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En la floristería, el anciano entorna los ojos perplejo. Con gesto afable, agita el dedo ante mí.

– Estoy seguro de haberlo visto en algún sitio.

– No creo.

– ¿Es usted de por aquí? ¿De Canaan, quizá? ¿De Monterey? ¿De Otis?

– No. De otra parte. -Con una mirada le doy a entender que ésa no es la clase de indagaciones que le conviene hacer, y advierto que se echa atrás. Estoy a punto de usar la tarjeta de crédito, pero cambio de idea. Cuento el dinero, lo saco de la cartera y lo dejo sobre el mostrador.

– De otra parte -repite, y asiente con la cabeza como si esas palabras tuvieran para él un significado íntimo y profundo-. Debe de ser una ciudad grande. Trato con mucha gente de fuera.

Pero ya estoy saliendo de la tienda. Al poner el coche en marcha, veo que me observa a través del escaparate. Detrás de mí, el agua gotea de los tallos de las rosas y encharca el suelo.

Informe policial suplementario (continuación)

Caso número: 96-12-1806

Susan Parker estaba sentada en la silla de pino de la cocina, de cara al norte, hacia la puerta de la cocina. La parte superior de la cabeza estaba a tres metros y dieciocho centímetros de la pared norte y a un metro y noventa centímetros de la pared este. Tenía los brazos echados hacia atrás, a la espalda, y…

atados a los barrotes del respaldo de la silla con un cordón fino. También tenía los pies atados a las patas de la silla, y la cara, oculta casi toda por el pelo, parecía tan ensangrentada que no quedaba la menor porción de piel visible. La cabeza le caía hacia atrás, de modo que la garganta se le abría como una segunda boca, inmovilizada en un mudo grito rojo. Nuestra hija yacía desmadejada sobre el regazo de Susan, con un brazo colgando entre las piernas de su madre.

Alrededor todo era rojo, como el escenario de una terrible tragedia de venganza donde la sangre se convierte en eco de la sangre. Cubría el techo y las paredes como si la propia casa hubiera recibido una herida mortal. Espesa y viscosa, se extendía por el suelo y parecía engullir mi reflejo en una oscuridad escarlata.

Susan Parker tenía la nariz rota. La herida pudo haberse producido como consecuencia de un impacto contra la pared o el suelo. Una mancha de sangre en la pared, cerca de la puerta de la cocina, contenía fragmentos de hueso, vello nasal y mucosidad…

Susan había intentado huir en busca de ayuda para las dos, pero no llegó más allá de la puerta. Allí el asesino la alcanzó, la agarró por el pelo y la estampó contra la pared antes de llevarla a rastras, sangrando y dolorida, de regreso a la silla y a su muerte.

Jennifer Parker estaba tendida boca arriba, de través sobre los muslos de su madre, junto a la cual había una segunda silla de pino. El cordón que rodeaba el respaldo de la silla coincidía con las marcas en las muñecas y tobillos de Jennifer Parker.

Jenny no estaba tan ensangrentada, pero tenía el camisón manchado por la efusión del profundo corte en la garganta. Miraba hacia la puerta, el pelo le caía hacia delante y le ocultaba la cara, con algunos mechones adheridos a la sangre del pecho, y los dedos de sus pies descalzos casi rozaban el suelo embaldosado. Sólo pude posar la vista en ella durante un momento, porque Susan, muerta, atrajo mi mirada como había hecho en vida, incluso cuando nuestra relación estaba a punto de naufragar.

Y mientras la miraba noté que, apoyado contra la pared, me deslizaba hacia el suelo y un gemido, medio animal, medio infantil, surgía de lo más hondo de mí. Contemplé a la hermosa mujer que había sido mi esposa, y las cuencas vacías y ensangrentadas de sus ojos parecieron atraerme y envolverme en la oscuridad.

Los ojos de las dos víctimas habían sido mutilados, probablemente con una hoja afilada como la de un bisturí. El pecho de Susan Parker presentaba desollamiento parcial. Desde la clavícula hasta el ombligo, la piel había sido arrancada parcialmente, retirada por encima del pecho derecho y extendida sobre el brazo derecho.

La luz de la luna entraba por la ventana detrás de ellas, proyectando un frío resplandor sobre las relucientes encimeras, los azulejos de las paredes, los grifos de acero del fregadero. Iluminaba el pelo de Susan, bañaba en plata sus hombros desnudos, se reflejaba en la fina membrana de piel arrancada y extendida sobre el brazo como una capa, una capa demasiado delicada para proteger del frío.

Se advertían considerables mutilaciones…

Y luego les había desfigurado la cara.

Oscurece deprisa y los faros alumbran las ramas desnudas de los árboles, las franjas de césped cortado, los buzones blancos y limpios, la bicicleta de un niño tirada frente a un garaje. El viento sopla con más fuerza, y cuando dejo atrás el cobijo de los árboles, noto sus embestidas contra el coche. Me dirijo a Becket, Washington, las colinas de Berkshire. Ya casi he llegado.

No había indicios de allanamiento. Se hizo un bosquejo de la situación en la cocina y se anotaron las medidas detalladas. A continuación se procedió al levantamiento de los cadáveres.