– Estamos redecorando el segundo piso -explicó el conserje, que, según me dijo, se llamaba Rudy Fry-. Tengo que darle una habitación arriba, en el último piso. En principio no debería aceptar huéspedes, pero…
Con una sonrisa, me dio a entender que me hacía un gran favor dejándome quedar. Rudy Fry era un cuarentón de baja estatura y exceso de peso. Tenía en las axilas manchas amarillas de sudor seco desde hacía tiempo y olía vagamente a alcohol para friegas.
Eché un vistazo alrededor. El motel Haven View no parecía la clase de establecimiento que invitase a quedarse ni en su mejor momento.
– Sé lo que está pensando -dijo el conserje, y sonrió revelando una reluciente dentadura postiza-. Está pensando: «¿Por qué tirar el dinero decorando un motel en el culo del mundo?». -Me guiñó un ojo y se inclinó por encima del mostrador de recepción con un gesto de complicidad-. Pues se lo diré, caballero. Esto no será el culo del mundo durante mucho más tiempo. Van a venir los japoneses y, cuando vengan, esto se convertirá en una mina de oro. ¿Dónde van a alojarse, si no, por estos alrededores? -Movió la cabeza y se echó a reír-. Joder, vamos a limpiarnos el culo con billetes de dólar. -Me entregó una llave unida mediante una cadena a un pesado bloque de madera-. Habitación veintitrés. Suba por la escalera; el ascensor está averiado.
En la habitación había polvo pero estaba limpia. Una puerta comunicaba con la habitación contigua. Tardé menos de cinco segundos en forzar la cerradura con mi navaja; luego me duché, me cambié y volví al pueblo en coche.
La recesión de los años setenta había causado estragos en Haven y puesto fin a la poca industria existente. El pueblo podría haberse recuperado, podría haber encontrado otro medio para prosperar si su historia hubiese sido distinta, pero los asesinatos la habían empañado y el pueblo había entrado en decadencia. Y por eso, aun después de haber descargado el cielo sobre las tiendas y las calles, sobre la gente y las casas, sobre los árboles, las furgonetas, los coches y el asfalto, nada parecía limpio en Haven. Era como si la propia lluvia se hubiera ensuciado nada más entrar en contacto con el pueblo.
Pasé por la oficina del sheriff, pero ni éste ni Alvin Martin estaban allí. En su lugar, había tras la mesa un ayudante llamado Wallace, que me miró con expresión ceñuda mientras se llevaba a la boca un puñado de Doritos. Decidí esperar a la mañana siguiente con la esperanza de encontrar a alguien más complaciente.
El restaurante ya cerraba cuando crucé el pueblo, con lo que las únicas opciones eran el bar y la hamburguesería. Por dentro, el bar estaba mal iluminado, como si el letrero de neón rosa de fuera consumiese demasiada energía, the welcome inn, decían las rutilantes letras, pero el interior parecía desmentir la supuesta bienvenida.
Por un altavoz sonaba una especie de bluegrass y, sobre la barra, un televisor con el volumen al mínimo transmitía un partido de baloncesto, pero al parecer nadie atendía a la música ni a las imágenes. Habría unas veinte personas en torno a las mesas y ante la larga barra de madera oscura, incluida una pareja de descomunal corpulencia que parecía haber dejado al tercer oso con una canguro. Se oía el rumor de las conversaciones, algunas de las cuales cesaron cuando entré pero pronto se reemprendieron de nuevo.
Cerca de la barra, alrededor de una desastrada mesa de billar, un corrillo de hombres observaba con indolencia a un individuo enorme y robusto de poblada barba oscura jugar con otro de mayor edad que manejaba el taco como un timador. Me lanzaron una ojeada cuando pasé a su lado, pero siguieron jugando. No cruzaban una sola palabra. Obviamente, el billar era un asunto serio en el Welcome Inn.
En cambio, la bebida no lo era. Todos los hombres duros dispuestos en torno a la mesa de billar tenían en la mano botellas de Bud sin alcohol, que en un local de copas, para el verdadero bebedor, equivaldría a la lima con sifón.
Ocupé un taburete en la barra y pedí un café a un camarero que llevaba una camisa blanca deslumbrantemente limpia para un sitio como aquél. Con total deliberación fingió no oírme, en apariencia atento al partido de baloncesto, así que se lo pedí otra vez. Desvió hacia mí la mirada manifestando absoluta desgana, como si yo fuera un insecto paseándose por la barra y él estuviese ya cansado de aplastar insectos pero se preguntara si, ya puestos, no podía aplastar uno más para concluir la jornada.
– No servimos café -contestó.
Eché un vistazo a lo largo de la barra. Dos taburetes más allá, un anciano con un tabardo y una ajada gorra con el logo del puma tomaba un tazón de algo que olía a café solo y cargado.
– ¿Se lo ha traído él mismo, ese hombre? -pregunté señalando hacia allí con la cabeza.
– Sí -respondió el camarero con la vista fija en el televisor.
– Me conformaré con una Coca-Cola. Están detrás de usted, en el segundo estante empezando por abajo, a la altura de las rodillas. Cuidado no vaya a hacerse daño al agacharse.
Durante un largo rato dio la impresión de que no iba a moverse. Por fin, poco a poco, se inclinó sin apartar la mirada de la pantalla y, con un gesto instintivo, alcanzó el abridor del borde de la barra. A continuación colocó una botella ante mí y dejó al lado un vaso sin hielo. En el espejo vi las sonrisas de algunos parroquianos que encontraban graciosa la situación y oí la risa de una mujer, grave y empañada por el alcohol, en la que se adivinaba una promesa de sexo. Recorriendo el espejo con la mirada, localicé el origen de la risa: una mujer de rasgos toscos y cabello abundante y oscuro sentada en el rincón. Un hombre fornido le susurraba al oído palabras rancias como el arrullo de una paloma enferma.
Llené el vaso y tomé un largo trago. La encontré caliente y empalagosa y noté que se me adhería al paladar, la lengua y los dientes. El camarero, por pasar el rato, se dedicó a sacar brillo a unos vasos con un paño que, a juzgar por su aspecto, no habían lavado desde la investidura de Reagan. Cuando se aburrió de redistribuir el polvo de los vasos, se acercó y dejó el paño en la barra delante de mí.
– ¿Está de paso? -preguntó, aunque en su voz no se apreciaba la menor curiosidad. Parecía más un consejo que una pregunta.
– No -dije.
Asimiló la respuesta y esperó a que yo añadiese algo. Me quedé callado. Él cedió primero.
– ¿A qué ha venido, pues? -Miró a los jugadores de billar por encima de mi hombro y advertí que el golpeteo de las bolas se había interrumpido súbitamente. En sus labios se dibujó una rastrera sonrisa de complacencia-. Quizá yo pueda… -hizo una pausa y, con la sonrisa aún más amplia, adoptó un tono de afectada formalidad-, servirle de algo.
– ¿Conoce a algún Demeter?
La sonrisa de complacencia se le heló en los labios. Al cabo de un silencio, respondió:
– No.
– Entonces dudo que vaya usted a servirme de algo.
Dejé dos dólares en la barra y me levanté para marcharme.
– Por la bienvenida -dije-. Dedíquelo a la compra de un letrero nuevo.
Al darme media vuelta me encontré frente a un individuo menudo, con facciones de roedor, que llevaba una raída cazadora vaquera. Tenía la nariz salpicada de puntos negros y los dientes le sobresalían y amarilleaban como los colmillos de una morsa. En la gorra de béisbol que tenía puesta se leía la inscripción la peña con el clan, pero no era la clase de logo que habría agradado a John Singleton. Las palabras no estaban rodeadas por los motivos típicos de la región sino por encapuchados del Ku Klux Klan.
Bajo la cazadora vaquera vi la palabra «Pulaski» y una especie de emblema. Pulaski era la cuna del Ku Klux Klan, y allí se reunían anualmente los fanáticos de la pureza aria de todo el país; aunque podía imaginarme la expresión del viejo Thom Robb, el estirado y grandilocuente fundador del Klan, al ver a aquel roedor, con su cara contraída e infrainteligente, ir a respirar los aires de Pulaski. Al fin y al cabo, Robb pretendía que el Klan atrajese a la élite culta, los abogados y profesores. La mayoría de los abogados se habría mostrado reacia a aceptar al roedor como cliente, y ya no digamos como compañero de armas.