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Quizás Adelaide Modine no la reconoció de inmediato, pero, en la mirada de la otra mujer, debió de advertir que ésta sí que la había reconocido. Tal vez los dientes ligeramente salidos la delataron, o acaso miró a Catherine Demeter a la cara y en el acto se vio en aquel sótano oscuro de Haven, matando a su hermana.

Y ante la imposibilidad de encontrar a Catherine buscó una solución al problema. Me contrató con un pretexto y ordenó la muerte de su hijastro, no sólo para que no desmintiese su versión, sino como el primer paso de un proceso que culminaría con la muerte de la señorita Christie y la destrucción de su casa a fin de borrar todo rastro de su existencia.

Quizá Stephen Barton era responsable en parte de lo ocurrido, ya que sólo él podía desvelar la conexión entre Sonny Ferrera, Connell Hyams y su madrastra cuando Hyams buscaba un lugar adonde llevar a los niños, propiedad de alguien que no hiciese demasiadas preguntas. Dudo que Barton supiese qué sucedía realmente, y al final fue su propia incomprensión lo que le costó la vida.

Y me pregunté cuándo había conocido Adelaide Modine la muerte de Hyams y había tomado conciencia de que estaba sola, de que había llegado la hora de dar el siguiente paso y dejar a la señorita Christie como señuelo del mismo modo que había dejado a una mujer desconocida para que ardiese en su lugar en Virginia.

Pero ¿cómo demostraría todo eso? Las cintas de vídeo habían desaparecido. Sonny Ferrera estaba muerto, y Pilar sin duda también. Hyams, Sciorra, Granger, Catherine Demeter, todos habían desaparecido. ¿Quién reconocería a Adelaide Modine en la mujer que tenía ante mí? ¿Bastaría con la palabra de Walt Tyler? Había asesinado a la señorita Christie, sí, pero ni siquiera eso podía demostrarse. ¿Se encontrarían en la bodega pruebas forenses suficientes para confirmar su culpabilidad?

Adelaide Modine, hecha un ovillo, se desenrolló como una araña que percibe un movimiento en su tela y saltó hacia mí. Hundió en mi cara las uñas de la mano derecha, buscando los ojos, e intentó, a la vez, con la izquierda, quitarme la pistola. La golpeé en la cara con la palma de la mano y simultáneamente la empujé con la rodilla. Se abalanzó de nuevo sobre mí y disparé. La bala le alcanzó por encima del pecho derecho.

Con la mano en la herida, retrocedió tambaleándose hasta topar con el coche y se apoyó en la puerta abierta.

Sonrió.

– Le conozco -dijo, obligándose a hablar a pesar del dolor-. Sé quién es.

Detrás de ella, el árbol se movió al desprenderse las raíces de la tierra por el peso del BMW. El enorme automóvil se desplazó un poco. Adelaide Modine se balanceó ante mí, con la sangre manando a borbotones de la herida del pecho. Vi en su mirada un extraño brillo y se me encogió el estómago.

– ¿Quién se lo ha dicho?

– Lo sé -repitió, y volvió a sonreír-. Sé quién mató a su mujer y a su hija.

Avancé hacia ella cuando intentó hablar de nuevo, pero el árbol cedió por fin y los chirridos del metal del coche engulleron sus palabras. El BMW se deslizó primero un poco y luego se precipitó pendiente abajo. En los impactos contra árboles y piedras, saltaron chispas del metal desgarrado y el coche se incendió. Y mientras lo observaba, comprendí que aquello no podía acabar de otro modo.

El mundo de Adelaide Modine estalló en llamas amarillas cuando se prendió la gasolina que la rodeaba. Envuelta por el fuego, echó atrás la cabeza y abrió la boca por un instante. Luego, golpeando débilmente con las manos las llamas que habían prendido en ella, cayó y empezó a rodar hacia la oscuridad. El coche ardía al pie del terraplén y una densa columna de humo negro se elevaba en el aire. Lo contemplé desde la carretera con el calor abrasándome la cara. Abajo, en la boscosa oscuridad, ardía otra pira de menor tamaño.

30

Estaba sentado en la misma sala de interrogatorios, ante la misma mesa de madera y el mismo corazón grabado en la superficie. Llevaba el brazo recién vendado y me había duchado y afeitado por primera vez en más de dos días. Incluso había conseguido dormir unas horas tendido sobre tres sillas. Pese a los denodados esfuerzos del agente Ross, no estaba en una celda. Me habían interrogado exhaustivamente, primero Walter y el subjefe de policía y, al final, Ross y uno de sus agentes, con Walter presente para asegurarse de que no me mataban a golpes por pura frustración.

En un par de ocasiones me pareció ver a Philip Kooper pasearse fuera, como un cadáver que se hubiese exhumado a sí mismo para demandar a la funeraria. Supuse que el perfil público de la fundación estaba a punto de recibir un golpe mortal.

Conté a la policía casi todo. Les hablé de Sciorra, de Hyams, de Adelaide Modine, de Sonny Ferrera. No les conté que me había visto implicado en el caso a instancias de Walter Cole. Dejé que ellos mismos llenaran las restantes lagunas de mi versión. Les dije que, sencillamente, había recurrido a la imaginación para llegar a ciertas conclusiones. En ese punto a Ross casi tuvieron que contenerlo por la fuerza.

Ya sólo quedábamos allí Walter y yo y un par de tazas de café.

– ¿Has estado allí abajo? -pregunté por fin para romper el silencio.

Walter asintió con la cabeza.

– Sólo un momento. No me he quedado.

– ¿Cuántos hay?

– Ocho por ahora, pero siguen excavando.

Y continuarían excavando, no sólo allí sino en diversos lugares del estado y quizás incluso más allá. Adelaide Modine y Connell Hyams habían disfrutado de libertad para matar durante treinta años. El almacén Morelli sólo llevaba alquilado una parte de ese tiempo, lo cual implicaba que probablemente existían otros almacenes, otros sótanos abandonados, garajes viejos y solares que contenían los restos de niños desaparecidos.

– ¿Desde cuándo lo sospechabas? -pregunté.

Al parecer, pensó que le preguntaba por otra cosa, quizás un cadáver en los lavabos de una estación de autobuses, porque se volvió hacia mí y dijo:

– Sospechar ¿qué?

– Que alguien de la familia Barton estaba implicado en la desaparición de Baines.

Casi se relajó. Casi.

– La persona que lo secuestró tenía que conocer los jardines, la casa. -En el supuesto de que el niño no saliera de la casa por su cuenta y lo secuestraran allí.

– En ese supuesto, sí.

– Y me enviaste a mí para que lo averiguara.

– Te envié a ti.

Me sentía culpable por la muerte de Catherine Demeter, y no sólo por haber fracasado al no encontrarla con vida, sino también porque, sin ser consciente de ello, quizás había puesto a Modine y a Hyams sobre su pista.

– Es posible que yo los llevara hasta Catherine Demeter -expliqué a Walter al cabo de un rato-. Dije a la señorita Christie que iba a Virginia para seguir una pista. Tal vez bastara con eso para delatarla.

Walter negó con la cabeza.

– Te contrató a modo de seguro. Modine debió de poner a Hyams sobre aviso en cuanto supo que la habían reconocido. Seguramente él ya estaba prevenido. Si no aparecía por Haven, confiaban en que tú la encontraras. Supongo que os habrían matado a los dos en cuanto dieras con ella.

Me asaltó la visión del cuerpo de Catherine Demeter desmadejado en el sótano de la casa Dane. Su cabeza en medio de un charco de sangre. Y vi a Evan Baines envuelto en plástico, así como el cadáver putrefacto de un niño medio cubierto de tierra y los demás cadáveres que aparecerían en el sótano del almacén Morelli y en otras partes.

Vi a mi propia esposa y a mi hija en todos ellos.