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– ¡Sal! -bramó, y esta vez el soldado se movió y entornó las contraventanas de forma instintiva al marcharse.

La brisa volvió a abrirlas y el aire de la noche comenzó a adueñarse de la habitación. Ferrera mantuvo el arma dirigida hacia allí durante unos segundos más y por fin su brazo flaqueó y cayó. Con la mano izquierda, que se había parado de golpe al aparecer el otro hombre, siguió acariciando metódicamente el cabello de su hijo muerto con la monotonía delirante y balsámica de un animal enjaulado dando vueltas en su reducido espacio.

– Es mi hijo -dijo, con la vista fija en el pasado que fue y en el futuro que podía haber sido-. Es mi hijo pero algo falla en él. Está enfermo. Está mal de la cabeza, mal por dentro.

Yo no tenía nada que decir. Callé.

– ¿Qué hace aquí? -preguntó-. Todo ha terminado. Mi hijo está muerto.

– Mucha gente ha muerto. Los niños… -repuse, y una fugaz mueca de dolor asomó en la cara del viejo-. Ollie Watts.

Sin pestañear, movió la cabeza despacio en un gesto de negación.

– Maldito Ollie Watts. No tendría que haberse fugado. Cuando se fugó, lo supimos. Sonny lo supo.

– ¿Qué supieron?

Creo que si hubiera entrado en el despacho unos minutos después, el viejo me habría mandado matar al instante o me habría matado él mismo. En lugar de eso, parecía buscar en mí una manera de desahogarse. Se me confesaría, descargaría su conciencia, y ésa sería la última vez que hablaría.

– Que había mirado dentro del coche. No debería haber mirado. Tendría que haberse marchado.

– ¿Qué vio? ¿Qué encontró en el coche? ¿Cintas de vídeo? ¿Fotos?

El viejo cerró los ojos con fuerza pero no pudo sustraerse a lo que había visto. Las lágrimas brotaron de las comisuras de los arrugados párpados y resbalaron por sus mejillas. Sus labios formaron mudas palabras: no, no, más, peor. Cuando volvió a abrir los ojos, estaba muerto por dentro.

– Cintas. Y un niño. Había un niño en el maletero del coche. Mi hijo, mi Sonny, mató a un niño.

Se volvió para mirarme otra vez, pero ahora el rostro no paraba de moverse, casi le temblaba, como si su cabeza no pudiera asimilar la atrocidad de lo que había visto. Aquel hombre, que había matado y torturado y que había ordenado a otros matar y torturar en su nombre, había encontrado en su propio hijo una oscuridad indescriptible, un lugar sin luz donde yacían niños asesinados, el corazón negro de todo lo muerto.

A Sonny ya no le había bastado con mirar. Había visto el poder que tenían aquellas dos personas, el placer que extraían de arrancar la vida lentamente a los niños, y quería experimentarlo también.

– Le dije a Bobby que me lo trajera, pero se escapó, se escapó en cuanto oyó lo de Pili. -Adoptó una expresión más severa-. Entonces ordené a Bobby que los matara a todos, a todos los demás, del primero al último. -Y de pronto dio la impresión de que hablaba de nuevo con Bobby Sciorra, rojo de ira-. Destruye las cintas, encuentra a los niños, averigua dónde están y luego escóndelos donde nunca los encuentren. Échalos al fondo del mar si puedes. Quiero que sea como si nunca hubiera ocurrido. Nunca ha ocurrido. -En ese momento pareció recordar dónde estaba y qué había hecho, al menos por un instante, y reanudó sus caricias-. Y entonces apareció usted buscando a la chica, haciendo preguntas. ¿Cómo iba a saberlo la chica? Le permití ir tras ella para alejarlo de aquí, para alejarlo de Sonny.

Pero Sonny había arremetido contra mí mediante sus asesinos a sueldo, y éstos habían fracasado. El fracaso obligó a su padre a tomar cartas en el asunto. Si la mujer sobrevivía y prestaba declaración, Sonny se vería acorralado de nuevo. Por tanto envió a Sciorra y la mujer murió.

– Pero ¿por qué mató Sciorra a Hyams?

– ¿Cómo?

– Sciorra mató a un abogado de Virginia, un hombre que intentaba matarme. ¿Por qué?

Ferrera me miró unos instantes con recelo y levantó el arma.

– ¿Lleva un micrófono?

Con expresión de hastío, negué con la cabeza y, dolorido, me abrí de un tirón la camisa. Bajó otra vez la pistola.

– Lo reconoció después de verlo en las cintas. Por eso le encontró a usted en aquella casa vieja. Bobby atravesaba el pueblo en su coche y de pronto se cruzó con ese tipo, que iba en sentido contrario y era el del vídeo, el tipo que… -se interrumpió de nuevo y se pasó la lengua por dentro de la boca, como si intentara producir saliva suficiente para seguir hablando-. Tenían que borrarse todos los rastros, todos.

– Pero ¿sin liquidarme a mí?

– Quizá debería haberlo matado también a usted cuando tuvo la oportunidad, hicieran lo que hiciesen después sus amigos de la policía.

– Debería -afirmé-. Ahora está muerto.

Ferrera parpadeó.

– ¿Lo ha matado usted?

– Sí.

– Bobby era un hombre de peso. ¿Sabe qué significa eso?

– ¿Sabe usted qué hizo su hijo?

Permaneció en silencio por un momento, como si la desproporción del crimen de su hijo lo asaltara una vez más, pero cuando volvió a hablar, aprecié en su voz una furia apenas reprimida y supe que mi tiempo con él se acababa.

– ¿Quién es usted para juzgar a mi hijo? Se cree que porque perdió a su hija es ya el santo patrón de los niños muertos. Váyase a la mierda. He enterrado a dos de mis hijos y ahora…, ahora he matado al único que me quedaba. No me juzgue. No juzgue a mi hijo. -Volvió a levantar la pistola y me apuntó a la cabeza-. Todo ha terminado.

– No. ¿Quién más aparecía en las cintas?

Parpadeó. La sola mención de las cintas era para él como una brutal bofetada.

– Una mujer. Ordené a Bobby que la encontrara y la matara también.

– ¿Y lo hizo?

– Bobby está muerto.

– ¿Tiene las cintas?

– Ya no existen. Ordené quemarlas todas. -Se interrumpió, como si volviera a recordar dónde estaban, como si las preguntas le hubieran apartado momentáneamente de la realidad de lo que había hecho y de la responsabilidad por las acciones de su hijo, por sus crímenes, por su muerte-. Váyase. Si vuelvo a verlo, será hombre muerto.

Nadie se interpuso en mi camino cuando me marché. Mi pistola estaba en una pequeña mesa junto a la puerta de entrada y aún conservaba las llaves del coche de Bobby Sciorra. Mientras me alejaba, observé la casa por el retrovisor; parecía en paz y en silencio, como si nada hubiera ocurrido.

29

Después de la muerte de Jennifer y Susan, cuando me despertaba cada mañana de mis extraños y trastornados sueños, por un momento tenía la sensación de que todavía estaban cerca de mí, mi mujer plácidamente dormida a mi lado, mi hija rodeada de juguetes en su habitación. Durante un instante aún vivían y yo experimentaba sus muertes como una nueva pérdida cada vez que despertaba, de modo que no sabía con certeza si era un hombre saliendo de un sueño de muerte o un soñador entrando en un mundo de pérdida, un hombre soñando con la desdicha o un hombre despertando a un profundo dolor.

Y en medio de todo eso me acompañaba el constante pesar de no haber conocido realmente a Susan hasta que se fue, y de amar a un espectro en la muerte como la había amado en vida.

La mujer y el niño estaban muertos, otra mujer y otro niño en un ciclo de violencia y desintegración que parecía irrompible. Lloraba la muerte de una joven y un muchacho a quienes no había conocido en vida, de quienes apenas sabía nada, y a través de ellos lloraba la muerte de mi esposa y de mi hija.

La verja de la mansión de los Barton estaba abierta; o bien alguien había entrado y planeaba salir enseguida, o bien alguien acababa de salir. No había más coches a la vista cuando aparqué en el camino de grava y me encaminé hacia la casa. Se veía luz a través del montante de cristal de la puerta. Llamé al timbre dos veces, pero nadie atendió, así que me acerqué a una ventana y eché un vistazo.