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– Haga lo que pueda. Yo no voy a volver.

Colgué y marqué otro número.

– Sí -contestó una voz.

– Ángel. Soy Bird.

– ¿Dónde coño te has metido? Aquí las cosas van de mal en peor. ¿Estás usando el móvil? Llámame desde un teléfono fijo.

Y volví a telefonearle unos segundos después desde un teléfono instalado junto a un supermercado.

– Unos matones del viejo han atrapado a Pili Pilar. Lo mantienen retenido a la espera de que Bobby Sciorra regrese de un viaje. Es mal asunto. Lo tienen aislado en la casa de Ferrera. A cualquiera que hable con él le pegarán un tiro en la cabeza. Sólo Bobby tiene acceso a él.

– ¿Han encontrado a Sonny?

– No, aún anda suelto por ahí, pero ahora está solo. Va a tener que rendirle cuentas de lo que sea a su viejo.

– Estoy en apuros, Ángel. -Le resumí lo ocurrido-. Voy a volver pero necesito un favor tuyo y de Louis.

– Lo que sea, tío.

Le di la dirección del almacén.

– Vigilad el sitio. Yo me reuniré allí con vosotros lo antes posible.

Ignoraba cuánto tardarían en empezar a seguirme la pista. Fui hasta Richmond y aparqué el Mustang en un garaje. Luego hice unas llamadas. Por mil quinientos dólares compré el silencio y un vuelo en avioneta desde un aeródromo privado hasta la ciudad.

27

– ¿Seguro que quiere que lo deje aquí? -preguntó el taxista, un hombre corpulento con el pelo lacio a causa del sudor, que le corría por las mejillas y los pliegues de grasa del cuello hasta perderse bajo el mugriento cuello de la camisa. Parecía ocupar toda la parte delantera del taxi y costaba imaginar cómo había entrado por la puerta. Daba la impresión de que había vivido y comido en el taxi durante tanto tiempo que ya no le era posible salir; el taxi era su casa, su castillo, y cabía pensar, a juzgar por el descomunal volumen de su cuerpo, que sería también su tumba.

– Seguro -contesté. -Es un barrio peligroso.

– No se preocupe. Tengo amigos peligrosos.

El almacén de vinos Morelli se encontraba entre los establecimientos de características similares que se sucedían a uno de los lados de una calle larga y mal iluminada al oeste del Northern Boulevard de Flushing. Era un edificio de obra vista, y el nombre se reducía a una sombra blanca y desconchada bajo el alero del tejado. Las ventanas estaban protegidas con tela metálica tanto en la planta baja como en los pisos superiores. No había farolas encendidas y la zona entre la verja y el edificio principal estaba prácticamente a oscuras.

En la otra acera se hallaba la entrada a un extenso apartadero lleno de depósitos de almacenamiento y contenedores ferroviarios. Dentro, el recinto estaba salpicado de charcos de agua inmunda y palés desechados. A la tenue luz de los sucios focos vi tirar de algo a un chucho tan flaco que parecía que las costillas le traspasaban la piel.

Cuando me apeé del taxi, unos faros destellaron por un instante desde el callejón contiguo al almacén. Segundos después, cuando el taxi se alejó, Ángel y Louis salieron de la camioneta Chevy negra, Ángel con una pesada bolsa de deporte a cuestas y Louis impecable con un abrigo negro de piel, un traje negro y un polo negro.

Ángel hizo una mueca al acercarse. No era difícil entender por qué. Yo llevaba el traje roto y manchado de barro y polvo después de mi encuentro con Hyams en la casa Dane. El brazo me sangraba otra vez y tenía el puño de la camisa teñido de rojo. Me dolía todo el cuerpo y estaba cansado de la muerte.

– Tienes buen aspecto -dijo Ángel-. ¿Dónde es la fiesta?

Miré en dirección al almacén de Morelli.

– Ahí dentro. ¿Me he perdido algo?

– Aquí no. Aunque Louis acaba de volver de la casa de Ferrera.

– Bobby Sciorra ha llegado hace alrededor de una hora en helicóptero -explicó Louis-. Supongo que él y Pili están manteniendo ahora una verdadera charla de amigos.

Asentí con la cabeza y dije:

– Vamos.

Una alta tapia de ladrillo rematada con pinchos y alambre de espino rodeaba el almacén. La puerta, en un punto de la tapia donde ésta se curvaba hacia el interior, también tenía alambre en lo alto y era maciza salvo por el hueco donde un sólido candado y una cadena sujetaban las dos hojas. Mientras Louis se paseaba por allí con relativa discreción, Ángel sacó de la bolsa un pequeño taladro adaptado e insertó la punta en el candado. Apretó el disparador y un agudo chirrido llenó la noche. Al instante, todos los perros de las inmediaciones empezaron a ladrar.

– Joder, Ángel, ¿has instalado un silbato en esa mierda? -protestó Louis entre dientes.

Ángel no le hizo caso y, al cabo de un momento, el candado se abrió.

Entramos y Ángel retiró el candado cuidadosamente y lo colocó en la parte interior de la verja. Volvió a poner la cadena para que, a ojos de un posible observador, pareciese bien cerrada, aunque, cosa curiosa, desde dentro.

El almacén databa de los años treinta, pero incluso entonces habría parecido funcional. Las viejas puertas a derecha e izquierda habían sido tabicadas y sólo podía accederse al edificio por delante. Incluso la salida de incendios en la parte posterior había sido soldada. Las luces de seguridad, que en otro tiempo alumbraban el patio, ahora ya no funcionaban, y las farolas no iluminaban lo suficiente como para ver en la oscuridad del almacén.

Ángel, sosteniendo en la boca una pequeña linterna y haciendo uso de un juego de ganzúas, se puso manos a la obra con la cerradura; en menos de un minuto estábamos dentro con las linternas grandes encendidas. Justo al otro lado de la puerta había una garita, que antes, cuando todavía se usaba el edificio, ocupaba probablemente un guarda de seguridad o un vigilante. Estantes vacíos cubrían las paredes y en el centro corría paralela una estantería similar, creando dos pasillos. Los estantes estaban divididos en casillas, cada una del tamaño justo para contener una botella de vino. El suelo era de piedra. Aquello había sido originalmente la zona de exposición, donde los visitantes podían examinar las existencias. Abajo, en los sótanos, se guardaban las cajas. Al fondo de la nave se alzaba una oficina sobre una plataforma, a la que se subía por una escalera de tres peldaños situada a la derecha.

Al lado de esa pequeña escalera bajaba otra más grande. Había asimismo un viejo montacargas abierto. Ángel entró y accionó la palanca. El montacargas descendió alrededor de medio metro. Lo hizo subir de nuevo, salió y me miró con una ceja enarcada.

Bajamos por la escalera. Se componía de cuatro tramos, lo equivalente a dos pisos, pero no había plantas intermedias entre la exposición y los sótanos. Al pie de la escalera encontramos otra puerta cerrada, ésta de madera con una ventana de cristal a través de la cual el haz de la linterna reveló los arcos del sótano. Me aparté para que Ángel se ocupara de la cerradura. Tardó segundos en abrir la puerta. Al entrar en el sótano, pareció asaltarlo cierto malestar, como si de pronto le pesara más la bolsa.

– ¿Quieres que te la lleve un rato? -preguntó Louis.

– Cuando esté demasiado viejo para cargar con una bolsa, tendrás que darme de comer con una pajita -contestó Ángel. Aunque en el sótano hacía frío, se lamió el sudor del labio superior.

– Ahora ya casi he de darte de comer con una pajita -masculló Louis a nuestras espaldas.

Ante nosotros se sucedía una serie de entrantes curvos, semejantes a cuevas. Cada uno estaba provisto de barrotes verticales desde el suelo hasta el techo, con una puerta en medio. Eran antiguas bodegas para almacenar vino. Estaban llenas de basura y era obvio que ya no se utilizaban. A la luz de las linternas vimos el suelo de una bodega distinto del de los otros. Era la más cercana a nosotros en el lado derecho, y el pavimento había sido levantado, quedando la tierra a la vista. La puerta estaba entreabierta.