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Ollie acababa de poner el pie en la acera cuando un hombre que hacía jogging, vestido con una sudadera y con la capucha subida, corrió hacia él y le descerrajó tres tiros con una pistola que tenía el silenciador puesto. De pronto, la camisa blanca de Ollie se llenó de lunares rojos y él se desplomó. El hombre que hacía jogging era zurdo, se detuvo junto a él y le disparó una vez más en la cabeza.

Alguien gritó y vi a una muchacha morena -era, cabía suponer, Monica Mulrane, la ya desconsolada novia- detenerse por un instante en la puerta del bloque de apartamentos y bajar después rápidamente a la acera, donde se arrodilló junto a Ollie y, llorando, le acarició la cabeza calva y ensangrentada. El que hacía jogging inició la retirada, saltando sobre las puntas de los pies como un púgil que esperara a oír la campana. De repente se paró, regresó y disparó una sola vez a la mujer en la cabeza. Ella cayó doblada en dos sobre el cuerpo de Ollie Watts, cubriendo la cabeza de él con su espalda. Los transeúntes corrían a esconderse tras los automóviles, en las tiendas, y los coches que circulaban por la calle frenaron en seco.

Con mi Smith & Wesson empuñada, ya casi había cruzado la calle cuando el asesino apretó a correr. Mantenía la cabeza gacha y avanzaba deprisa, con el arma aún en la mano izquierda. Pese a llevar unos guantes negros, no había soltado la pistola en el lugar del crimen. O bien era un arma con algún rasgo distintivo, o aquel individuo era estúpido. Confié en que se tratara de lo segundo.

Empezaba a ganarle terreno cuando un Chevy Caprice con los cristales ahumados salió ruidosamente de un cruce y se detuvo a esperarlo. Si no disparaba, se escaparía. Si disparaba, se armaría un buen lío con la policía. Tomé una decisión. El individuo casi había llegado al Chevy cuando hice fuego dos veces: una bala dio en la puerta del coche; la otra abrió un agujero sanguinolento en el brazo derecho del asesino. Se volvió y descerrajó dos tiros a bulto en dirección a mí, y en ese momento vi que tenía los ojos abiertos como platos y muy brillantes. El asesino iba colocado.

Cuando se volvió hacia el Chevy, el conductor, asustado por mis disparos, aceleró y abandonó al asesino de Ollie el Gordo. Éste tiró de nuevo contra mí y la bala hizo añicos la ventanilla de un coche a mi izquierda. Oí gritos y, a lo lejos, el ululato de las sirenas cada vez más cerca.

El asesino apretó a correr hacia un callejón a la vez que echaba un vistazo por encima del hombro hacia donde oía el ruido de mis pisadas. Cuando llegué a la esquina, una bala rozó la pared, pasó silbando por encima de mí y me salpicó de trozos de cemento. Al asomarme, vi al asesino avanzar arrimado a la pared ya más allá de la mitad del callejón. Si salía por el otro extremo, lo perdería entre la multitud.

Por un instante, vi la calle despejada de gente al final del callejón y decidí arriesgarme a disparar. Tenía el sol a mis espaldas cuando me enderecé e hice fuego dos veces en rápida sucesión. Noté vagamente que la gente se dispersaba en torno a mí como palomas por efecto de una piedra en el momento en que el asesino arqueaba el hombro hacia atrás a causa del impacto de uno de mis disparos. A gritos, le ordené que soltara la pistola, pero él, al tiempo que se volvía torpemente, la alzó con la mano izquierda. Sin tiempo de colocarme en posición, descargué otros dos tiros desde unos siete metros. Su rodilla izquierda se hizo añicos al alcanzarle una de las balas de punta hueca, y se desplomó contra la pared del callejón. La pistola se le cayó y se deslizó de forma inocua hacia un montón de bolsas negras y cubos de basura.

Al acercarme vi que tenía el rostro lívido, una mueca de dolor en los labios y la mano izquierda crispada y convulsa junto a la rodilla destrozada sin llegar a tocar la herida. No obstante, aún le brillaban los ojos y me pareció oír que se reía cuando se apartó de la pared e intentó alejarse a la pata coja. Estaba a unos cinco metros de él cuando el chirrido de unos frenos ahogó sus risas. Alcé la vista y vi el Chevy negro parado a la salida del callejón con la ventanilla del copiloto bajada, y de pronto un fogonazo iluminó el oscuro interior.

El asesino de Ollie el Gordo se estremeció y cayó de bruces. Lo recorrió un espasmo y vi una mancha roja propagarse por su coronilla. Se oyó una segunda detonación. Un géiser de sangre brotó de la parte posterior de su cabeza y la cara rebotó contra el mugriento asfalto del callejón. Yo corría ya a cubrirme tras los cubos de basura cuando una bala se incrustó en los ladrillos sobre mi cabeza y me roció de polvo al horadar literalmente la pared. A continuación se cerró la ventanilla del Chevy y el coche partió hacia el este a toda velocidad.

Corrí hacia donde yacía el asesino. La sangre que manaba de sus heridas dibujaba una sombra de color rojo oscuro en el suelo. Las sirenas se oían cada vez más cerca y vi que se congregaba un corrillo de espectadores bajo la luz del sol para observarme mientras me hallaba de pie junto al cuerpo.

El coche patrulla apareció unos minutos después. Yo había puesto ya las manos en alto y colocado la pistola en el suelo ante mí con la licencia de armas al lado. El asesino de Ollie el Gordo yacía a mis pies con la cabeza en un charco de sangre, que fluía por el canal de la alcantarilla en el centro del callejón formando una corriente roja y coagulándose lentamente. Un agente me apuntó con su arma mientras el otro me obligaba a apoyarme contra la pared y me cacheaba con más energía de la necesaria. El policía que me cacheaba era joven, de unos veintidós o veintitrés años, y todo un gallito.

– Joder, Sam -comentó-, tenemos aquí a Wyatt Earp liándose a tiros como si esto fuera Solo ante el peligro.

– Wyatt Earp no salía en Solo ante el peligro -lo corregí mientras su compañero verificaba mi identidad.

En respuesta, el policía me golpeó con fuerza en los riñones y caí de rodillas. Oí más sirenas acercándose, junto con el inconfundible aullido de una ambulancia.

– Eres muy gracioso, listillo -dijo el agente de menor edad-. ¿Por qué le has disparado?

– Tú no andabas por aquí -respondí, apretando los dientes de dolor-. Si hubieras estado, te habría pegado un tiro a ti en lugar de a él.

Se disponía a esposarme cuando una voz conocida dijo:

– Guarda la pistola, Harley.

Miré a su compañero por encima del hombro. Era Sam Rees. Lo reconocí de mi época en el cuerpo y él me reconoció a mí. Dudo que le gustara lo que veía.

– Fue policía -aclaró-. Déjalo en paz.

Después, los tres esperamos en silencio a que los demás se reunieran con nosotros.

Llegaron otros dos coches patrulla antes de que un Nova de color marrón barro descargara en la acera a una figura vestida de paisano. Al alzar los ojos vi a Walter Cole encaminarse hacia mí. No lo había visto desde hacía casi seis meses, como mínimo desde su ascenso a teniente. Llevaba un largo abrigo de piel marrón, poco indicado para aquel calor.

– ¿Ollie Watts? -preguntó, señalando al asesino con una inclinación de cabeza.

Asentí.

Me dejó un rato solo mientras hablaba con unos policías de uniforme y los inspectores del distrito. Advertí que sudaba copiosamente bajo el abrigo.

– Puedes venir en mi coche -me propuso cuando regresó, y lanzó una mirada de aversión mal disimulada al agente Harley. Hizo señas a otros inspectores para que se acercaran y, tras dirigirles unas últimas observaciones con tono sereno y comedido, me indicó con un gesto que fuera hacia el Nova.