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– Es usted un hombre con suerte -dijo la doctora de respetable edad, su sonrisa reflejaba una mezcla de sorpresa y preocupación-. Unos centímetros más allá, y Alvin estaría componiéndole un panegírico.

– Seguro que habría sido digno de oírse -contesté.

Estaba sentado a una mesa de la sala de urgencias del centro médico de Haven, pequeño pero bien equipado. La herida del brazo no era grave, pero había perdido mucha sangre. Me la habían limpiado y vendado, y en la mano sana sostenía un frasco de calmantes. Me sentía como si un tren me hubiese pasado al lado rozándome.

Alvin Martin permanecía junto a mí. Wallace y otro ayudante que no reconocí montaban guardia en el pasillo frente a la habitación donde estaba la mujer. No había recobrado el conocimiento y, por lo que oí de la breve conversación entre el médico y Martin, sospechaba que había entrado en coma. Rudy Fry también seguía inconsciente, pero se esperaba que se recuperase de las heridas.

– ¿Se sabe algo de los agresores? -pregunté a Martin.

– Todavía no. Hemos enviado las fotografías y las huellas digitales al FBI. Hoy mismo mandarán a alguien de Richmond.

El reloj de la pared marcaba las 6:45. Fuera continuaba lloviendo.

Martin se volvió hacia la doctora.

– ¿Podrías dejarnos un par de minutos a solas, Elise?

– Claro. Pero no lo sometas a demasiada tensión.

Martin le sonrió cuando salía, pero, tan pronto como se volvió hacia mí, la sonrisa desapareció.

– ¿Ha venido aquí sabiendo que le habían puesto precio a su cabeza?

– Había oído rumores, sólo eso.

– A la mierda usted y sus rumores. Rudy Fry ha estado a punto de morir y yo tengo en el depósito un cadáver sin identificar con un agujero en el cuello. ¿Sabe quién contrató a esos dos?

– Lo sé.

– ¿Va a decírmelo?

– No, aún no. Tampoco voy a decírselo a los federales. Necesito que me los quite de encima durante un tiempo.

Martin casi se echó a reír.

– ¿Y por qué iba a hacerlo?

– He de terminar lo que vine a hacer. Debo encontrar a Catherine Demeter.

– ¿Este tiroteo tiene algo que ver con ella?

– No lo sé. Quizá sí, pero no entiendo qué pinta en todo esto. Necesito que usted me ayude.

Martin se mordió el labio.

– En el ayuntamiento están fuera de sí. Creen que si esto llega a oídos de los japoneses, abrirán la fábrica en White Sands antes que venir aquí. Todos quieren que usted se marche. De hecho, quieren que lo detenga, le dé una paliza y lo eche.

En la habitación entró una enfermera y Martin se calló, optando por reconcomerse en silencio mientras ella hablaba.

– Lo llaman por teléfono, señor Parker -dijo-. Un tal teniente Cole de Nueva York.

Hice una mueca de dolor al levantarme, y ella pareció compadecerse de mí. En ese momento estaba más que dispuesto a aceptar la compasión de alguien.

– Quédese ahí -añadió la enfermera con una sonrisa-. Le traeré un supletorio y pasaremos aquí la llamada.

Regresó al cabo de unos minutos con el teléfono y lo conectó a una toma de la pared. Alvin Martin permaneció allí indeciso por un momento y finalmente salió hecho una furia; me quedé solo.

– ¿Walter?

– Me ha telefoneado un ayudante del sheriff. ¿Qué ha pasado?

– Dos de ellos han intentado liquidarme en el motel. Un hombre y una mujer.

– ¿Estás malherido?

– Un rasguño en un brazo. Nada grave.

– ¿Han escapado los agresores?

– No. El hombre ha muerto. La mujer está en coma, creo. En estos momentos analizan las fotos y las huellas. ¿Alguna novedad por vuestra parte? ¿Algo sobre Jennifer?

Intenté quitarme de la cabeza la imagen de su cara, pero seguía suspendida en la periferia de mi conciencia, como una figura atisba-da con el rabillo del ojo.

– El tarro estaba limpio. Es un tarro de almacenamiento médico normal y corriente. Intentamos ponernos en contacto con el fabricante para verificar el número de serie, pero cerró en 1992. Seguiremos intentándolo, veremos si es posible acceder a archivos antiguos, pero las probabilidades son escasas. El envoltorio debe de venderse en todas las tiendas de objetos para regalo del país. Tampoco hay huellas. El laboratorio está analizando muestras de piel por si acaso. Los técnicos suponen que redirigió la llamada, sólo así puede aparecer el número de una cabina en el móvil, y no hay manera de localizarla. Te tendré informado si se descubre algo más.

– ¿Y Stephen Barton?

– Tampoco hay nada. Es tan poco lo que sé que empiezo a pensar que me equivoqué de oficio. Lo dejaron sin conocimiento de un golpe en la cabeza, como dijo el forense, y luego lo estrangularon. Probablemente lo llevaron en coche hasta el aparcamiento y lo echaron a la alcantarilla.

– ¿Los federales siguen buscando a Sonny?

– No me han llegado noticias en sentido contrario, pero supongo que la suerte tampoco está de su lado.

– Por lo que se ve, de momento la suerte no está del lado de nadie.

– La mala racha pasará.

– ¿Sabe Kooper lo que ha ocurrido aquí?

Oí en el otro extremo de la línea algo parecido a una risa ahogada.

– Todavía no. Quizá se lo diga a media mañana. Una vez que el nombre de la fundación quede al margen del asunto, no le importará, pero no sé qué opinará de que un empleado de la casa ande agrediendo a la gente por los pasillos de un motel. Dudo que se haya encontrado antes con un caso así. ¿Cuál es la situación ahí?

– Los vecinos del pueblo no me han recibido precisamente con los brazos abiertos y guirnaldas de flores. Por ahora no hay ni rastro de la chica, pero presiento que aquí pasa algo raro. No sabría explicártelo, pero tengo esa sensación.

Dejó escapar un suspiro.

– Tenme al corriente de todo. «¡Puedo hacer algo desde aquí?

– ¿Supongo que no podrás quitarme de encima a Ross?

– Imposible. No le caerías peor aunque se enterase de que te has tirado a su madre y has escrito su nombre en la pared de los lavabos de hombres. Va de camino hacia allá.

Walter colgó. Al cabo de un segundo se oyó un chasquido en la línea. Supuse que Alvin Martin era un hombre cauto. Volvió al cabo de un momento, dejó pasar tiempo suficiente para que no diese la impresión de que había estado escuchando. No obstante, había cambiado la expresión de su cara. Quizá tenía su lado positivo que hubiera oído la conversación.

– Debo encontrar a Catherine Demeter -dije-. Para eso he venido. Cuando lo consiga, me iré.

Asintió con la cabeza.

– Hace un rato le he pedido a Burns que telefoneara a unos cuantos moteles de la zona -informó-. En ninguno tienen alojado a alguien con ese nombre.

– Lo comprobé yo mismo antes de salir de Nueva York. Es posible que use un nombre falso.

– Eso he pensado. Si me da una descripción, mandaré a Burns a hablar con los conserjes.

– Gracias.

– No hago esto porque me salga del corazón, créame. Sólo quiero que se marche de aquí.

– ¿Y qué hay de Walt Tyler?

– Si tenemos tiempo, le llevaré allí más tarde.

Fue a hablar con los agentes que custodiaban a la agresora. La doctora entró de nuevo y me examinó el vendaje del brazo.

– ¿Seguro que no prefiere descansar aquí un rato? -preguntó.

Le di las gracias pero rechacé el ofrecimiento.

– En parte ya lo suponía -dijo. Señaló el frasco de calmantes-. Puede que le den sueño.

Le di las gracias por la advertencia y me los guardé en el bolsillo cuando me ayudó a ponerme la chaqueta sobre el torso sin camisa. No tenía intención de tomar los calmantes. Su expresión reveló que eso también lo sabía.

Martin me llevó a la oficina del sheriff. Habían precintado el motel y trasladado mi ropa a una celda. Me duché protegiéndome el vendaje con una bolsa de plástico y luego me quedé en un duermevela en la celda hasta que dejó de llover.