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Aun así, el roedor probablemente tenía cabida en el actual Klan. Toda organización necesita soldados de a pie, y éste llevaba las palabras «carne de cañón» escritas en la cara. Cuando llegara el momento de que la «peña» invadiese la escalinata del Capitolio y reclamase para sí los Estados Unidos, el roedor estaría en primera fila, donde con toda seguridad daría la vida por la causa.

Detrás de él apareció el jugador de billar barbudo, de ojos pequeños y porcinos y cara de tonto. Tenía unos brazos gigantescos pero sin definición muscular y una prominente barriga ceñida por una camiseta de camuflaje. En la camiseta rezaba la leyenda mátalos a todos; ya hará dios las distinciones, pero aquel grandullón no era infante de marina. Era lo más cercano a un retrasado mental sin llegar al punto de necesitar a alguien dos veces al día para darle de comer y limpiarlo.

– ¿Cómo le va? -preguntó el roedor.

El bar se quedó en silencio y los hombres reunidos en torno a la mesa de billar ya no observaban con actitud indolente sino tensos en previsión de lo que se avecinaba. Obviamente, el roedor y su compinche formaban la pareja de humoristas del pueblo.

– De maravilla, hasta ahora. -Asintió como si yo acabase de pronunciar unas profundas palabras que hubieran despertado en él una natural adhesión -. ¿Sabe una cosa? Una vez me meé en el jardín de Thom Robb -dije, y era verdad.

– Más vale que vuelva a la carretera y siga su camino, creo yo -comentó el roedor tras un instante de silencio para elucidar quién era Thom Robb-. Así que, ¿por qué no lo hace?

– Gracias por el consejo.

Me eché a un lado con la intención de marcharme, pero su amigo apoyó en mi pecho una mano del tamaño de una pala y me empujó hacia la barra con una ligera flexión de muñeca.

– No era un consejo -aclaró el roedor. Señalando al grandullón con el pulgar, añadió-: Éste es Seis. Si no se mete en el puto coche ahora mismo y empieza a levantar polvo en la carretera, Seis va a hacerle una cara nueva.

Seis esbozó una vaga sonrisa. Saltaba a la vista que la curva de la evolución había ascendido de manera muy gradual allí donde Seis había venido al mundo.

– ¿Sabe por qué lo llaman Seis?

– A ver si lo adivino -contesté-. ¿En su casa hay otros cinco capullos como él?

Por lo visto, no iba a averiguar a qué debía Seis su nombre, porque dejó de sonreír y, apartando al roedor, se abalanzó hacia mí con el brazo extendido para agarrarme por el cuello. Para un hombre de su corpulencia, se movía con rapidez pero no la suficiente. Levanté el pie derecho y le descargué un golpe en la rodilla izquierda con el tacón. Se oyó el esperado crujido, y Seis, con una mueca de dolor, se tambaleó y cayó de costado.

Sus amigos acudían ya en su auxilio cuando se produjo un alboroto detrás del grupo y el ayudante del sheriff, bajo y regordete y cercano a los cuarenta, se abrió paso entre ellos con la mano en la culata de la pistola. Era Wallace, el ayudante Dorito. Se le veía nervioso y asustado, la clase de individuo que se metía en la policía para sentir cierta superioridad ante aquellos que se reían de él en el colegio, le robaban el dinero del almuerzo y lo molían a palos, sólo que a la hora de la verdad descubría que la gente aún se reía de él y no parecía considerar el uniforme un obstáculo para darle otra paliza. Con todo, esta vez llevaba un arma y quizá los demás sospechaban que, movido por el miedo, era capaz de encañonarlos.

– ¿Qué pasa aquí, Clete?

Reinó el silencio por un momento y, finalmente, el roedor tomó la palabra.

– Los ánimos se han caldeado un poco, Wallace, eso es todo. Nada que afecte a la ley.

– No hablaba contigo, Gabe.

Alguien ayudó a Seis a levantarse y lo acompañó hasta una silla.

– A mí me parece que aquí hay algo más que ánimos caldeados. Lo mejor será, quizá, que vengáis un rato a las celdas para calmaros.

– Déjalo, Wallace -replicó una voz grave. Procedía de un hombre delgado y fibroso, de ojos oscuros y mirada fría, con una barba moteada de gris. Tenía cierto aire de autoridad y una inteligencia muy superior a las cortas entendederas de sus acompañantes. Mientras hablaba, me observó con detenimiento, como el empleado de una funeraria examinaría a un posible cliente con vistas al ataúd.

– De acuerdo, Clete, pero… -contestó el ayudante Dorito bajando la voz gradualmente hasta quedar en silencio al darse cuenta de que, dijera lo que dijera, ninguno de los presentes tenía el menor interés en oírlo. Dirigió un gesto de asentimiento a la concurrencia como si la decisión de no tomar mayores medidas fuera suya. Mirándome, me aconsejó-: Señor, será mejor que se marche.

Fui caminando despacio hacia la puerta. Nadie hizo el menor comentario cuando salí. Ya en el motel, telefoneé a Walter Cole para saber si se conocían datos nuevos en relación con el asesinato de Stephen Barton, pero no lo encontré en el despacho y en su casa me salió el contestador. Dejé el número del motel e intenté dormir un rato.

19

A la mañana siguiente el cielo amaneció encapotado y gris, con una palpable amenaza de lluvia. Tenía el traje arrugado por el viaje del día anterior, así que, en su lugar, me puse unos pantalones de algodón, una camisa blanca y una chaqueta negra. Incluso saqué una corbata negra de punto, de seda, a fin de no parecer un vagabundo. Una vez más atravesé el pueblo en coche. No había ni rastro del 4 x 4 rojo ni de sus dos ocupantes.

Aparqué frente al restaurante Haven, compré el Washington Post en la gasolinera al otro lado de la calle y entré en el restaurante a desayunar. Ya pasaban de las nueve, pero la gente seguía tranquilamente instalada ante la barra y en las mesas, hablando del tiempo y, supuse, de mí, ya que algunos de ellos me lanzaron elocuentes miradas y dirigieron hacia mí la atención de sus vecinos.

Me senté a una mesa del rincón y hojeé el periódico. Una mujer madura que vestía delantal blanco y uniforme azul con el nombre dorothy estampado sobre el pecho izquierdo se acercó con un bloc para tomar nota del pedido: tostadas de pan blanco, beicon y café. Cuando terminé de pedir, vaciló por un instante y preguntó:

– ¿Es usted el que anoche le atizó en el bar a ese chico, Seis?

– El mismo.

Asintió en un gesto de satisfacción.

– Siendo así, le sirvo el desayuno gratis. -Sonrió con severidad y añadió-: Pero no interprete mi generosidad como una invitación a quedarse en el pueblo. Tampoco es usted tan guapo.

Parsimoniosamente, volvió a ocupar su puesto tras la barra y clavó el pedido en un alambre.

La calle mayor de Haven no estaba muy transitada, ni había a la vista gran actividad humana. Al parecer, la mayoría de los automóviles y camiones pasaban de largo camino de otros lugares. Daba la impresión de que el pueblo vivía anclado a una triste mañana de domingo.

Acabé de desayunar y dejé una propina en la mesa. Dorothy se inclinó sobre la barra, apoyando los pechos en la superficie abrillantada.

– Y ahora, adiós -dijo mientras me encaminaba a la salida.

Los demás me miraron fugazmente por encima del hombro y volvieron a sus desayunos y cafés.

Fui en coche a la biblioteca pública, un edificio nuevo de una sola planta en el otro extremo del pueblo. Tras la mesa de préstamos había una negra preciosa de poco más de treinta años y una blanca de mayor edad con el pelo como lana de acero. Cuando entré, ésta me observó con ostensible displicencia.

– Buenos días -saludé.

La joven me sonrió con cierto nerviosismo y la otra intentó poner orden en su lado de la mesa, ya impecable.

– ¿Cuál es el periódico local de aquí? -pregunté.