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Quedaba por contar una parte de la historia.

– Encontraron a los niños al día siguiente, justo al empezar a buscarlos -concluyó Tyler-. Un chico que había salido de caza se refugió en una casa abandonada de la finca de los Modine y su perro comenzó a arañar la puerta del sótano, que estaba en el suelo, como una trampilla. El chico abrió la cerradura de un disparo, el perro bajó y él lo siguió. Luego corrió a casa y avisó a la comisaría.

»Allí abajo había cuatro cadáveres, mi hija y los otros tres. Los… -se interrumpió y contrajo el rostro, pero no lloró.

– No es necesario que siga -dije en voz baja.

– No, tiene que saberlo -contestó. Con voz más alta, como el grito de un animal herido, prosiguió-: Debe saber qué hicieron, qué les hicieron a esos niños, a mi hija. Mi niña tenía todos los dedos rotos, aplastados, y los huesos desencajados. -Ahora lloraba sin contenerse, con las grandes manos abiertas ante él como si suplicara a Dios-. ¿Cómo pudieron hacer una cosa así, y a niños? ¿Cómo? -En ese momento se replegó en sí mismo y me pareció ver la cara de la mujer en la ventana y las yemas de sus dedos deslizarse por el cristal.

Nos quedamos con él un rato más y luego nos levantamos para marcharnos.

– Señor Tyler -dije con delicadeza-, sólo una cosa más: ¿dónde está la casa en que encontraron a los niños?

– A unos cinco o seis kilómetros de aquí carretera arriba. Allí empieza la finca de los Modine. Una cruz de piedra marca el principio del camino que lleva hasta allí. La casa prácticamente ha desaparecido. Sólo quedan unas cuantas paredes y parte del tejado. El estado quería derribarla pero algunos protestamos. Queríamos que nos recordara lo que ocurrió, así que la casa Dane sigue allí.

Nos fuimos, pero mientras bajaba los peldaños del porche, oí su voz a mis espaldas.

– Señor Parker. -Volvía a hablar con voz potente, sin que le temblara, aunque en el tono se apreciaba todavía un residuo de dolor. Me di media vuelta para mirarlo-. Señor Parker, este pueblo está muerto. Nos persiguen los fantasmas de niños asesinados. Si encuentra a Catherine Demeter, dígale que se vuelva por donde ha venido. Para ella aquí sólo hay dolor y sufrimiento. Dígaselo, ¿quiere? No deje de decírselo cuando la encuentre.

Alrededor de su abarrotado jardín se intensificó el susurro de los árboles y dio la impresión de que, más allá de donde alcanzaba la vista, donde la oscuridad era casi impenetrable, algo se movía. Siluetas que iban y venían, que bordeaban la luz de la casa, y en el aire flotaban risas infantiles.

Y luego sólo las ramas de los pinos que abanicaban la oscuridad y el tintineo hueco de una cadena entre los despojos del jardín.

24

En la costa de Casuarina de Papúa Nueva Guinea habita la tribu de los asmat. La forman veinte mil miembros y siembran el terror entre las tribus vecinas. En su lengua, asmat significa «la gente, los seres humanos», y al definirse como los únicos humanos, relegan a los demás al rango de no humanos, con todo lo que ello implica. Los asmat tienen una palabra para referirse a los demás: los llaman manowe. Significa los «comestibles».

Hyams no encontraba una explicación para el comportamiento de Adelaide Modine; tampoco Walt Tyler. Tal vez ella, y otros como ella, tuviera algo en común con los asmat. Tal vez también ellos consideraran a los demás menos que humanos, de modo que su sufrimiento carecía de importancia, no merecía prestarle atención excepto por el placer que proporcionaba.

Recordé una conversación con Woolrich, tras la visita a Tante Marie Aguillard. De regreso en Nueva Orleans, caminamos en silencio por Royal Street y pasamos por delante de la vieja mansión de Madame Lelaurie, donde en otro tiempo se encadenó y torturó a esclavos en la buhardilla hasta que los bomberos los encontraron y la muchedumbre expulsó a Madame Lelaurie de la ciudad. Acabamos en el Tee Eva en Magazine, donde Woolrich pidió tarta de boniato y una cerveza Jax. Trazó con el pulgar una línea en la humedad del cristal de la botella y luego se frotó el labio superior con el dedo mojado.

– La semana pasada leí un informe del FBI -dijo-. Supongo que era una conferencia a modo de «estado de la nación» sobre los asesinos en serie, sobre en qué punto nos hallamos y hacia dónde vamos.

– ¿Y hacia dónde vamos?

– Vamos al infierno, ahí es adonde vamos. Esos individuos se propagan como bacterias y este país no es más que un enorme caldo de cultivo para ellos. Según estimaciones del FBI, podrían estar cobrándose unas dos mil víctimas al año. La gente que ve los programas de Oprah y Jerry Springer, o que suscribe las opiniones del reverendo Jerry Falwell, no quiere enterarse. Leen sobre ellos en las secciones de sucesos o los ven por televisión, y eso sólo cuando atrapamos a alguno. El resto del tiempo no tienen la más remota idea de lo que pasa alrededor. -Tomó un largo trago de Jax-. En estos momentos hay al menos doscientos asesinos de este tipo en activo. Como mínimo doscientos. -Recitaba cifra tras cifra y subrayaba cada dato estadístico señalándome con la botella-. Nueve de cada diez son hombres; ocho de cada diez son blancos, y a uno de cada cinco nunca lo cogen. Nunca.

»¿Y sabes qué es lo más raro? Que en este país hay más que en ninguna otra parte. Nuestro querido Estados Unidos de América produce a esos hijos de puta como muñecos de los personajes de Barrio Sésamo. Tres cuartas partes de ellos viven y trabajan aquí. Somos el principal productor mundial de asesinos en serie. Es un síntoma de enfermedad, eso es. Estamos enfermos y débiles, y esos asesinos son como un cáncer dentro de nosotros: cuanto más deprisa crecemos, más rápido se multiplican ellos.

»Y cuantos más somos, más nos distanciamos entre nosotros. Prácticamente vivimos unos encima de otros y sin embargo nunca hemos estado tan alejados. Y de pronto aparecen estos tipos, con sus cuchillos y sus cuerdas, y resulta que aún están más alejados que los demás. Algunos incluso tienen instintos de policía. Se reconocen entre sí por el olfato. En febrero encontramos a un tipo en Angola que se comunicaba con un presunto asesino de Seattle mediante códigos bíblicos. No me explico cómo se encontraron esos dos bichos raros, pero se encontraron.

»Lo curioso es que la mayoría de ellos están aún peor que el resto de la humanidad. Son unos inadaptados, desde el punto de vista sexual, emocional, físico, lo que sea, y se desahogan con. quienes los rodean. No tienen… -agitó las manos en busca de la palabra- visión. No tienen una visión más amplia de lo que hacen. Sus actos carecen de objetivo. No son más que la manifestación de una especie de defecto fatal.

»Y sus víctimas son tan tontas que no entienden qué ocurre alrededor. Esos asesinos deberían ponernos en guardia, pero nadie presta atención y eso agranda aún más el abismo. No ven más que la distancia, pero la salvan y nos liquidan, uno a uno. Nuestra única esperanza es que, si actúan con la suficiente frecuencia, identifiquemos sus pautas de comportamiento y establezcamos un vínculo entre nosotros y ellos, un puente para salvar la distancia. -Apuró la cerveza y levantó la botella para pedir otra-. Es la distancia -continuó, dirigiendo la vista hacia la calle con la mirada perdida-, la distancia entre la vida y la muerte, el cielo y el infierno, nosotros y ellos. Han de recorrerla a fin de acercarse a nosotros lo bastante para atraparnos, pero todo se reduce a una cuestión de distancia. Les encanta la distancia.

Y a mí me parecía, mientras la lluvia azotaba la ventana, que Adelaide Modine, el Viajante y las demás personas semejantes a ellos que deambulaban por el país estaban todos unidos por esa distancia respecto a los seres humanos corrientes. Eran como los niños que torturan animales o sacan a los peces de los acuarios para verlos retorcerse y boquear en el umbral de la muerte.