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Por entonces yo estaba muy mal. Cuando la chica me encontró vomitando y llorando ante la puerta cerrada de una tienda de electrónica y me ofreció una cama para pasar la noche, sólo pude asentir. Cuando sus compañeros, unos hombres enormes con las botas embarradas y camisas con olor a sudor y pinaza, me llevaron a rastras a su furgoneta y me echaron en la parte de atrás, en cierto modo albergaba la esperanza de que me mataran. Casi lo hicieron. Cuando dejé la comuna, cerca del lago Sebago, seis semanas más tarde, había perdido más de diez kilos y los músculos del abdomen me sobresalían como las placas dorsales de un caimán. De día trabajaba en la pequeña granja y asistía a sesiones en grupo donde otros como yo intentaban purgarse de sus demonios. Aún ansiaba el alcohol, pero reprimí el deseo como me habían enseñado. Rezábamos por las noches y todos los domingos un pastor pronunciaba un sermón sobre la abstinencia. La tolerancia, la necesidad de que todo hombre y toda mujer hallaran la paz dentro de sí. La comuna se autofinanciaba mediante los productos del campo que vendía, algunos muebles que realizaba, y los donativos de aquellos que habían sacado provecho de sus servicios, algunos hombres y mujeres acaudalados en la actualidad.

Pero yo seguía enfermo, consumido por el deseo de vengarme de quienes me rodeaban. Me sentía atrapado en un limbo: la investigación se encontraba en punto muerto y no avanzaría hasta que se cometiera un crimen similar y pudiera establecerse una pauta de comportamiento.

Alguien me había arrebatado a mi esposa y a mi hija y había quedado impune. En mi interior, el dolor, la rabia y la culpabilidad crecían y se agitaban como una marea roja a punto de desbordarse. Sentía como un dolor físico que me desgarraba la cabeza y me roía el estómago. Me llevó de nuevo a la ciudad, donde torturé y maté a Johnny Friday, un chulo, en los lavabos de una estación de autobuses donde esperaba aprovecharse de los niños sin hogar que llegaban a Nueva York.

Ahora pienso que siempre había tenido intención de matarlo, pero que había mantenido oculto el plan en algún rincón de mi mente. Lo tapé con interesadas justificaciones y excusas, iguales a las que había utilizado durante tanto tiempo cada vez que veía servir un vaso de whisky u oía el estampido gaseoso del tapón de una botella. Paralizado por mi propia incapacidad y la incapacidad de los demás para encontrar al asesino de Susan y Jennifer, vi una oportunidad de arremeter y la aproveché. Desde el instante en que tomé la pistola y los guantes y salí a la estación de autobuses, Johnny Friday era hombre muerto.

Friday era un negro alto y delgado. Con sus trajes oscuros de marca de tres botones y sus camisas sin cuello totalmente abrochadas, parecía un predicador. Repartía pequeñas Biblias y panfletos religiosos entre los recién llegados y les ofrecía caldo en un termo, y cuando los barbitúricos que contenía empezaban a hacer efecto, los llevaba a la parte trasera de una furgoneta que esperaba frente a la estación. Luego desaparecían, como si nunca hubieran llegado, hasta que volvía a vérselos en las calles como drogadictos maltrechos, prostituyéndose por el chute que Johnny les suministraba a precios desmedidos mientras practicaban los juegos que lo enriquecían a él.

El suyo era un negocio descarnado, e incluso en un medio que no se caracterizaba por su humanidad, Johnny Friday era irredimible. Proporcionaba niños a pederastas entregándolos en la puerta de selectos pisos francos, donde los violaban y sodomizaban antes de devolverlos a su propietario. Si los clientes eran lo bastante ricos y depravados, Johnny les permitía acceso al «sótano», en un almacén abandonado de la zona de producción textil. Allí, por un pago en efectivo de diez mil dólares, podían elegir a alguno de los miembros del establo de Johnny, chico o chica, niño o adolescente, al que podían torturar, violar y, si lo deseaban, matar, y Johnny se encargaba del cadáver. En ciertos círculos era conocido por su discreción.

Descubrí la existencia de Johnny Friday buscando al asesino de mi esposa y de mi hija. Por mediación de un antiguo soplón, averigüé que Johnny traficaba a veces con fotos y vídeos de tortura sexual, que era uno de los principales proveedores de esta clase de material, y que cualquiera cuyos gustos fueran en esa dirección entraría en contacto, en algún punto, con Johnny Friday o con alguno de sus representantes.

Así pues, estuve observándolo durante cinco horas desde la cafetería Au Bon Pain de la estación y, cuando fue a los servicios, lo seguí. Éstos se dividían en secciones, la primera con espejos y lavabos, la segunda formada por una hilera de urinarios a lo largo de la pared del fondo, y dos filas de retretes una frente a otra, separadas por un pasillo central. Junto a los lavabos, sentado en un pequeño cubículo de cristal, había un anciano, con un uniforme manchado, totalmente absorto en una revista cuando entré tras Johnny Friday. Había dos hombres lavándose las manos, dos en los urinarios y tres en los retretes, dos en la fila de la izquierda y uno en la de la derecha. Se oía música ambiental, una melodía irreconocible.

Contoneándose, Johnny Friday fue al urinario, del extremo derecho. Yo me coloqué a dos urinarios de él y esperé a que los otros hombres acabaran. En cuanto se fueron, me situé detrás de Johnny Friday, le tapé la boca con la mano y apoyé el cañón de la Smith & Wesson bajo su barbilla. A continuación lo obligué a entrar en el último retrete, el más alejado del otro retrete ocupado de esa fila.

– Eh, no, tío, no -susurró con los ojos abiertos como platos.

Le asesté un rodillazo en la entrepierna y cayó pesadamente de rodillas mientras yo echaba el pestillo a la puerta. Hizo un débil intento de levantarse y le golpeé con fuerza en la cara. Volví a acercar el arma a su cabeza.

– No digas una sola palabra. Date la vuelta.

– Por favor, tío, no.

– Cállate. Date la vuelta.

De rodillas, se volvió poco a poco. Le bajé la chaqueta hasta los brazos y luego lo esposé. Del otro bolsillo saqué un trapo y un rollo de cinta adhesiva. Le metí el trapo en la boca y di dos o tres vueltas con la cinta adhesiva alrededor de su cabeza. Después lo levanté y lo obligué a agacharse sobre el inodoro. Me dio una patada en la espinilla con el pie derecho e intentó erguirse, pero había perdido el equilibrio y lo golpeé otra vez. En esta ocasión permaneció agachado. Sin dejar de encañonarle escuché un momento por si venía alguien a causa del ruido. Sólo se oyó la cadena de un inodoro. Nadie vino.

Le dije a Johnny Friday lo que quería. Entornó los ojos al darse cuenta de quién era yo. El sudor brotó de su frente e intentó quitárselo de los ojos parpadeando. Le sangraba un poco la nariz y un hilillo rojo salía de debajo de la cinta adhesiva y resbalaba hasta el mentón. Las aletas de la nariz se le abrían por el esfuerzo que le costaba respirar.

– Quiero nombres, Johnny. Nombres de clientes. Vas a dármelos.

Lanzó un resoplido de desdén y la sangre borboteó en su nariz. Ahora me miraba con frialdad. Parecía una serpiente larga y negra: con su pelo engominado y peinado con raya y sus ojos de reptil. Cuando le rompí la nariz, los abrió de par en par en una expresión de sorpresa y dolor.

Volví a golpearle, una vez, dos, violentos puñetazos en el estómago y la cabeza. A continuación le arranqué la cinta de un tirón y le saqué el trapo ensangrentado de la boca.

– Dame nombres.

Escupió un diente.

– Jódete -dijo-. Jodeos tú y tus dos putas muertas.

Aún no tengo claro lo que ocurrió entonces. Recuerdo que le golpeé una y otra vez, notando que sus huesos crujían y sus costillas se rompían y viendo cómo se oscurecían mis guantes con su sangre. Una nube negra enturbiaba mi mente y vetas rojas la traspasaban como extraños relámpagos.

Cuando paré, las facciones de Johnny Friday parecían haberse desdibujado. Le sujeté la mandíbula entre las manos mientras la sangre brotaba a borbotones de sus labios.