– Llevo a cabo una investigación. Es posible que Ferrera tenga algo que ver.
– ¿Qué investigas?
– Eso es confidencial.
– ¿Quién te ha contratado?
– Confidencial. -Estuve tentado de repetirlo entonando como un sonsonete, pero dudé de que Ross estuviera de humor. Quizá tenía razón, quizá yo era un gilipollas; pero no me hallaba más cerca de encontrar a Catherine Demeter que veinticuatro horas antes, y la muerte de su amigo había abierto todo un abanico de posibilidades, sin que una sola de ellas fuera especialmente atractiva. Si Ross pretendía atrapar a Sonny Ferrera o a su padre, era su problema. Yo ya tenía problemas de sobra.
– ¿Qué le has dicho a Ferrera sobre la muerte de Barton?
– Nada que no supiera ya, teniendo en cuenta que Hansen llegó al lugar del crimen antes que vosotros -contesté. Hansen era un reportero del Post, un buen reportero. Había moscas que envidiaban la capacidad de Hansen para olfatear un cadáver, pero si alguien tuvo tiempo de pasar el soplo a Hansen, casi con toda seguridad ese alguien había informado a Ferrera aún antes. Walter estaba en lo cierto: en algunas secciones del Departamento de Policía había más filtraciones que en una casa con goteras.
– Oye -dije-, sé lo mismo que vosotros. No creo que Sonny esté involucrado, tampoco el viejo. En cuanto a otros…
Ross alzó la vista con un gesto de frustración. Un momento después me preguntó si conocía a Bobby Sciorra. Le dije que había tenido el placer. Ross se quitó una microscópica mota de la corbata, que parecía una de esas que encuentras en las rebajas de Filene's Basement cuando ya se han llevado todo lo que merecía la pena.
– Según he oído, Sciorra ha estado diciendo por ahí que va a darte una lección. Opina que eres un entrometido de mierda. Probablemente tenga razón.
– Espero que hagáis cuanto esté en vuestras manos para protegerme.
Ross sonrió, una mínima contracción de los labios que reveló unos colmillos pequeños y puntiagudos. Pareció la reacción de una rata al golpearle la cara con un palo.
– Quédate tranquilo, haremos cuanto esté en nuestras manos para encontrar al culpable en cuanto te pase algo.
Hernández sonrió también cuando se encaminaron hacia la puerta. Tal para cual.
Le devolví la sonrisa.
– Ya sabéis dónde está la salida. Y por cierto, Hernández… -Se detuvo y se volvió-. Voy a contar los libros.
Ross hacía bien concentrando sus energías en Sonny. Quizá fuera, en rigor, un personaje de segunda fila en muchos sentidos -unas cuantas salas de espectáculos porno cerca del puerto, un club en Mott con un letrero escrito a mano y pegado con cinta adhesiva sobre el teléfono que recordaba a los miembros que éste estaba pinchado, diversos trapicheos con la droga, préstamos con usura y proxenetismo difícilmente iban a convertirlo en un enemigo público número uno-, pero Sonny era el eslabón débil en la cadena de Ferrera. Si se rompía, quizá los llevara hasta Sciorra y el propio viejo.
Observé a los dos agentes del FBI desde la ventana mientras subían al coche. Ross se detuvo junto a la puerta del copiloto y miró hacia la ventana un instante. El cristal no se hizo añicos bajo la presión. Yo tampoco, pero tuve la sensación de que el agente Ross no se había esforzado realmente, no todavía.
14
A la mañana siguiente, pasaban ya de las diez cuando llegué a casa de los Barton. Un lacayo no identificado abrió la puerta y me acompañó al mismo despacho en el que había conocido a Isobel Barton el día anterior, con el mismo escritorio y la misma señorita Christie, quien, aparentemente, llevaba el mismo traje gris y tenía la misma expresión antipática en la cara.
No me ofreció asiento, así que permanecí de pie con las manos en los bolsillos para que los dedos no se me entumeciesen en aquel ambiente frío. Se concentró en unos papeles que tenía sobre el escritorio sin dirigirme siquiera la mirada de nuevo. Me acerqué a la chimenea y admiré un perro de porcelana colocado en el extremo de la repisa. Probablemente formaba parte de lo que en otro tiempo había sido una pareja, ya que había un espacio vacío en el lado opuesto. Parecía solo y sin un amigo.
– Pensaba que estas piezas venían por parejas.
La señorita Christie alzó la vista y arrugó el rostro con una mueca de enfado como una imagen de un periódico antiguo.
– El perro -repetí-. Pensaba que estos perros de porcelana se venden por parejas a juego.
El perro no me interesaba especialmente, pero ya me había cansado de que la señorita Christie hiciera como si yo no estuviese, e irritarla me proporcionó cierto placer.
– Formaba parte de una pareja -respondió al cabo de un momento-. El otro se… rompió hace tiempo.
– Debió de ser una pena -comenté, intentando aparentar que lo decía en serio pero sin conseguirlo.
– Lo fue. Tenía un valor sentimental.
– ¿Para usted o para la señora Barton?
– Para las dos.
La señorita Christie cayó en la cuenta de que la había obligado a reconocer mi presencia pese a sus esfuerzos, así que tapó el bolígrafo cuidadosamente, cruzó las manos y adoptó una actitud formal.
– ¿Cómo está la señora Barton? -pregunté.
Algo que acaso podría identificarse como preocupación asomó por un instante al rostro de la señorita Christie y desapareció, igual que una gaviota al perderse de vista tras el borde de un acantilado.
– Está bajo el efecto de los sedantes desde anoche. Como puede imaginar, la noticia la afectó mucho.
– No pensaba que ella y su hijastro estuviesen tan unidos.
La señorita Christie me lanzó una mirada de desprecio. Quizá la mereciera.
– La señora Barton quería a Stephen como si fuera su propio hijo. No olvide que es usted un simple empleado, señor Parker. No tiene derecho a poner en tela de juicio la reputación de los vivos o de los muertos. -Movió la cabeza con un gesto de reproche ante mi falta de sensibilidad-. ¿A qué ha venido? Tenemos muchas cosas que hacer antes… -Se interrumpió y pareció ensimismarse por un momento-. Antes del funeral de Stephen -concluyó, y advertí que posiblemente su manifiesto pesar por los acontecimientos de la noche anterior no era simple preocupación por su jefa. Para ser un individuo con los elevados principios morales de un pez martillo, Stephen Barton tenía, desde luego, toda una corte de admiradoras.
– Debo ir a Virginia -dije-. Puede que el anticipo que recibí no sea suficiente. Quería que la señora Barton lo supiera antes de marcharme.
– ¿Tiene eso algo que ver con el asesinato?
– No lo sé. -La frase empezaba a convertirse en un estribillo-. Puede que haya relación entre la desaparición de Catherine Demeter y la muerte del señor Barton, pero no lo sabremos hasta que la policía averigüe algo o aparezca la chica.
– Bueno, yo no puedo autorizar esa clase de gastos en este momento -comenzó a explicar la señorita Christie-. Deberá esperar hasta después de…
La interrumpí. Sinceramente, empezaba a cansarme de la señorita Christie. Estaba acostumbrado a caer mal a la gente, pero la mayoría, como mínimo, tenía la decencia de conocerme antes, aunque fuera un poco.
– No le pido que lo autorice, y en cuanto vea a la señora Barton, no creo que siga siendo asunto suyo. Pero, como elemental norma de cortesía, he venido a expresar mis condolencias e informarle de mis avances.
– ¿Y cuáles son sus avances? -preguntó ella entre dientes. Se había puesto de pie y tenía los nudillos blancos, apoyados en el escritorio. En sus ojos asomó algo malévolo y ponzoñoso que enseñó los colmillos.
– Es posible que la chica se haya ido de la ciudad. Creo que ha vuelto a su casa, o lo que antes era su casa, pero no sé por qué. Si está allí, la encontraré, me aseguraré de que sigue bien y me pondré en contacto con la señora Barton.