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– No quiero quedarme aquí más tiempo del necesario -dije-. Pero creo que es posible que Catherine Demeter haya vuelto o intentado volver. Desde luego quiso hablar con el sheriff, y yo también quiero hablar con él. ¿Dónde está?

– Se ha tomado un par de días libres y se ha ido del pueblo -contestó Martin mientras hacía girar el sombrero sobre el asiento de vinilo tirando del ala-. Está previsto que regrese…, bueno, estaba previsto que regresara hoy, pero podría dejarlo para mañana. Aquí el índice de criminalidad es más bien bajo, aparte de los borrachos, algún caso de violencia doméstica y las mierdas propias de un sitio como éste. Pero puede que, cuando vuelva, a él no le guste encontrarse con que usted lo está esperando. Sin ánimo de ofender, a mí tampoco me hace ninguna gracia verle aquí.

– ¿Por qué iba a ofenderme? De todos modos me parece que esperaré al sheriff. -También iba a necesitar más información sobre los asesinatos de Adelaide Modine, le gustase o no a Martin. Si Catherine Demeter había ahondado en el pasado de esa mujer, también yo tendría que hacerlo, o no llegaría a entender nada acerca de la persona que andaba buscando-. También tengo que hablar con alguien sobre los asesinatos. Necesito saber más.

Martin cerró los ojos y se pasó las manos por delante en un gesto de cansancio.

– No me está escuchando -empezó a decir.

– No, es usted quien no escucha. Busco a una mujer que podría encontrarse en apuros y quizás haya pedido ayuda a alguien de aquí. Antes de marcharme, voy a averiguar si está aquí o no, aunque tenga que remover cielo y tierra en este pueblo de mala muerte, y aunque sus salvadores japoneses se asusten y se vuelvan a Tokio. Pero si me ayuda, esto puede hacerse con discreción, y en un par de días se me habrán quitado de encima.

Estábamos los dos tensos, inclinados sobre la mesa. Otros clientes nos miraban sin prestar atención a la comida de sus platos. Martin echó un vistazo alrededor y se concentró de nuevo en mí.

– Muy bien -dijo-. Casi todos los que vivían aquí entonces se han ido, han muerto, o se negarán a hablar aunque les vaya la vida en ello. Sólo hay dos que quizá sí se presten. Uno es el hijo del médico que ejercía aquí en aquellos tiempos. Se llama Connell Hyams y tiene un bufete de abogado en el pueblo. Deberá dirigirse a él personalmente.

»El otro es Watt Tyler. Su hija fue la primera víctima. Vive fuera del pueblo. Primero hablaré yo con él, y quizá le reciba. -Se levantó para marcharse-. Cuando acabe su trabajo, más vale que se vaya; no quiero volver a verle la cara nunca más, ¿entendido?

En silencio, lo seguí hacia la puerta. Se detuvo y, mientras se ponía el sombrero, se volvió hacia mí.

– Otra cosa -dijo-. He tenido unas palabras con esos chicos del bar, pero recuerde: no hay ninguna razón por la que usted vaya a despertarles especial simpatía. Para serle sincero, sospecho que muchos pensarán como ellos cuando sepan por qué ha venido. Y se enterarán. Así que ándese con pies de plomo mientras esté en el pueblo.

– Vi que uno, Gabe creo que se llama, llevaba una camiseta del Ku Klux Klan -comenté-. ¿Hay mucho de eso por aquí?

Martin hinchó los carrillos y resopló.

– No hay ninguna célula organizada del Klan, pero en un pueblo pobre los tontos siempre buscan a alguien a quien culpar de su pobreza.

– Uno en particular…, su ayudante lo llamó Clete, no parecía tan tonto.

Martin me miró por debajo del ala del sombrero.

– No, Clete no es tonto. Es concejal y dice que sólo lo sacarán de allí a punta de pistola. Darle una paliza a usted podría suponerle unos veinte o treinta votos más si tuviera intención de hacerlo. En fin, puede que en la campaña le envíe incluso una pegatina de su candidatura. Pero, en cuanto al Klan, esto no es Georgia ni Carolina del Norte, ni siquiera Delaware. No le dé excesiva importancia. Puede pagar el café.

Dejé un par de dólares junto a la caja y salí en dirección al coche, pero Martin ya había arrancado. Vi que había vuelto a quitarse el sombrero dentro del coche; sencillamente no se sentía cómodo con él. Volví a entrar en el restaurante, telefoneé a la única compañía de taxis de Haven y pedí otro café.

21

Pasaban de las seis cuando regresé al motel. Las direcciones del domicilio y del bufete de Connell Hyams figuraban en el listín, pero cuando pasé por su oficina, las luces estaban apagadas. Llamé a Rudy Fry al motel y me dio indicaciones para llegar a Bale's Farm Road, donde no sólo vivía Hyams sino también el sheriff Earl Lee Granger.

Conduje con cautela por las tortuosas carreteras, buscando la entrada oculta mencionada por Fry y echando algún que otro vistazo al retrovisor por si el 4 x 4 rojo daba señales de vida. No lo vi. Pasé de largo ante la entrada de Bale's Farm Road y tuve que retroceder. La señal estaba medio tapada por la maleza e indicaba un camino sinuoso e irregular invadido de matojos, que al cabo de un rato daba a una hilera de casas pequeñas pero cuidadas con jardines alargados y lo que parecía un amplio patio en la parte trasera. La vivienda de Hyams era una de las últimas, una casa de madera grande y blanca de dos pisos. Había un farol encendido junto a la mosquitera, antepuesta a una maciza puerta de roble con un montante de cristal esmerilado en forma de abanico, y una luz en el zaguán.

Cuando aparqué, un hombre de pelo cano, con una chaqueta roja de lana, una camisa a rayas sin corbata y pantalones grises, abrió la puerta interior y me observó con relativa curiosidad.

– ¿El señor Hyams? -pregunté al acercarme a la puerta.

– ¿Sí?

– Soy detective. Me llamo Parker. Deseo hablar con usted sobre Catherine Demeter.

Permaneció en silencio durante un largo rato con la mosquitera entre ambos.

– ¿Sobre Catherine o sobre su hermana? -preguntó por fin.

– Sobre las dos, supongo.

– ¿Puedo saber por qué?

– Busco a Catherine. Es posible que haya vuelto aquí.

Hyams abrió la mosquitera y se apartó para dejarme pasar. Dentro los muebles eran de madera oscura y amplias alfombras de aspecto caro cubrían el suelo. Me llevó a un despacho al fondo de la casa, donde el escritorio estaba lleno de papeles y resplandecía el monitor de un ordenador.

– ¿Le apetece una copa?

– No, gracias.

Alcanzó una copa de coñac de la mesa y me señaló una silla al otro lado antes de sentarse. Ahora lo veía con mayor claridad. Tenía un aspecto circunspecto y aristocrático, las manos largas y estilizadas, las uñas bien cuidadas. La habitación estaba caldeada, y me llegaba el olor de su colonia. Se notaba que era cara.

– Eso ocurrió hace mucho tiempo -dijo-. La mayoría de la gente preferiría no hablar del tema.

– ¿Está usted entre esa «mayoría»?

Hizo un gesto de indiferencia y sonrió.

– Tengo mi sitio en esta comunidad y desempeño un papel. He vivido aquí casi toda mi vida, excepto cuando fui a la universidad y durante una época que ejercí en Richmond. Mi padre ejerció aquí durante cincuenta años, hasta el día de su muerte.