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El eco de nuestras pisadas resonó en las paredes de piedra cuando nos acercamos. Dentro el suelo estaba limpio y recién barrido. En un rincón había una mesa metálica verde con dos ranuras a los lados a través de las cuales pasaban unas correas de piel. En otro rincón se alzaba un enorme rollo de tamaño industrial de algo que parecía un envoltorio de plástico.

Adosados a la pared había dos estantes. Estaban vacíos salvo por un fardo, envuelto herméticamente en plástico, colocado contra la pared del fondo. Me aproximé a él y la luz de la linterna me mostró una tela vaquera y una camisa verde de cuadros, un par de zapatos pequeños y una mata de pelo, un rostro descolorido con la piel agrietada y tumefacta, un par de ojos abiertos de córneas lechosas y turbias. Despedía un intenso olor a descomposición, un tanto amortiguado por el plástico. Reconocí la ropa. Acababa de encontrar a Evan Baines, el niño que había desaparecido de la mansión de los Barton.

– ¡Santo Dios! -oí decir a Ángel.

Louis guardó silencio.

Me acerqué al cuerpo y examiné los dedos y la cara. Aparte de la descomposición natural, el cuerpo no presentaba lesiones y la ropa parecía intacta. Evan Baines no había sido torturado antes de morir, pero en la sien se advertía una decoloración mayor y se veía sangre seca en la oreja.

Tenía los dedos de la mano izquierda extendidos sobre el pecho, pero la pequeña mano derecha formaba un apretado puño.

– Ángel, ven. Trae la bolsa.

Se detuvo junto a mí y vi en su mirada ira y desesperación.

– Es Evan Baines -dije-. ¿Has traído las mascarillas?

Se inclinó y sacó dos mascarillas con filtro para el polvo y un frasco de loción para después del afeitado Aramis. Roció con loción las mascarillas, me entregó una y se puso la otra. Luego me dio unos guantes de plástico. Louis se quedó a cierta distancia, sin mascarilla. Ángel enfocó el cadáver con la linterna.

Cogí mi navaja y corté el plástico junto a la mano derecha del niño. A pesar de la mascarilla, el hedor se hizo más intenso y se oyó el silbido del gas acumulado al escapar.

Con el lado romo de la navaja hice palanca entre los dedos del niño para intentar abrirle el puño. La piel se rompió y se desprendió una uña.

– Mantén firme la linterna, maldita sea -dije entre dientes.

En el puño del niño veía un objeto pequeño y azul. Volví a hacer palanca, esta vez sin preocuparme por el posible deterioro en el cadáver. Tenía que saberlo. Tenía que encontrar la respuesta a lo que había ocurrido allí. Al final, el objeto se soltó y cayó al suelo. Me agaché a recogerlo y lo examiné a la luz de la linterna. Era un fragmento de porcelana azul.

Mientras yo escrutaba el fragmento de porcelana, Ángel había rastreado los rincones de la bodega con la linterna y luego había salido. Con la porcelana aún entre los dedos, oí que taladraba algo y que nos llamaba desde arriba. Subimos por la escalera y lo encontramos en una habitación pequeña, poco mayor que un armario, situada casi directamente encima de la bodega donde yacía el cuerpo del niño. Había tres vídeos conectados entre sí y colocados uno encima de otro sobre un estante; un cable delgado salía de un agujero en la parte inferior de la pared y desaparecía en el suelo del almacén. En uno de los vídeos, los segundos avanzaban inexorablemente hasta que Ángel lo paró.

– En un rincón del sótano hay un agujero minúsculo, no mucho mayor que mi uña, pero de tamaño suficiente para instalar un objetivo de ojo de pez y un sensor de movimiento -informó-. Otro cualquiera no los habría localizado a menos que supiera dónde estaban y dónde mirar. Supongo que el cable pasa por el sistema de ventilación. Alguien quería grabar lo que ocurría en esa bodega siempre que hubiese acción dentro.

Alguien, pero no quien trabajaba con los niños allí dentro. Una videocámara corriente colocada en la bodega habría proporcionado imágenes de mejor calidad. El único motivo para ocultarla era que el observador no deseara ser visto.

En la habitación no había monitor, así que el responsable de aquello o bien quería ver las cintas cómodamente en su casa, o quería asegurarse de que quien las recogiera no pudiese comprobar lo que contenían antes de entregarlas. Conocía a mucha gente capaz de concebir una cosa así, y Ángel también, pero tenía en mente a una persona en particular: Pili Pilar.

Regresamos al sótano. Saqué la pala plegable de la bolsa de Ángel y empecé a cavar. No tardé en topar con algo blando. Cavé a lo ancho y luego comencé a apartar la tierra escarbando, ayudado por Ángel, que usaba una paleta de jardinería. Descubrimos un envoltorio de plástico, y a través de él, apenas discernible, vi piel pardusca y arrugada. Retiramos el resto de la tierra hasta que el cadáver del niño quedó a la vista, encogido en posición fetal con la cabeza escondida bajo el brazo izquierdo. Pese a la descomposición, advertimos que los dedos estaban rotos; sin embargo, era imposible saber si se trataba de un niño o de una niña a menos que lo moviéramos.

Ángel recorrió poco a poco con la mirada el suelo del sótano, y yo le adiviné el pensamiento. Probablemente era aún peor de lo que él imaginaba. Aquel niño había sido enterrado a apenas quince centímetros bajo tierra, lo cual significaba casi con toda seguridad que había otros debajo. Aquella bodega había estado utilizándose durante mucho tiempo.

Louis entró en la bodega y se llevó un dedo a los labios. Echó un vistazo al niño y luego señaló sobre nosotros con la mano derecha. Permanecimos inmóviles, casi sin respirar, y oí unas tenues pisadas en la escalera. Ángel retrocedió hasta los estantes, se ocultó en las sombras y apagó la linterna. Louis ya había desaparecido cuando yo me puse en pie. Me dirigí hacia la puerta para apostarme al otro lado y, cuando me disponía a sacar la pistola, una linterna me enfocó la cara. Bobby Sciorra se limitó a decir:

– No.

Retiré la mano despacio. Se había movido con asombrosa rapidez. Salió de la oscuridad con la temible Five-seveN en la mano derecha y la linterna dirigida hacia mí, luego se acercó a la puerta abierta. Se detuvo a unos tres metros de mí y vi el brillo de sus dientes cuando sonrió.

– Estás muerto -dijo-. Tan muerto como los niños de esa bodega. Iba a matarte en aquella casa, pero el viejo te quería vivo, a menos que no hubiera otra opción, y acabo de quedarme sin opciones.

– Sigues haciendo el trabajo sucio a Ferrera -repuse-. Incluso tú deberías tener escrúpulos ante una cosa así.

– Todos tenemos nuestras flaquezas. -Hizo un gesto de indiferencia-. Sonny es miope. Le gusta mirar, ¿sabes? Con esa polla fláccida que tiene, no puede hacer otra cosa. Es un enfermo de mierda, pero su papá lo adora y ahora su papá quiere hacer limpieza.

Así pues, fue Sonny Ferrera quien había grabado los martirios de aquellos niños, quien había estado mirando cómo Hyams y Adelaide Modine los torturaban hasta matarlos, con el eco de sus gritos en las paredes, mientras el ojo mudo e imperturbable de la cámara lo registraba todo para reproducirlo en su sala de estar. Sabía quiénes eran los asesinos, los había visto matar una y otra vez, y sin embargo no hizo nada porque le gustaba lo que veía y no quería ponerle fin.

– ¿Cómo se enteró el viejo? -pregunté, pero ya conocía la respuesta. Ahora ya sabía qué contenía el coche cuando Pili se estrelló con él, o creía saberlo. Resultó que estaba tan equivocado a ese respecto como en todo lo demás.

Se produjo un leve movimiento en el rincón de la bodega, y Sciorra reaccionó con agilidad felina. Retrocedió y el haz de su linterna se ensanchó al mismo tiempo que dejaba de encañonarme a mí y, con toda precisión, apuntaba hacia el rincón.

La luz enfocó la cabeza inclinada de Ángel, que en ese instante alzó la vista, miró a Bobby Sciorra a los ojos y sonrió. Tras un momentáneo desconcierto, Sciorra abrió la boca al tomar conciencia lentamente de lo que ocurría. Empezó a darse la vuelta para intentar localizar a Louis, pero la oscuridad pareció cobrar vida alrededor de él, entonces abrió los ojos de par en par al darse cuenta demasiado tarde de que había llegado la hora de su muerte.