La puerta del vestíbulo estaba abierta, y por el resquicio vi las piernas de una mujer, un pie descalzo y el otro aún con un zapato negro colgando de los dedos. Tenía las piernas desnudas hasta lo alto de los muslos, donde el extremo de un vestido negro le cubría aún las nalgas. El resto del cuerpo quedaba oculto. Rompí el cristal con la culata de la pistola y esperé a que saltara una alarma, pero no hubo más sonido que el tintineo del cristal al caer al suelo.
Con cuidado, introduje la mano para descorrer el pasador y entré. La habitación estaba iluminada por las lámparas del vestíbulo. Noté que la sangre me palpitaba con fuerza en las venas, pude oírla junto al oído al abrir más la puerta, percibí el cosquilleo en las yemas de los dedos cuando entré y miré el cuerpo de la mujer.
Vi la piel de las piernas veteada de venas azules y la carne de los muslos un poco blanda y salpicada de hoyuelos. Le habían golpeado brutalmente la cara, y mechones de cabello gris se adherían a la carne desgarrada. Tenía los ojos abiertos y la boca oscurecida por la sangre. Dentro le quedaban sólo las raíces de los dientes; apenas podía reconocerse. Sólo el collar de oro con esmeraldas, el esmalte de uñas rojo intenso y el sencillo pero caro vestido de De la Renta indicaban que era el cuerpo de Isobel Barton. Le palpé el cuello; no tenía pulso -tampoco esperaba encontrárselo-, pero aún estaba caliente.
Entré en el despacho donde nos entrevistamos y comparé el fragmento de porcelana que había retirado de la mano de Evan Baines con el perro azul de porcelana de la repisa de la chimenea. El dibujo coincidía. Imaginé que Evan, cuando se descubrió el daño, había sufrido una muerte rápida a manos de Adelaide Modine en un arrebato de cólera por la pérdida de una reliquia familiar.
Desde la cocina, al otro lado del vestíbulo, me llegó una irregular sucesión de chasquidos y un ligero olor a quemado, como si hubieran dejado un cazo al fuego demasiado tiempo. Junto a éste, casi imperceptible hasta el momento, se notaba un leve tufo a gas. No se veía luz en el contorno de la puerta cerrada cuando me acerqué, pero el olor acre se hizo más evidente, más intenso, y el tufo a gas más fuerte. Abrí la puerta con cuidado y me aparté. Apoyé el dedo en el gatillo suavemente, pero mientras notaba la presión, estaba convencido de que el arma era inútil si había una fuga de gas.
Dentro no se produjo el menor movimiento, pero allí el olor era muy penetrante. Los extraños e irregulares chasquidos eran más sonoros, y los acompañaba un grave zumbido. Respiré hondo y me abalancé hacia el interior, intentando fijar la mira de mi inútil pistola en cualquier cosa que se moviera.
La cocina estaba vacía, la única claridad procedía de las ventanas, el pasillo y los tres grandes hornos microondas industriales colocados uno al lado del otro. A través de las puertas de cristal vi su luz azulada bañar diversos objetos de metal en el interior: cazos, cuchillos, tenedores, sartenes, y todos despedían chispas de color azul plateado. La cabeza empezó a darme vueltas a causa del olor a gas a la vez que aumentaba el ritmo de los chasquidos. Eché a correr. Ya había abierto la puerta de entrada cuando se produjo un sordo estampido en la cocina, seguido de una segunda detonación más potente, y de pronto me vi volando por los aires debido a la fuerza de la explosión, que me lanzó hasta el camino de grava. Se oyó ruido de cristales rotos y el jardín se iluminó cuando la casa estalló en llamas a mis espaldas. Tambaleándome en dirección al coche noté el calor del fuego y vi cómo éste se reflejaba en las ventanillas.
En la verja de la mansión de los Barton brillaron brevemente unas luces de freno y a continuación un coche dobló hacia la carretera. Adelaide Modine cubría su rastro antes de desaparecer otra vez en las tinieblas. La casa ardía y las llamas escapaban del interior para trepar por las fachadas como apasionados amantes en el momento en que salí a la carretera y seguí aquellas luces que se alejaban rápidamente.
Bajó a gran velocidad por la tortuosa Todt Hill Road, y en el silencio de la noche oí los chirridos de sus frenos al tomar las curvas. La alcancé a la altura de Ocean Terrace cuando se dirigía hacia la autovía de Staten Island. A la izquierda había una empinada pendiente densamente poblada de árboles, y al pie de ésta discurría Sussex Avenue. Fui ganando terreno, me metí en el arcén en Ocean y la embestí con violencia hacia la izquierda. El Chevy, con su peso, desplazó poco a poco hacia la cuneta opuesta al BMW, cuyos cristales ahumados me impedían ver el interior. Ante mí, vi cómo Todt Hill Road giraba con brusquedad a la derecha y viré para ceñirme a la curva justo en el momento en que las ruedas delanteras del BMW salían de la carretera y el coche se precipitaba por el terraplén.
El BMW se deslizó sobre basura y rocalla, chocó con dos árboles y se detuvo a media pendiente al topar contra la silueta oscura de un haya joven. El árbol, parcialmente desarraigado, se ladeó y, al final, las ramas fueron a apoyarse en precario equilibrio contra el tronco de otro árbol situado más abajo.
Paré en el arcén, sin apagar los faros, y corrí cuesta abajo, valiéndome del brazo ileso para sujetarme y no resbalar sobre la hierba.
Cuando me aproximaba al BMW, se abrió la puerta del conductor y la mujer que en realidad era Adelaide Modaine salió tambaleándose. Con una enorme brecha en la frente y el rostro manchado de sangre, allí en medio del bosque y las hojas, bajo la cruda luz procedente de los faros, semejaba una criatura misteriosa y salvaje, vestida con una indumentaria poco apropiada de la que se despojaría para volver a su feroz estado natural. Iba un poco encorvada, con la mano en el pecho allí donde se había golpeado con el volante, y se irguió con visible dolor cuando me acerqué.
Pese a ello, la maldad brillaba en los ojos de Isabel Barton. Brotó sangre de su boca cuando la abrió; vi que se palpaba algo con la lengua y a continuación escupió al suelo un diente ensangrentado. Advertí una expresión de astucia en su rostro, como si, incluso en esas circunstancias, buscara una manera de escapar.
Aún quedaba maldad en ella, una depravación que iba más allá de la limitada ferocidad de una bestia acorralada. Creo que estaba lejos de comprender conceptos como justicia, derecho, recompensa. Vivía en un mundo de dolor y violencia donde matar niños, torturarlos y mutilarlos era para ella tan normal como respirar. Sin eso, sin los gritos ahogados y las inútiles contorsiones de la desesperación, la existencia carecía de sentido y llegaría a su fin.
Me miró y casi pareció sonreír.
– Capullo -dijo con desprecio.
Me pregunté cuánto sabía o había sospechado la señorita Christie antes de morir en aquel vestíbulo. No lo suficiente, sin duda.
Estuve tentado de matar a Adelaide Modine allí mismo. Matarla sería erradicar una parte de la siniestra maldad que se había llevado la vida de mi hija junto con las de los niños del sótano, la misma maldad que había engendrado al Viajante, a Johnny Friday y a un millón de individuos como ellos. Yo creía en el demonio y el dolor. Creía en la tortura, la violación y una muerte lenta y cruel. Creía en el suplicio y el padecimiento y en el placer que proporcionaban a aquellos que los infligían, y a todo eso lo llamaba maldad. Y en Adelaide Modine vi prenderse en forma de sanguinaria llama la chispa roja y crepitante de esa maldad.
Amartillé la pistola. Ella no se inmutó. De hecho, soltó una carcajada y al instante hizo una mueca de dolor. Se dobló otra vez y quedó encogida en postura fetal, casi en el suelo. Percibía en el aire el olor de la gasolina que fluía del depósito perforado.
Me pregunté qué había sentido Catherine Demeter al reconocer a esa mujer en los grandes almacenes DeVrie's. ¿La vio en un espejo, en el cristal de una vitrina? ¿Se volvió sin dar crédito a sus ojos, con un nudo en el estómago, como si un puño se lo estrujase? Y cuando sus miradas se cruzaron, cuando comprendió que ésa era la mujer que había matado a su hermana, ¿sintió odio, ira o simplemente miedo, miedo a que esa mujer la atacase como antes atacó a su hermana? ¿Se había convertido Catherine Demeter otra vez, por un breve instante, en una niña asustada?