– No sabía que visitara a domicilio -dije-. ¿Para qué la han llamado?
– No me han llamado -contestó, sin más.
De pronto me tocó la mano. Fue un gesto extraño y vacilante en el que sentí -¿esperé?- que había algo más que comprensión profesional. Le agarré la mano con fuerza y cerré los ojos. Creo que eso fue una especie de primer paso, un débil intento de restablecer mi lugar en el mundo. Después de todo lo sucedido durante los dos días anteriores, deseaba tocar, aunque fuera por un breve instante, algo positivo, tratar de despertar algo bueno dentro de mí.
– No pude salvar a Catherine Demeter -dije por fin-. Lo intenté y quizá sirvieron de algo mis esfuerzos. Aún sigo convencido de que encontraré al hombre que mató a Susan y Jennifer.
Sosteniéndome la mirada, movió la cabeza en un lento gesto de asentimiento.
– Sé que lo encontrará.
Hacía sólo un momento que había salido Rachel cuando sonó el móvil.
– ¿Sí?
– ¿Señor Parker? -Era una voz femenina.
– Sí, soy yo.
– Me llamo Florence Aguillard, señor Parker. Soy hija de Tante Marie Aguillard. Vino usted a vernos.
– Lo recuerdo. ¿En qué puedo ayudarla, Florence? -Sentí un nudo en el estómago, pero esta vez se debió a una súbita expectación, al presentimiento de que Tante Marie quizás hubiera encontrado algo para identificar a la chica que nos obsesionaba a los dos.
De fondo oía música de jazz, un piano, y las risas de hombres y mujeres, densas y sensuales como la melaza.
– Llevo toda la tarde intentando hablar con usted. Mi madre me ha pedido que lo llame. Dice que usted tiene que venir ahora mismo.
Percibí algo raro en su voz, algo que se confabulaba para que se le trabaran las palabras mientras hablaba atropelladamente. Era miedo y flotaba como una bruma distorsionadora en torno a lo que tenía que decir.
– Señor Parker, dice que tiene que venir ahora y que no ha de decirle a nadie que ha venido. A nadie, señor Parker.
– No lo entiendo, Florence. ¿Qué ocurre?
– No lo sé -respondió. Ahora estaba llorando, y se oía su voz entrecortada por los sollozos-. Pero dice que tiene que venir, tiene que venir ahora. -Recobró el control y la oí respirar hondo antes de volver a hablar-. Señor Parker, dice que el Viajante está de camino.
No existen las coincidencias, sino sólo esquemas subyacentes que no vemos. Esa llamada formaba parte de un esquema; estaba relacionada con la muerte de Adelaide Modine, cosa que yo aún no comprendía. No dije nada a nadie sobre la llamada. Abandoné la sala de interrogatorios, recogí mi pistola en el mostrador de la entrada, salí a la calle y regresé a mi apartamento en taxi. Reservé un billete de primera a Moisant Field, el único billete que quedaba en un vuelo a Louisiana esa tarde, me presenté en el mostrador de facturación poco antes de la salida, declaré la pistola y vi cómo desaparecía mi bolsa, engullida por la confusión general. El avión estaba atestado. La mitad de los pasajeros eran turistas incautos que se dirigían al sofocante calor de agosto en Nueva Orleans. Las azafatas sirvieron sándwiches de jamón con patatas fritas y una bolsa de pasas, todo ello metido en esas bolsas marrones de papel que a uno le daban en las excursiones escolares al zoo.
Cuando empecé a notar la presión en la nariz, la oscuridad se extendió bajo nosotros. Me disponía a tomar una servilleta de papel cuando me brotaron las primeras gotas, pero enseguida la presión se convirtió en dolor, un dolor intenso y penetrante que me obligó a recostarme sobre el respaldo.
El pasajero del asiento contiguo, un hombre de negocios a quien antes habían advertido que no utilizara su ordenador portátil hasta que el avión despegara, me miró primero sorprendido y luego asustado al ver la sangre. Lo vi pulsar repetidamente el botón para llamar a la azafata, y de pronto, con igual fuerza que si me asestasen un golpe, me obligaron a echar atrás la cabeza. La sangre manó a borbotones de mi nariz y manchó el respaldo del asiento delantero, las manos empezaron a temblarme sin control.
Entonces, cuando tenía la sensación de que iba a estallarme la cabeza a causa del dolor y la presión, oí una voz, la voz de una anciana negra en los pantanos de Louisiana.
– Hijo -dijo la voz-. Hijo, está aquí.
Y después desapareció y mi mundo pasó a ser negro.
Tercera parte
Las concavidades de mi cuerpo son, por su
capacidad, como otro infierno.
François Rabelais, Gargantúa
31
Se oyó un golpe sordo cuando el insecto chocó contra el parabrisas. Era una libélula enorme, un «caballito del diablo».
– Joder, ese bicho era del tamaño de un pájaro -dijo el conductor, un joven agente del FBI llamado O'Neill Brouchard.
Fuera debíamos de estar a unos treinta y cinco grados, pero con la humedad de Louisiana daba la sensación de que la temperatura era mucho más alta. Notaba la camisa fría y una sensación desagradable allí donde el aire acondicionado la había secado contra mi cuerpo.
Un borrón de sangre y alas quedó en el cristal y el limpiaparabrisas terminó por quitarlo. La sangre hacía juego con las gotas que aún manchaban mi camisa, un recordatorio innecesario de lo que había ocurrido en el avión, ya que aún me dolía la cabeza y, cuando me tocaba el puente de la nariz, también sentía dolor.
Junto a Brouchard, Woolrich guardaba silencio, absorto mientras colocaba un cargador nuevo en su SIG Sauer. El agente especial con rango de subjefe iba vestido con su indumentaria habitual, un traje de color marrón y una corbata arrugada. A mi lado, tirada en el asiento, había una parka oscura con las siglas del FBI.
Había llamado a Woolrich desde el teléfono del avión, pero no había conseguido establecer comunicación. En Moisant Field dejé un número en su buzón de voz y un mensaje para que se pusiera en contacto conmigo inmediatamente. Luego alquilé un coche y partí hacia Lafayette por la I-10. A las afueras de Baton Rouge sonó el móvil.
– ¿Bird? -dijo Woolrich-. ¿Qué demonios haces aquí?
Advertí preocupación en su voz. De fondo se oía el motor de un coche.
– ¿Has recibido mi mensaje?
– Sí. Escucha, ya vamos de camino. Alguien vio a Florence frente a su casa, con el vestido manchado de sangre y una pistola en la mano. Vamos a reunirnos con la policía local en la salida uno-dos-uno. Espéranos allí.
– Woolrich, puede que sea demasiado tarde…
– Tú espera. Aquí nada de fanfarronadas, Bird. También yo tengo cosas en juego. He de pensar en Florence.
Delante de nosotros veía las luces de posición de otros dos vehículos, coches patrulla de la oficina del sheriff del distrito de St. Martin. Detrás viajaban dos inspectores del pueblo, y los faros de su automóvil iluminaban el interior del Chevrolet del FBI y la sangre del parabrisas. A uno de ellos, John Charles Morphy, lo conocía vagamente, porque lo había visto una vez con Woolrich en el Lafitte's Blacksmith Shop, en Bourbon Street, mientras se mecía en silencio al son de la voz de Miss Lily Hood.
Morphy era descendiente de Paul Charles Morphy, el campeón mundial de ajedrez nacido en Nueva Orleans que se retiró de la competición en 1859 a la avanzada edad de veintidós años. Se decía que era capaz de jugar tres o cuatro partidas simultáneamente con los ojos vendados. Por contraste, John Charles, con su fornido cuerpo de culturista, no me parecía un hombre muy aficionado al ajedrez. A los concursos de levantamiento de pesas quizá, pero al ajedrez no. Según Woolrich era un hombre con un pasado turbio: un ex inspector del Departamento de Policía de Nueva Orleans que abandonó el cuerpo a raíz de una investigación llevada a cabo por la División de Integridad Pública sobre el asesinato de un joven negro llamado Luther Bordelon cerca de Chartres dos años atrás.