La doctora ya mayor llamada Elise apareció detrás de nosotros. Se la veía nerviosa y cansada.
– ¿Qué le ha pasado a esta mujer? -preguntó Martin.
– Un objeto punzante introducido por la oreja, creo que un punzón para romper hielo, le ha perforado el cerebro. Ya estaba muerta cuando hemos llegado.
– Han dejado el punzón -musitó Martin.
– Limpio y sencillo -dije-. Nada que relacione al asesino con lo ocurrido si lo… o la… atrapan.
Martin se volvió de espaldas a mí y empezó a consultar a los otros dos ayudantes. Mientras hablaban, me alejé y fui a los servicios de hombres. Wallace me miró y, con gestos, le indiqué que teñía náuseas. Desvió la vista con expresión de desprecio. Pasé cinco segundos en los lavabos y me escabullí del centro por la puerta trasera.
Se me acababa el tiempo. Sabía que Martin intentaría sonsacarme el nombre de quién había contratado a los asesinos. El agente Ross no tardaría en llegar. En el mejor de los casos me retendría hasta obtener la información que quería, y se esfumaría toda esperanza de encontrar a Catherine Demeter. Regresé al motel, donde seguía aparcado mi coche, y salí de Haven.
25
El camino a las ruinas de la casa Dane era poco más que dos roderas de barro y el coche avanzaba por ellas con grandes dificultades, como si la propia naturaleza conspirase para impedir que me acercara. Volvía a llover a cántaros, y el viento y el agua unidos hacían casi inútil el limpiaparabrisas. Agucé la vista para localizar la cruz de piedra y doblé por el desvío. La primera vez pasé por delante sin verla y sólo me di cuenta de mi error cuando el camino se convirtió en una masa de barro y árboles caídos y podridos que me obligó a volver marcha atrás lentamente por donde había llegado. Por fin detecté a mi izquierda dos pequeñas columnas derruidas y, entre ellas, las paredes casi sin tejado de la casa Dane recortándose contra el cielo oscuro.
Me detuve frente a los ojos vacíos de las ventanas y la boca abierta de lo que en otro tiempo fue una puerta, con trozos del dintel esparcidos por el suelo como antiguos dientes. Saqué la pesada linterna de debajo del asiento, me apeé y, soportando el doloroso golpeteo de la lluvia en la cabeza, corrí en busca de la exigua protección que el interior de las ruinas podía ofrecer.
Había desaparecido más de medio tejado y, a la luz de la linterna, lo que quedaba se veía aún ennegrecido. Había tres habitaciones: lo que fue una cocina americana, reconocible por los restos de un hornillo antiguo en el rincón; el dormitorio principal, ahora vacío excepto por un colchón sucio rodeado de preservativos usados, esparcidos como pieles mudadas de serpiente, y una habitación más pequeña, que quizás en otro tiempo fue el cuarto de los niños pero ahora era un amasijo de madera vieja y barras de metal herrumbrosas, junto con botes de pintura dejados allí por alguien demasiado perezoso para llevarlos al vertedero municipal. Las habitaciones olían a madera vieja, fuego sofocado hacía mucho y excrementos humanos.
En un rincón de la cocina había un viejo sofá cuyos muelles asomaban a través de los podridos cojines. Formaba un triángulo con las paredes adyacentes del rincón, a las que se adherían tenazmente los restos de un descolorido papel pintado de flores. Apoyando la mano en el respaldo, enfoqué la linterna por detrás del sofá. Estaba húmedo pero no mojado, ya que parte del tejado lo protegía aún de lo peor de la intemperie.
Detrás del sofá y casi alineada con el ángulo de las paredes vi una trampilla cuadrada de un metro de lado aproximadamente. Estaba cerrada con llave y la inmundicia parecía acumulada en los resquicios. El óxido había teñido de rojo los goznes, y trozos de madera y metal cubrían casi toda su superficie.
Aparté el sofá para echar un vistazo de cerca a la trampilla y oí corretear una rata por el suelo a mis pies. Buscó refugio en la oscuridad de un rincón y se quedó inmóvil. Me agaché para examinar el candado y el pasador. Rascando con mi navaja, quité parte de la capa de suciedad que rodeaba el ojo de la cerradura. Bajo la inmundicia vi el brillo del acero nuevo. Recorrí el pasador con la hoja de la navaja dejando a la vista una línea de acero que resplandeció en la oscuridad como plata fundida. Hice la misma prueba con el gozne, pero sólo saltaron escamas de herrumbre.
Observé con mayor detenimiento el pasador. Lo que en un primer momento me pareció óxido era seguramente barniz, aplicado con esmero para crear una apariencia uniforme entre la nueva capa y la trampilla. El aspecto destartalado del pasador podía haberse conseguido fácilmente arrastrándolo atado a un coche durante un rato. Era un trabajo bien hecho, concebido como estaba para engañar sólo a parejas de adolescentes que buscaban emociones fuertes en la casa de los muertos, o a niños que se retaban a tentar a los fantasmas de otros niños desaparecidos hacía mucho tiempo.
Guardaba una palanca en el coche, pero no me apetecía enfrentarme de nuevo a la lluvia torrencial. Al recorrer la habitación con la linterna vi una barra de acero de algo más de medio metro de largo. La tomé, la sopesé, inserté el extremo en la U del candado y presioné. Por un momento me dio la impresión de que la barra iba a doblarse o romperse, pero de pronto se oyó un agudo crujido y el candado cedió. Lo desprendí, deslicé el pasador y levanté la trampilla con un lastimero chirrido de los goznes.
Del sótano emanó un intenso hedor a descomposición que me revolvió el estómago. Me tapé la boca y me aparté, pero al cabo de unos segundos estaba arrojando junto al sofá, y el olfato se me saturó con el olor de mi propio vómito y el que procedía del sótano. Cuando me recuperé y respiré aire fresco fuera de la casa, corrí al coche a por el paño de limpiar las ventanillas del salpicadero. Lo rocié con el spray antivaho que llevaba en la guantera y me lo até en torno a la boca. Al inhalar el antivaho me mareé, pero me lo guardé en el bolsillo de la chaqueta por si volvía a necesitarlo otra vez al entrar en la casa.
Aunque respiraba por la boca, notando el sabor del spray, el olor a putrefacción era insoportable. Descendí con cuidado por la escalera de madera agarrándome a la barandilla con la mano del brazo ileso y sosteniendo la linterna con la derecha, el haz de luz dirigido a mis pies. No quería pisar un peldaño roto y precipitarme a la oscuridad.
Al pie de la escalera, la luz de la linterna me mostró un destello de metal y una tela de color gris azulado. Cerca yacía un hombre corpulento de más de sesenta años, con las piernas flexionadas y las manos esposadas tras la espalda. Tenía el rostro ceniciento y una herida en la frente, un irregular orificio semejante a una oscura estrella al estallar. Por un momento, bajo el haz de la linterna, pensé que era el agujero de salida, pero al enfocar la parte posterior de la cabeza, vi la abertura del cráneo, y dentro, la materia gris en descomposición y el tótem blanco de su espina dorsal.
Probablemente habían apoyado el arma en su cabeza. La pólvora había manchado la frente, y la forma de estrella del orificio se debía a los gases que se habían expandido entre la piel y el hueso, dilatando y desgarrando la frente al estallar. La bala había tenido una salida aparatosa y se había llevado consigo casi toda la parte posterior del cráneo. La herida explicaba asimismo la peculiar postura del cuerpo: le habían disparado cuando estaba de rodillas, mirando la boca del arma al acercarse, y había caído de costado y hacia atrás al penetrar la bala. En el bolsillo interior de la chaqueta había una cartera con un carnet de conducir que lo identificaba como Earl Lee Granger.
Catherine Demeter yacía apoyada contra la pared del fondo del sótano, frente a la escalera. Casi con toda seguridad Granger la vio cuando bajó por su propio pie o le arrojaron desde la trampilla. Su cuerpo desmadejado estaba recostado contra la pared como una muñeca, con las piernas extendidas frente a ella y las manos en el suelo con las palmas hacia arriba. Una pierna se hallaba doblada en un ángulo poco natural, rota por debajo de la rodilla, y deduje que la habían empujado por la escalera del sótano y llevado a rastras hasta la pared.