Sólo con ver el nombre de McGee impreso me ponía enfermo. En la década de los ochenta había presidido el tribunal que vio el caso de una mujer que había sido violada a los nueve años por un tal James Johnson, de cincuenta y cuatro, un guarda del Pelham Bay Park que había cumplido ya condena en varias ocasiones por robo, asalto a mano armada y violación.
McGee rechazó la indemnización de tres millones y medio propuesta por el jurado con las siguientes palabras: «Una niña inocente fue brutalmente violada sin motivo alguno; sin embargo, ése es uno de los riesgos de vivir en la sociedad moderna». En su día, me pareció una sentencia insensible y una justificación absurda para revocar la resolución. Ahora, al ver otra vez su nombre después de lo ocurrido a mi familia, sus opiniones me resultaban mucho más abominables, un síntoma del fracaso de la bondad en presencia del mal.
Mientras me quitaba a McGee de la cabeza, plegué cuidadosamente el periódico, marqué un número en el teléfono móvil y dirigí la mirada hacia una de las ventanas superiores del bloque de apartamentos de enfrente, un tanto ruinoso. Descolgaron después de sonar tres veces el timbre, y una mujer saludó con voz cauta y susurrante; sonaba a tabaco y alcohol, como el chirrido de la puerta de un bar al rozar contra el suelo polvoriento.
– Dile a ese gordo gilipollas de tu novio que voy a subir a buscarlo, y vale más que no me obligue a perseguirlo -dije-. Estoy muy cansado y no tengo intención de andar corriendo por ahí con este calor.
Lacónico, así era yo. Colgué, dejé cinco dólares en la mesa y salí a la calle a esperar a que Ollie Watts, el Gordo, sucumbiera al pánico.
La ciudad padecía una ola de calor húmedo que, según los pronósticos, terminaría al día siguiente con la llegada de lluvias y tormentas eléctricas. Por el momento, las temperaturas eran lo bastante altas para justificar el uso de camisetas, pantalones de algodón y gafas de sol caras, o, si tenías la desgracia de ocupar un cargo de responsabilidad, eran lo bastante altas para sudar como un cerdo bajo el traje en cuanto te separabas del aire acondicionado. No soplaba ni una ráfaga de viento para redistribuir el calor.
Dos días antes, un solitario ventilador de sobremesa pugnaba por hacer mella en el aletargante calor de la oficina de Benny Low en Brooklyn Heights. A través de una ventana abierta oí hablar en árabe por Atlantic Avenue y me llegaron los olores a comida procedentes del Moroccan Star, a media calle de distancia. Benny era un fiador de poca monta que se dedicaba a avalar a procesados en libertad provisional y contaba con que el Gordo no hiciese nada raro hasta el juicio. Ese error de cálculo respecto a la fe del Gordo en el sistema judicial era una de las razones por las que Benny seguía siendo un fiador de poca monta.
Por Ollie Watts, el Gordo, ofrecían una suma razonable, y en el fondo de ciertos estanques vivían seres más inteligentes que la mayoría de los prófugos en libertad provisional. Para el Gordo se había establecido una fianza de cincuenta mil dólares, fruto de un malentendido entre Ollie y las fuerzas de la ley y el orden en relación con el verdadero propietario de un Chevy Beretta de 1993, un Mercedes 300 SE de 1990 y unos cuantos deportivos bien equipados que habían llegado a manos de Ollie por vías ilegales.
El declive del Gordo empezó cuando un agente con vista de lince, enterado de que la reputación de Ollie no era siquiera una rutilante luz en las tinieblas de un mundo sin ley, vio el Chevy bajo una lona y verificó la matrícula. Era falsa, y Ollie, tras un registro, fue detenido e interrogado. Mantuvo la boca cerrada y, en cuanto consiguió la libertad bajo fianza, lió los bártulos y se echó al monte a fin de evitar ulteriores preguntas acerca de quién había dejado los coches a su cuidado. Se sospechaba que procedían de Salvatore Ferrera, alias «Sonny», hijo de un importante capo. Corrían rumores de que en las últimas semanas se habían deteriorado las relaciones entre padre e hijo, pero nadie explicaba la razón.
– Líos de parentela -como había dicho Benny Low aquel día en su despacho.
– ¿Tiene algo que ver con el Gordo?
– ¿Y yo qué coño sé? ¿Quieres telefonear a Ferrera para preguntárselo?
Examiné a Benny Low. Estaba totalmente calvo y, por lo que yo sabía, se había quedado así a los veintitantos. En su cráneo pelado relucían pequeñas gotas de sudor. Tenía los carrillos rubicundos y la carne le colgaba del mentón y la mandíbula como cera fundida. El reducido despacho, situado sobre una carnicería árabe, olía a moho y sudor. Yo ni siquiera sabía muy bien por qué había aceptado el encargo. Tenía dinero -el dinero del seguro, el dinero de la venta de la casa, e incluso cierta suma en metálico de mi fondo de pensiones-, y Benny Low no iba a hacerme más feliz. Quizás el Gordo era sólo una manera de estar ocupado.
Benny Low tragó saliva ruidosamente.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?
– Ya me conoces, Benny, ¿no?
– ¿Qué coño quieres decir con eso? Claro que te conozco. ¿Necesitas referencias o qué? -Se echó a reír con poca convicción y extendió sus manos regordetas en un amplio gesto de súplica-. ¿Qué? -repitió con voz vacilante.
Por primera vez tuve la impresión de que estaba verdaderamente asustado. Sabía lo que se había dicho de mí durante los meses posteriores a los asesinatos, conocía los comentarios de la gente sobre lo que había hecho, sobre lo que quizás había hecho. La expresión en los ojos de Benny Low revelaba que también él los había oído y que creía que podían ser ciertos.
En cuanto a la fuga de Ollie el Gordo, había algo que no acababa de encajar. No habría sido la primera vez que Ollie se hubiera enfrentado a un juez por una acusación de robo de vehículos, aunque en este caso el presunto vínculo con los Ferrera hubiera forzado al alza la fianza. Ollie tenía un buen abogado en quien confiar; de lo contrario, su única relación con la industria del automóvil habría consistido en fabricar matrículas de coche en alguna de las cárceles de la isla de Rikers. No existía ningún motivo especial para que Ollie escapara, ni la menor razón para que arriesgara la vida delatando a Sonny por una cosa así.
– Nada, Benny. No pasa nada. Si te enteras de algo más, dímelo.
– Claro, claro -contestó Benny-. Serás el primero en saberlo.
Cuando salía del despacho, le oí murmurar entre dientes. No podía saber con certeza qué dijo, pero sí lo que me pareció oír. Y me pareció oír que Benny Low había dicho que yo era un asesino como mi padre.
Haciendo las preguntas oportunas, tardé casi todo el día siguiente en averiguar quién era la amiga de Ollie en aquellos momentos, aparte de invertir otros cincuenta minutos de esa mañana en determinar si Ollie estaba con ella mediante el sencillo recurso de llamar a todos los restaurantes tailandeses con reparto a domicilio y preguntar si habían hecho alguna entrega en aquella dirección durante la última semana.
Ollie era un entusiasta de la comida tailandesa y, como la mayoría de los prófugos, seguía fiel a sus hábitos incluso durante la fuga. La gente no cambia mucho, y gracias a eso los tontos son, por lo general, los más fáciles de encontrar. Se suscriben a las mismas revistas, comen en los mismos sitios, beben la misma cerveza, llaman a las mismas mujeres, se acuestan con los mismos hombres. Tras amenazarlos con avisar a Sanidad, un motel oriental de mala muerte llamado Bangkok Sun House confirmó varias entregas a una tal Monica Mulrane en una dirección de Astoria, lo cual me llevó al café, al New York Times y a una llamada telefónica para despertar a Ollie.
Según lo previsto, Ollie, más corto que las mangas de un chaleco, abrió la puerta del 2317 unos cuatro minutos después de mi llamada, asomó la cabeza y, a continuación, bajó con paso torpe los peldaños hasta la acera. Era un personaje absurdo: mechones de pelo alisados a través de la calva, la cinturilla elástica del pantalón marrón claro dilatada sobre aquel vientre de proporciones descomunales. Monica Mulrane debía de quererlo mucho, porque él no tenía dinero y, desde luego, tampoco buena presencia. Curiosamente, Ollie Watts, el Gordo, me inspiró cierta simpatía.