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Dorien no era mucho mayor que Haven, pero tenía una librería y un par de restaurantes, lo que lo convertía en algo así como un oasis cultural. Compré un ejemplar mecanografiado de e.e. cummings en la librería y entré a comer en el Milano's.

Tenía manteles a cuadros rojos y blancos y velas que reproducían el Coliseo en miniatura. Estaba casi lleno y la comida tenía buena pinta. Un esbelto maître con una pajarita roja se acercó diligentemente y me acompañó hasta una mesa en un rincón donde no asustaría a los demás clientes. Saqué el ejemplar de cummings para tranquilizarlos y leí «Un lugar adonde nunca he viajado» mientras esperaba la carta, disfrutando con la cadencia y el delicado erotismo del poema.

Susan no había leído a cummings antes de conocernos y, durante los primeros días de nuestra relación, le mandé ejemplares de sus poemas. En cierto modo, dejé que cummings la cortejara por mí. Creo que incluso añadí un verso suyo a la primera carta que le envié. Al recordarlo ahora, me doy cuenta de que era tanto una plegaria como una carta de amor, una plegaria para que el tiempo la tratara con misericordia porque era preciosa.

Se acercó un camarero y, tras consultar la carta, pedí bruschetta y pasta con salsa carbonara, y agua para beber. Miré alrededor pero nadie parecía fijarse en mí. Mejor así. No había olvidado la advertencia de Ángel y Louis, ni a la pareja del 4 x 4 rojo.

La comida, cuando llegó, era excelente. Me sorprendió el apetito con que la recibí y, mientras comía, fui dándole vueltas a lo que había averiguado por mediación de Hyams y las microfichas, y recordé el atractivo rostro de Walt Tyler, rodeado por la policía.

Me pregunté asimismo por el Viajante, y enseguida lo expulsé de mi pensamiento junto con las imágenes que lo acompañaban. Luego volví al coche y regresé a Haven.

22

Mi abuelo decía que el sonido más aterrador del mundo era el chasquido de una escopeta de repetición al entrar el cartucho en la recámara, una bala dirigida a ti. Ese sonido me arrancó del sueño en el motel cuando subían por la escalera. En ese momento las manecillas fosforescentes de mi reloj de pulsera marcaban las tres y media. Cruzaron la puerta unos segundos después y, en el silencio de la noche, las detonaciones fueron ensordecedoras cuando dispararon una y otra vez a la cama, haciendo volar las plumas y jirones de algodón como una nube de polillas blancas.

Pero para entonces yo ya estaba de pie, pistola en mano. La puerta de comunicación entre las dos habitaciones estaba cerrada y amortiguaba un poco el ruido de los disparos; por esa misma razón ellos tampoco oyeron el sonido de la puerta del pasillo, pese a que había cesado el fuego y el duro eco de los estampidos resonaba en los oídos. La decisión de no convertirme en un blanco fácil durmiendo en la habitación asignada había sido acertada.

Salí al pasillo con un movimiento rápido, me di la vuelta y apunté. El hombre del 4 x 4 rojo estaba allí, con el cañón de una Ithaca de repetición calibre doce cerca de la cara. Incluso en la tenue iluminación del pasillo vi que no había casquillos en el suelo a sus pies. Los disparos los había realizado la mujer.

En ese momento, mientras la mujer maldecía dentro de la habitación, él se volvió hacia mí al mismo tiempo que bajaba el cañón del arma. Disparé una vez. Una rosa oscura brotó de la garganta del hombre y la sangre manó en una lluvia de pétalos sobre su camisa blanca. La escopeta cayó al suelo enmoquetado cuando se llevó las manos al cuello. Le fallaron las rodillas y se desplomó; su cuerpo se retorció como un pez fuera del agua.

El cañón de una escopeta asomó por la puerta y la mujer disparó a discreción hacia el pasillo, haciendo saltar el yeso de las paredes. Noté un tirón en el hombro derecho y un lancinante dolor me recorrió el brazo. Intenté sujetar el arma, pero se me cayó al suelo mientras la mujer seguía disparando y las letales balas silbaban por el aire y se incrustaban en las paredes.

Eché a correr por el pasillo y atravesé la puerta de la escalera de incendios. Tropecé y caí rodando justo cuando cesaron los disparos. Supe que me seguiría en cuanto comprobara que su compañero estaba muerto. Si hubiese existido la menor posibilidad de que sobreviviese, quizás habría intentado salvarlo, y salvarse también ella.

Cuando llegué al segundo piso oí sus sonoras pisadas en los peldaños. Me dolía mucho el brazo y estaba seguro de que me alcanzaría antes de que llegase a la planta baja.

Crucé la puerta y entré en el pasillo. El suelo estaba cubierto de láminas de plástico y dos escaleras de tijera se alzaban como campanarios junto a las paredes. En el aire flotaba un intenso olor a pintura y disolvente. A unos siete metros de la puerta había un pequeño hueco, casi invisible hasta que uno llegaba a él; contenía una manguera contra incendios y un pesado y anticuado extintor de agua. Cerca de mi habitación había visto un hueco idéntico. Me metí dentro y, apoyándome contra la pared, intenté controlar la respiración. Levanté el extintor con la mano izquierda y traté de sujetarlo por debajo con la derecha en un vano esfuerzo por utilizarlo como arma, pero el brazo herido, que sangraba mucho, de poco me servía, y el extintor no era lo bastante manejable para ser eficaz. Oí los pasos de la mujer, ahora más lentos, y el suave susurro de la puerta cuando entró en el pasillo. Escuché sus pisadas sobre el plástico. Sonó un ruidoso golpe cuando abrió de una patada la puerta de la primera habitación, y luego otro cuando repitió la operación en la habitación siguiente. Casi había llegado hasta mí, pese a que caminaba con sigilo, el plástico la delataba. Noté cómo la sangre me resbalaba por el brazo y goteaba de las puntas de mis dedos mientras desenrollaba la manguera y esperaba a que ella apareciese.

Cuando estaba casi a la altura del hueco, lancé la manguera como un lazo. La pesada boquilla metálica le acertó en pleno rostro y oí el crujido de un hueso. Retrocedió tambaleándose y un inocuo disparo escapó de su arma a la vez que se llevaba la mano izquierda instintivamente a la cara. Lancé de nuevo la manguera y la goma rebotó contra su mano extendida mientras la boquilla le golpeaba a un lado de la cabeza. Gimió, y yo salí del hueco tan deprisa como pude, ahora con la boquilla en la mano izquierda, y le enrollé la goma alrededor del cuello como los anillos de una serpiente.

Sujetaba con firmeza la culata de la escopeta contra el muslo e intentó deslizar la mano a lo largo del cañón para volver a cargarlo mientras la sangre de la cara le corría entre los dedos de la mano derecha. Le asesté una patada al arma y se le escapó de las manos. Apuntalándome en la pared, la sujeté firmemente contra mí, con una pierna entrelazada a la suya para que no pudiera apartarse y el otro pie sobre la manguera para mantenerla tensa. Y allí permanecimos como amantes, la boquilla caliente a causa de la sangre que se deslizaba por mi mano y la manguera alrededor de la muñeca, mientras ella forcejeaba, hasta que, por fin, cayó exhausta entre mis brazos.

Cuando dejó de moverse, la solté y se desplomó. Le desenrollé la manguera del cuello y, agarrándola por la mano, la bajé a rastras por la escalera hasta la planta baja. Al ver el color amoratado de su rostro, comprendí que había estado a punto de matarla; aun así, no quería perderla de vista.

Rudy Fry yacía en el suelo de su despacho, con sangre coagulada en la cara cenicienta y alrededor de la brecha del cráneo fracturado. Telefoneé a la oficina del sheriff y, minutos después, oí las sirenas y vi el resplandor rojo y azul de las luces girar y reflejarse en el interior del vestíbulo a oscuras; la sangre y las luces trajeron a mi memoria una vez más otra noche y otras muertes. Cuando Alvin Martin entró pistola en mano, sentía náuseas debido a la conmoción y apenas me tenía en pie. La luz roja nos quemaba los ojos como si fuera fuego.