confianza, y le dice: «Creo que mi mujer me engaña pero no sé con quién. La he observado pero no puedo averiguar la identidad del hombre. ¿Qué hago?».
«Resulta que su amigo es el hombre con quien lo engaña la esposa, pero éste, para despistarlo, dice que ha visto a la mujer con otro hombre, un individuo conocido por su comportamiento deshonroso con las esposas ajenas. Y entonces el cornudo dirige la atención hacia ese tipo y su mujer continúa engañándolo con su mejor amigo. -Terminó y me miró fijamente.
Todo ha de interpretarse, todo está en clave. Vivir mediante señales es comprender la necesidad de encontrar significado a información en apariencia intrascendente. El viejo se había pasado casi toda la vida buscando el significado de las cosas y esperaba que los demás obraran del mismo modo. Con su cínica anécdota expresaba la convicción de que su hijo no era el responsable de la muerte de Barton y de que quienquiera que fuese el responsable se beneficiaba del hecho de que el FBI y la policía se concentrasen en la presunta culpabilidad de Sonny. Tras aquellos ojos, don Ferrera sabía realmente qué ocurría. Sciorra era capaz de todo, incluso de perjudicar a su jefe en su propio provecho.
– Ha llegado a mis oídos que quizá Sonny tenga un repentino interés en mi estado de salud -dije.
El viejo sonrió.
– ¿Qué clase de interés en su salud, señor Parker?
– La clase de interés que podría provocar un súbito empeoramiento de mi salud.
– No sé nada de eso. Sonny es un hombre independiente.
– Es posible, pero si alguien me la juega, me encontraré con Sonny en el infierno.
– Pediré a Bobby que lo compruebe.
Eso no representó un gran alivio. Me levanté para marcharme.
– Un hombre inteligente buscaría a la chica -dijo el viejo, también de pie, dirigiéndose hacia una puerta del rincón, al otro lado del escritorio-. Viva o muerta, la chica es la clave.
Quizás estaba en lo cierto, pero debía de tener sus razones para señalarme en dirección a la chica. Y mientras Bobby Sciorra me acompañaba a la puerta de entrada, me pregunté si yo era el único que buscaba a Catherine Demeter.
Un taxi esperaba frente a la verja de la mansión de Ferrera para llevarme de regreso al East Village. Al final me dio tiempo de ducharme y preparar café en mi apartamento antes de que el FBI llamase a la puerta. Me había puesto un pantalón largo de deporte y una sudadera, así que tuve la sensación de ir vestido de un modo un tanto informal al lado de los agentes especiales Ross y Hernández. Como música de fondo, los Blue Nile tocaban A Walk Across de Rooftops, ante lo cual Hernández arrugó la nariz en un gesto de aversión. No vi necesidad de disculparme.
Era Ross quien más hablaba, mientras Hernández examinaba sin disimulo el contenido de la estantería, mirando las tapas de los libros y leyendo las polvorientas solapas. No me pidió permiso para hacerlo, y a mí no me gustó.
– En el estante de abajo hay algunos ilustrados -comenté-. Pero no tengo lápices de colores. Confío en que hayáis traído los vuestros.
Hernández me miró con expresión ceñuda. Contaba cerca de treinta años y probablemente aún daba crédito a todo lo que le habían enseñado en Quantico sobre la agencia. Me recordaba a los guías turísticos del Edificio Hoover, esos que llevan en rebaño de un lado a otro a las amas de casa de Minnesota mientras sueñan con abatir a tiros a narcotraficantes y terroristas internacionales. Probablemente Hernández aún se negaba a creer que Hoover se vestía de mujer.
Ross era harina de otro costal. Había pertenecido a la Brigada de Incautación de Alijos en Nueva York durante los años setenta y su nombre había sonado en relación con unos cuantos casos importantes posteriores a las leyes del proyecto RICO. Tenía la impresión de que probablemente era un buen agente pero un ser humano despreciable. Ya había decidido qué le diría: nada.
– ¿Qué has ido a hacer a casa de Ferrera esta noche? -preguntó después de declinar mi ofrecimiento de café como un mono que rechazara un fruto seco.
– Soy repartidor de periódicos y está en mi ruta.
Ross ni siquiera fingió una sonrisa. Hernández me miró con expresión aún más ceñuda. Si yo hubiera sido una persona nerviosa, quizá la tensión se me habría disparado.
– No seas gilipollas -replicó Ross-. Podría detenerte como sospechoso de estar implicado en el crimen organizado, dejarte encerrado durante un tiempo y luego soltarte, pero ¿de qué nos serviría eso a nosotros o a ti? Te lo preguntaré otra vez: ¿por qué has ido a casa de Ferrera esta noche?