Los polvos para la detección de huellas dactilares dieron los siguientes resultados:
Cocina/pasillo/sala de estar: huellas utilizables identificadas posteriormente como las de Susan Parker (96-12-1806-7), Jennifer Parker (96-12-1806-8) y Charles Parker (96-12-1806-9).
Puerta trasera de la casa desde la cocina: huellas no utilizables; las marcas de agua en la superficie indicaban que la puerta se había limpiado. Ningún indicio de robo.
Las pruebas realizadas en la piel de las víctimas no revelaron huellas.
Charles Parker fue conducido a Homicidios y prestó declaración (adjunta).
Sabía qué estaban haciendo mientras permanecía sentado en la sala de interrogatorios: yo mismo lo había hecho muchas veces. Me interrogaban como yo había interrogado antes a otros, usando las peculiares locuciones formales propias de un interrogatorio policial. «¿Qué recuerda de su siguiente movimiento?» «Con relación al bar, ¿qué recuerda de la actitud de los otros bebedores?» «En cuanto a la cerradura de la puerta trasera, ése fijó en qué estado se encontraba?» Es una jerga enrevesada y confusa, un anticipo de la jerigonza legal que oscurece todos los procesos penales como el humo en un bar.
Tras oír mi declaración, Cole la verificó con el camarero de Tom's y confirmó que yo me encontraba allí cuando decía haber estado, que no pude haber matado a mi esposa ni a mi hija.
Aun así, continuaron los cuchicheos. Me interrogaron una y otra vez sobre mi matrimonio, mis relaciones con Susan, mis movimientos durante las semanas previas a los asesinatos. Podía embolsarme una considerable suma del seguro de Susan, y también me interrogaron acerca de eso.
Según el forense, Susan y Jennifer llevaban unas cuatro horas muertas cuando las encontré. Presentaban ya rigor mortis en el cuello y el maxilar inferior, indicio de que habían muerto alrededor de las 21:30, quizás un poco antes.
Susan había muerto al seccionarle la arteria carótida, pero Jenny… Jenny había muerto a causa de lo que se describía como una secreción excesiva de epinefrina en el organismo que había provocado la fibrilación del corazón y la muerte. Jenny, una niña dulce y sensible, una niña con un corazón traicioneramente frágil, había muerto de miedo, en sentido literal, antes de que el asesino tuviera ocasión de degollarla. Estaba muerta cuando le desollaron la cara, dictaminó el forense. No podía decir lo mismo de Susan. Tampoco sabía por qué habían movido el cuerpo de Jennifer después de muerta.
Habrá posteriores informes.
Walter Cole, Sargento de Investigación
Tenía la coartada de un borracho: mientras alguien me arrebataba a mi esposa y a mi hija, yo bebía bourbon en un bar. Pero aún aparecen en mis sueños, a veces sonrientes y hermosas como eran en vida y a veces sin rostro y ensangrentadas como las dejó la muerte; me hacen señas para que me adentre aún más en una oscuridad donde se oculta el mal y no hay lugar para el amor, adornada con millares de ojos ciegos y los rostros desollados de los muertos.
Ha anochecido cuando llego y la verja está cerrada. La tapia es baja y me encaramo a ella con facilidad. Camino con cuidado para no pisar las losas conmemorativas ni las flores hasta que me encuentro ante ellas. Aun en la oscuridad sé dónde hallarlas, y ellas, a su vez, pueden encontrarme a mí.
A veces se me aparecen en el umbral entre el sueño y la vigilia, cuando las calles están en silencio y a oscuras o mientras el amanecer se filtra a través del resquicio entre las cortinas bañando la habitación con una luz tenue y gradual. Vienen a mí y veo sus siluetas en la penumbra, mi esposa y mi hija juntas, observándome en silencio, ensangrentadas en una muerte sin reposo. Vienen a mí, su aliento en las brisas nocturnas que me acarician la mejilla y sus dedos en las ramas de los árboles que golpetean la ventana. Vienen hacia mí y ya no estoy solo.
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La camarera tenía más de cincuenta años y vestía una minifalda negra ajustada, blusa blanca y zapatos de tacón negros. Le rebosaba el cuerpo de cada una de las prendas, y daba la impresión de que se hubiera hinchado misteriosamente en algún punto entre el momento de vestirse y la llegada al trabajo. Me llamaba «cariño» cada vez que me llenaba la taza de café. No decía nada más, y por mí tanto mejor.
Llevaba ya alrededor de una hora y media sentado junto a la ventana observando la casa de piedra roja de la acera de enfrente, y la camarera debía de estar preguntándose cuánto tiempo más pensaba quedarme y si pagaría la cuenta. Fuera, en las calles de Astoria, pululaban los buscadores de gangas. Para matar el rato, mientras esperaba a que Ollie Watts, «el Gordo», saliera de su escondrijo, llegué a leer el New York Times de principio a fin sin quedarme dormido. Mi paciencia estaba a punto de agotarse.
En momentos de debilidad me planteaba prescindir del New York Times los días laborables y comprarlo sólo los domingos, ya que así podría al menos justificar la adquisición por el volumen. La alternativa era pasarme al Post, pero entonces empezaría a recortar cupones y a ir a la tienda en zapatillas de andar por casa.
Quizá mi pésima reacción de aquella mañana al leer el Times fue en cierto modo como matar al mensajero. Se anunciaba que Hansel McGee, juez estatal del Tribunal Supremo y, según algunos, uno de los peores jueces de Nueva York, se retiraba en noviembre y que posiblemente se incorporaría al consejo directivo de la Corporación Municipal de Sanidad y Hospitales.