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A Bell lo localizaron porque se dedicó a hacer una serie de llamadas telefónicas a la familia de la víctima de diecisiete años, en las que conversaba sobre todo con la hermana mayor. También les envió por correo la última voluntad y el testamento de la chica. En las llamadas indujo a la familia a creer que la víctima seguía con vida, hasta que finalmente se halló el cuerpo una semana más tarde. Después del secuestro de la chica de menor edad, se puso en contacto con la hermana de la primera víctima y le describió el secuestro y el asesinato de la niña. Le dijo que ella sería la siguiente.

Se encontró a Bell gracias a unas marcas que habían quedado grabadas en el papel donde la víctima había escrito su carta, un número de teléfono semiborrado que llevó a una dirección a través de un proceso de eliminación. Larry Gene Bell era un hombre blanco de treinta y seis años, divorciado y por entonces instalado en casa de sus padres. Declaró a los agentes de la Unidad de Apoyo a la Investigación del FBI que «lo había hecho el Larry Gene Bell malo».

Sabía de docenas de casos similares en los que el contacto del asesino con la familia de la víctima conducía a su detención, pero también había visto las secuelas de esa clase de tortura psicológica. La familia de la primera víctima de Bell tuvo suerte porque sólo hubo de padecer los desvaríos de Bell durante dos semanas.

Además de la rabia y el dolor que yo había sentido la noche anterior, otro sentimiento me llevaba a temer futuros contactos con el Viajante, al menos por el momento.

Había sentido alivio.

Durante más de siete meses no había pasado nada. La investigación policial había llegado a un punto muerto, mis propios esfuerzos no me habían acercado más al asesino de mi mujer y de mi hija, y temía que hubiera desaparecido.

Ahora había vuelto. Había tendido su mano hacia mí y, con ello, había abierto la posibilidad de dar con él. Volvería a matar, y en el asesinato se pondrían de manifiesto unas pautas que nos aproximarían a él. Todas estas reflexiones se me pasaron por la cabeza en la oscuridad de la noche, pero, con la primera luz del alba, tomé conciencia de las consecuencias de lo que sentía.

El Viajante intentaba arrastrarme a un ciclo de dependencia. Me había arrojado una migaja en forma de llamada telefónica y los restos de mi hija, y al hacerlo me había inducido a desear, aunque fuera brevemente, las muertes de otras personas con la esperanza de que esas muertes me acercaran a él. Al darme cuenta de eso, decidí no establecer una relación así con ese hombre. Era una decisión difícil, pero sabía que, si se proponía volver a ponerse en contacto conmigo, me encontraría. Entretanto, dejaría Nueva York y seguiría buscando a Catherine Demeter.

Pero muy en el fondo, quizá sólo parcialmente reconocida por mí y sospechada por Rachel Wolfe, existía otra razón para continuar con la búsqueda de Catherine Demeter.

No creía en los remordimientos que no pudieran repararse. Había sido incapaz de proteger a mi mujer y a mi hija, y a causa de ello habían muerto. Quizá me engañaba, pero creía que si Catherine Demeter moría porque yo dejaba de buscarla, habría fracasado por segunda vez, y no estaba seguro de poder vivir con ese cargo de conciencia. En ella, quizás erróneamente, veía una oportunidad de expiación.

Intenté explicarle esto a Walter -la necesidad de evitar una relación de dependencia con aquel hombre, la necesidad de continuar con la búsqueda de Catherine Demeter, por ella y por mí mismo-, pero sólo en parte. Nos despedimos con una sensación de inquietud y de malhumor.

El cansancio se había apoderado gradualmente de mí a lo largo de la mañana y dormí con sueño agitado durante una hora antes de partir hacia Virginia. Al despertar, estaba bañado en sudor y casi deliraba, perturbado por pesadillas de interminables conversaciones con un asesino sin rostro y de imágenes de mi hija previas a la muerte.

Justo antes de despertar, soñé con Catherine Demeter rodeada de oscuridad, llamas y huesos de niños muertos. Y supe que una horrible negrura había caído sobre ella y que debía intentar salvarla, para salvarnos a los dos, de la oscuridad.

Segunda parte

Eadem mutata resurgo.

(Aunque cambiado, renaceré)

Epitafio de Jakob Bernoulli,

pionero suizo de la dinámica de fluidos

y el análisis matemático de espirales

18

Esa tarde viajé en coche a Virginia. Era una distancia larga pero me dije que necesitaba tiempo para darle rodaje al motor, para que se soltara después de tanto tiempo fuera de la carretera. Al volante, intenté analizar lo ocurrido durante los últimos dos días, pero mi mente volvía una y otra vez a los restos de la cara de mi hija en el tarro de formol.

Advertí la presencia del otro coche pasada una hora, un Nissan rojo de tracción en las cuatro ruedas con dos ocupantes. Se mantenían cuatro o cinco vehículos por detrás, pero cuando yo aceleraba también lo hacían ellos. Cuando me rezagaba, procuraban tenerme a la vista durante todo el tiempo posible y luego empezaban a reducir la marcha también. Llevaba las matrículas intencionadamente sucias de barro. Conducía una mujer, con el pelo recogido y los ojos ocultos tras unas gafas de sol. En el asiento contiguo viajaba un hombre de cabello oscuro. Los dos tenían treinta y tantos años, pero no los reconocí.

Si eran federales, cosa poco probable, eran muy torpes. Si se trataba de los asesinos a sueldo de Sonny, se correspondía con su tendencia a contratar el peor servicio. Sólo un payaso utilizaría un 4x4 para seguir a un coche o para intentar sacar de la carretera a otro vehículo. Un 4x4 tiene un centro de gravedad alto y vuelca con más facilidad que un borracho en una pendiente. Quizás era simple paranoia por mi parte, pero lo dudaba.

No intentaron nada y los perdí en las carreteras secundarias entre Warrenton y Culpeper de camino hacia la cordillera del Blue Ridge. Si volvían a aparecer detrás de mí, me daría cuenta: eran tan visibles como una mancha de sangre en la nieve.

Mientras conducía, el sol se filtraba entre los árboles haciendo brillar los capullos en forma de telaraña de las orugas. Sabía que, bajo las hebras, los cuerpos blancos de las larvas se retorcían como víctimas del síndrome de Tourette mientras reducían las hojas a materia muerta de color pardusco. Hacía un tiempo maravilloso y los nombres de los pueblos que bordeaban Shenandoah tenían una sonoridad poética: Wolftown, Quinque, Lydia, Roseland, Sweet Briar, Lovingston, Brightwood. A esa lista podía añadirse el pueblo de Haven, pero sólo si uno decidía no estropear el efecto visitándolo.

Caía una lluvia torrencial cuando llegué a Haven. El pueblo estaba enclavado en un valle al sureste de la cordillera de Blue Ridge, casi en el vértice del triángulo que formaba con Washington y Richmond. En el límite, un letrero rezaba bienvenidos al valle, pero Haven tenía poco de acogedor. Era un pueblo pequeño sobre el que parecía haberse instalado una nube de polvo que ni siquiera la intensa lluvia había podido disipar. Frente a las casas había aparcadas furgonetas herrumbrosas, y aparte de un único local de comida rápida y un pequeño supermercado anexo a una gasolinera, sólo atraían al viajero de paso el débil neón del bar del Welcome Inn y las luces del restaurante de enfrente. Era la clase de sitio donde, una vez al año, los miembros de la Asociación de Veteranos de Guerra se reunían, alquilaban un autobús y se iban a otra parte a rememorar a sus muertos. Tomé una habitación en el motel Haven View, a las afueras del pueblo. Era el único huésped, y un olor a pintura flotaba por los pasillos de lo que en otro tiempo debió de ser una casa de considerable tamaño, transformada ahora en un hotel de tres plantas funcional y vulgar.