Cuatro de nosotros habíamos elegido Rehoboth para pasar un fin de semana y celebrar el ascenso a teniente de Tommy Morrison, pese a que el pueblo tenía fama de centro de reunión gay. Acabamos alojándonos en el Lord Baltimore, con sus habitaciones cómodas y anticuadas que evocan otra época, a menos de una manzana del bar Blue Moon, donde una multitud de hombres bronceados y vestidos con ropa cara se divertían ruidosamente hasta bien entrada la noche.
Yo era compañero de Walter Cole desde hacía poco tiempo. Sospechaba que él había movido los resortes necesarios para que me designaran a su lado, aunque nunca hablamos del tema. Con el consentimiento de Lee, viajó conmigo a Delaware, junto con Tommy Morrison y un amigo mío de la academia llamado Joseph Bonfiglioli, que resultó muerto de un tiro un año más tarde cuando perseguía a un tipo que había robado ochenta dólares en una licorería. Cada noche a las nueve, sin falta, Walter llamaba a Lee para saber cómo estaban ella y los niños. Era un hombre muy consciente de la vulnerabilidad de un padre.
Por aquel entonces, Walter y yo nos conocíamos desde hacía tiempo: unos cuatro años, creo. Lo vi por primera vez en uno de los bares frecuentados por policías. Yo era joven, acababa de dejar el uniforme y aún admiraba mi imagen en el espejo con la placa nueva. De mí se esperaban grandes cosas. Muchos creían que mi nombre terminaría saliendo en los periódicos. Y así fue, pero no por los motivos que ellos habían imaginado.
Walter era un hombre robusto que vestía trajes ligeramente gastados y a quien se le notaba la sombra oscura de la barba en las mejillas y el mentón incluso una hora después de haberse afeitado. Tenía fama de investigador tenaz y preocupado, con ocasionales destellos de lucidez que podían dar la vuelta a una investigación cuando el trabajo preliminar no había ofrecido resultados y no llegaba la necesaria cuota de suerte de la que depende casi toda investigación.
Walter Cole era también un lector voraz, un hombre que devoraba todo aquello que pudiera ampliar sus conocimientos del mismo modo que ciertas tribus devoran los corazones de sus enemigos con la esperanza de ser así más valerosos. Compartíamos el interés por Runyon y Wodehouse, por Tobías Wolff, Raymond Carver, Donald Barthelme, la poesía de e.e. cummings y, curiosamente, por el conde de Rochester, el dandi de la Restauración atormentado por sus fracasos: su pasión por el alcohol y las mujeres y su incapacidad para ser el marido que, a su juicio, merecía su esposa.
Recuerdo a Walter andando por el paseo entarimado de Rehoboth con una piruleta en la mano, una camisa chillona por encima de los pantalones cortos de color caqui, las sandalias chacoloteando ligeramente sobre la madera salpicada de arena, y un sombrero de paja para protegerse la cabeza ya medio calva. Pese a que bromeaba con nosotros, leyendo las cartas de los restaurantes y perdiendo dinero en las máquinas tragaperras, robándole patatas fritas a Tommy Morrison de la enorme bolsa de papel y chapoteando entre las frías olas del Atlántico, yo sabía que echaba de menos a Lee.
Y sabía también que vivir una vida como la de Walter Cole -una vida casi prosaica basada en los placeres que obtenía de breves momentos de felicidad y de la belleza de lo familiar, pero poco común por el valor que le atribuía a eso- era algo digno de envidia.
Conocí a Susan Lewis, tal como se llamaba entonces, en Lingo's Market, una tienda de alimentación a la antigua donde vendían hortalizas y cereales junto con quesos caros y donde anunciaban a bombo y platillo su propia panadería. Aún era un negocio familiar: la hermana, el hermano y la madre, una mujer menuda de pelo canoso con la energía de un terrier.
La primera mañana que pasamos en el pueblo salí a comprar café y el periódico en Lingo's, con la boca seca y las piernas todavía vacilantes por los excesos de la noche anterior. Ella estaba junto al mostrador pidiendo café en grano y pacanas, con el pelo más o menos recogido en una cola. Llevaba un vestido veraniego amarillo, tenía los ojos de un azul oscuro e intenso, y era preciosa.
Yo, por mi parte, no estaba en mi mejor momento, pero me sonrió cuando me coloqué junto a ella ante el mostrador rezumando alcohol por los poros. Y luego se fue dejando tras de sí una estela de perfume caro.
Aquel día la vi una segunda vez en el gimnasio de la Asociación de Juventudes Católicas cuando salía de la piscina y entraba en los vestuarios mientras yo intentaba sudar el alcohol en un aparato de remo. Después, durante uno o dos días, tuve la sensación de verla fugazmente por todas partes: en la librería, mirando las cubiertas de los thrillers de abogados; pasando frente a la lavandería con una bolsa de buñuelos; echando un vistazo a través de la cristalera del bar Irish Eyes desde la acera en compañía de una amiga, y, por último, me tropecé con ella una noche en el paseo, de espaldas al ruido de los salones recreativos y con el romper de las olas enfrente.
Estaba sola, absorta en la contemplación del oleaje, que tenía un resplandor blanco en la oscuridad. Poca gente paseaba por la playa para entorpecer la vista, y, en la periferia, lejos de los salones recreativos y los puestos de comida rápida, todo estaba asombrosamente vacío.
Me miró cuando me acerqué a ella. Sonrió.
– ¿Ya te encuentras mejor?
– Un poco. Me pillaste en un mal momento.
– Olí tu mal momento -dijo ella, arrugando la nariz.
– Lo siento. Si hubiera sabido que estarías allí, me habría vestido de etiqueta. -Y no lo decía en broma.
– No pasa nada. Yo también he tenido momentos como ése.
Y así empezó todo. Ella vivía en Nueva Jersey, iba a diario a Manhattan en tren para trabajar en una editorial, y un fin de semana de cada dos visitaba a sus padres en Massachusetts. Nos casamos al cabo de un año y tuvimos a Jennifer un año después. Disfrutamos quizá de tres años buenos juntos antes de que la relación empezara a deteriorarse. La culpa fue mía, creo. Cuando mis padres se casaron, los dos sabían cómo podía afectar a un matrimonio la vida de policía, él porque vivía esa vida y veía sus efectos reflejados en las vidas de quienes lo rodeaban, ella porque su padre había sido ayudante de sheriff en Maine y había dimitido del cargo antes de que le costara demasiado caro. Susan no había pasado por esa experiencia.
Era la menor de cuatro hermanos, sus padres aún vivían y todos la adoraban. Cuajado murió, me retiraron la palabra. Ni siquiera me hablaron ante la tumba. Al desaparecer Susan y Jennifer, fue como si me hubieran apartado de la corriente de la vida y dejado a la deriva en aguas quietas y oscuras.
16
La muerte de Susan y Jennifer atrajo mucha atención, pero por poco tiempo. Los detalles más íntimos del asesinato -el desollamiento, la extracción de los ojos y la piel de la cara- no se hicieron públicos; aun así empezaron a salir tipos raros de vaya usted a saber dónde. Durante un tiempo, los entusiastas de las crónicas negras llegaban en coche hasta la casa y se filmaban unos a otros con sus videocámaras en el jardín. Un agente de policía del barrio sorprendió incluso a una pareja intentando forzar la puerta trasera para entrar y posar en las sillas donde Susan y Jennifer habían muerto. Durante los días posteriores al crimen, llamaba habitualmente por teléfono gente que afirmaba estar casada con el asesino o que tenía la seguridad de haberlo conocido en una vida pasada, o incluso, en una o dos ocasiones, sólo para decir que se alegraban de que mi esposa y mi hija estuvieran muertas. Al final abandoné la casa y permanecí en contacto por teléfono y fax con el abogado en cuyas manos había dejado la venta.
Topé con la comuna en el sur de Maine un día que volvía a Manhattan desde Chicago tras seguir una vez más una pista falsa, un presunto asesino de niños llamado Myron Able, que ya estaba muerto cuando llegué, asesinado en el aparcamiento de un bar después de meterse con unos matones. Quizá también buscaba un poco de paz en algún lugar conocido, pero nunca llegué a la casa de Scarborough, la casa que mi abuelo me había dejado en su testamento.