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– Voy a acompañarlo a la salida del pueblo -anunció-. Tengo su bolsa.

Fue al coche patrulla y sacó mi bolsa de viaje del asiento delantero. El ayudante Burns empezaba a colmar mi paciencia.

– Aún no tengo previsto marcharme -repuse-, así que quizá podría volver a dejarla en mi habitación. A propósito, cuando la deshaga, quiero los calcetines en el lado izquierdo del cajón.

Dejó caer la bolsa en la calle y se dirigió hacia mí.

– Oiga, tengo el carnet. -Me llevé la mano al bolsillo interior de la chaqueta-. Soy…

Fue una estupidez, pero estaba exasperado, harto y cabreado con el ayudante Burns, y no pensaba con claridad. Vio un destello de la culata de mi pistola y al instante empuñó la suya. Burns era rápido. Probablemente se ejercitaba delante del espejo. En cuestión de segundos me encontré contra su coche, desarmado, y con unas resplandecientes esposas cerrándose en mis muñecas.

20

Me dejaron aparcado en una celda durante tres o cuatro horas, según mis cálculos, ya que el concienzudo ayudante Burns me había quitado el reloj junto con la pistola, la cartera y el carnet, mis notas, el cinturón y los cordones de los zapatos, por si decidía ahorcarme en un arrebato de culpabilidad por molestar a las bibliotecarias. Lo había dejado todo al cuidado del ayudante Wallace, quien había mencionado de pasada a Burns mi participación en el incidente de la noche anterior en el bar.

En cualquier caso, la celda era prácticamente la más limpia que había visitado en mi vida; incluso parecía que podía usarse el váter sin necesidad de una dosis de penicilina. Me dediqué a reflexionar sobre lo que había averiguado en las microfichas de la biblioteca e intenté encajar las piezas del rompecabezas para crear una imagen reconocible, a la vez que rechazaba cualquier cosa que me llevara a pensar en el Viajante y lo que pudiera estar haciendo.

Al final se oyó un ruido fuera y la puerta de la celda se abrió. Al alzar la vista, vi a un hombre negro y alto en uniforme que me observaba. Aparentaba cerca de cuarenta años, pero algo en su andar y la luz de la experiencia en su mirada me indicó que era mayor. Habría jurado que antes fue boxeador, con toda probabilidad peso ligero o medio, y caminaba con paso garboso. Parecía más listo que Wallace y Burns juntos, aunque eso no era precisamente una hazaña. Supuse que era Alvin Martin. No tuve prisa en levantarme, por si pensaba que no me gustaba su agradable y limpia celda.

– ¿Va a quedarse ahí otro par de horas, o está esperando que alguien lo saque en brazos? -preguntó. No hablaba con acento sureño; puede que de Detroit, tal vez de Chicago.

Me levanté y se apartó para dejarme paso. Wallace esperaba al final del pasillo, con los dedos metidos en el cinturón para descargar el peso de los hombros.

– Devuélvale las cosas, ayudante Wallace.

– ¿También la pistola? -preguntó Wallace, sin hacer ademán de moverse para obedecer. Wallace tenía una mirada inconfundible, la mirada de un hombre que no estaba acostumbrado a aceptar órdenes de un negro y al que no le gustaba verse obligado a ello. Me dio la impresión de que quizá tuviera más cosas en común con el roedor y sus amigos de lo que convenía a un escrupuloso agente de la ley.

– También la pistola -contestó Martin, sin perder la calma pero hastiado, lanzándole una mirada severa. Wallace se apartó de la pared como un barco especialmente feo al hacerse a la mar y desapareció tras el mostrador echando humo para asomar de nuevo con un sobre marrón y mi pistola. Firmé y Martin me señaló la puerta con la cabeza.

– Métase en el coche, por favor, señor Parker.

Fuera la luz empezaba a declinar y un viento frío soplaba de las montañas. Una furgoneta pasó armando ruido por la calle, con un armero en la parte trasera tapado y vigilado por un perro sarnoso.

– ¿Detrás o delante? -pregunté.

– Suba delante -contestó-. Me fío de usted.

Arrancó y durante un rato avanzamos en silencio, con el chorro del aire acondicionado dirigido a la cara y los pies. El pueblo quedó atrás y nos adentramos en un espeso bosque por una carretera que serpenteaba ciñéndose a los contornos del paisaje. De pronto brilló una luz a lo lejos. Nos detuvimos en el aparcamiento de un restaurante de paredes blancas llamado Green River, como indicaba un letrero de neón verde intermitente en la carretera.

Ocupamos un reservado en la parte de atrás, lejos de los demás parroquianos, que nos echaron miradas de curiosidad antes de seguir comiendo. Martin se quitó el sombrero, pidió café para los dos, se reclinó y me miró.

– Para un inspector sin licencia y armado, lo correcto suele ser pasarse por la oficina del sheriff local y explicar el motivo de su visita, al menos antes de ir por ahí maltratando a jugadores de billar y robando fichas en la biblioteca -dijo.

– Usted no estaba cuando fui. Tampoco el sheriff, y su amigo Wallace no se mostró muy dispuesto a ofrecerme galletas y a intercambiar los últimos chistes racistas.

Llegó el café. Martin añadió crema y azúcar al suyo. Yo me conformé con un poco de leche.

– He hecho unas cuantas llamadas para informarme sobre usted -explicó Martin mientras removía su café-. Un tal Cole lo avala. Por eso no lo echo del pueblo de una patada en el culo, al menos de momento. Por eso y por el hecho de que no le dio miedo vapulear a un gilipollas en el bar anoche. Demuestra que tiene usted orgullo cívico. De modo que quizás ahora no le importe explicarme a qué ha venido.

– Busco a una mujer llamada Catherine Demeter. Es posible que viniera a Haven la semana pasada.

Martin frunció el entrecejo.

– ¿Tiene algo que ver con Amy Demeter?

– Es la hermana.

– Lo suponía. ¿Por qué cree que puede estar aquí?

– La última llamada que hizo desde su apartamento fue a la casa del sheriff Earl Lee Granger. También telefoneó varias veces a su oficina esa misma noche. Desde entonces no se ha vuelto a saber nada de ella.

– ¿Lo han contratado para localizarla?

– Simplemente la busco -contesté en tono neutro.

Martin dejó escapar un suspiro.

– Llegué aquí desde Detroit hace seis meses -dijo tras un minuto de silencio-. Traje a mi mujer y mi hijo. Mi mujer es ayudante de bibliotecaria. Creo que ya la ha conocido. -Asentí con la cabeza-. El gobernador de aquí decidió que no había suficientes negros en las fuerzas del orden y que las relaciones entre la población minoritaria local y los policías quizá no fueran las mejores. Así que salió una plaza y presenté la solicitud, básicamente para alejar a mi hijo de Detroit. Mi padre era de Gretna, a un paso de aquí. No sabía nada de los asesinatos antes de venir. Ahora estoy más informado.

»Este pueblo murió junto con aquellos niños. Nadie más vino a instalarse aquí. Y cualquiera con una pizca de sentido común o ambición salió por piernas. Ahora la reserva genética es tan pobre que no se salvan ni las ratas.

»En este último par de meses se han visto señales de que podrían cambiar las cosas. Hay una empresa japonesa interesada en establecerse a un kilómetro del pueblo. Se dedican a la investigación y desarrollo de software, según he oído decir, y les gusta la intimidad y un lugar tranquilo y retrasado que puedan llamar Nipón. Traerían mucho dinero a este pueblo, proporcionarían puestos de trabajo para sus habitantes y quizá la oportunidad de dejar atrás el pasado. Para serle sincero, por aquí la gente no ve con mucho entusiasmo la idea de trabajar para los japoneses, pero saben que, hoy por hoy, están con la mierda hasta el cuello, así que trabajarán para cualquiera con tal de que no sea negro.

»Ahora lo que menos les interesa es que venga alguien a husmear en su historia remota, a remover el pasado y desenterrar los huesos de los niños muertos. Puede que muchos de ellos sean tontos. Puede que también sean racistas, camorristas y que maltraten a sus esposas, pero necesitan desesperadamente una segunda oportunidad y pararán los pies a cualquiera que se interponga en su camino. Si no lo hacen ellos, se ocupará Earl Lee en persona. -Alzó un dedo y lo blandió con resolución delante de mi cara-. ¿Me entiende? Nadie quiere que se hagan preguntas sobre unos asesinatos de unos niños que ocurrieron hace treinta años. Si Catherine Demeter volviera aquí, y sinceramente no sé por qué habría de volver si ya no tiene a nadie en este pueblo, tampoco sería bienvenida. Pero no está aquí, porque si hubiera vuelto, en el pueblo no se hablaría de otra cosa. -Tomó un sorbo de café y apretó los dientes-. Maldita sea, está frío. -Hizo una seña a la camarera y pidió otra taza.