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Stacy percibió en su sonrisa algo casi viperino. Pasó a su lado en dirección a la puerta.

– ¿Te has enterado? -dijo él alzando la voz-. A Cassie la han matado.

Stacy se detuvo en la puerta y se giró lentamente para mirarlo.

– ¿Qué has dicho?

– Que se la han cargado. Ella, esa bollera amiga suya, me ha llamado. Estaba histérica. Me acusó de haberla matado.

– ¿Y la mataste?

– Que te jodan.

Stacy sacudió la cabeza, asombrada por su actitud.

– ¿De veras eres tan estúpido? ¿A qué viene eso? ¿Es que no lo entiendes? Ahora mismo eres el principal sospechoso. Te aconsejo que no te des tantos aires, amigo mío, porque la policía no necesita ninguna excusa para detenerte.

Dos minutos después, salió al día gris y ventoso. Hacia ella iban el detective Malone y su compañero.

– Hola, chicos -dijo alegremente.

Malone frunció el ceño al reconocerla.

– ¿Qué haces aquí?

– Me he pasado a ver al amigo de una amiga. Eso no va contra la ley, ¿no?

Tony intentó contener la risa.

Malone frunció más aún el ceño.

– Interferir en una investigación, sí.

– ¿Alguien ha dicho que esté interfiriendo?

– Es sólo una advertencia.

– Tomo nota -sonrió y se alejó, notando sus miradas clavadas en la espalda. Se detuvo y miró hacia atrás-. Mirad el tablón de corcho de encima de la mesa. Creo que lo encontraréis interesante.

Capítulo 9

Martes, 1 de marzo de 2005

1:40 p.m.

El almuerzo de Spencer, un bocadillo de ternera asada del restaurante Mother's, se quedó frío sobre la mesa, delante de él. Al principio, Bobby Gautreaux se había mostrado desafiante. Les había largado una sarta de sandeces hasta que le señalaron la fotografía de la diana. Entonces su chulería se convirtió en un nerviosismo que poco después, al anunciarle que iban a llevarlo a comisaría para interrogarlo, se transformó en un terror que había dejado su cara blanca como una sábana.

Basándose en las afirmaciones de las amigas de Cassie Finch y en aquellas reveladoras fotografías, Spencer había pedido una orden judicial para registrar la habitación y el coche de Gautreaux. A diferencia de lo que ocurría en otros estados, para retener a un sospechoso la policía de Luisiana tenía que acusarlo de manera oficial. Con excepción de los casos relacionados con el narcotráfico, que había que despachar en el plazo de veinticuatro horas, disponían de treinta días para presentar una causa ante la oficina del fiscal del distrito.

A no ser que el registro les proporcionara alguna prueba de mayor contundencia, se verían obligados a soltar a Bobby.

– Eh, Niño Bonito -Tony se acercó y acomodó su oronda figura en la silla de delante de la mesa.

– Gordinflón. ¿Qué tal está el chaval?

– No muy bien. No para quieto. Creo que está a punto de vomitar.

– ¿Ha pedido un abogado?

– Llamó a su papá. Él le va a buscar uno -miró el bocadillo de Spencer-. ¿Vas a comerte eso?

– ¿Es que no has comido?

Tony hizo una mueca.

– Comida de conejo. Una ensalada con aliño libre de grasa.

– Betty te tiene otra vez a dieta.

– Dice que es por mi bien. No entiende por qué no pierdo peso.

Spencer arqueó una ceja. A juzgar por el polvillo de azúcar que había en la pechera de su compañero, esa mañana había vuelto a darse un atracón de donuts.

– Será por los donuts de caramelo. Podría llamarla y…

– Hazlo y te mato, Junior.

Spencer se echó a reír. De pronto estaba muerto de hambre. Se acercó el bocadillo y le dio un buen mordisco. Por los lados del pan francés rezumaban la salsa de carne y la mayonesa.

– Eres un capullín, ¿lo sabías?

Spencer se limpió la boca con la servilleta de papel.

– Sí, lo sé. Pero no digas “capullín”. No suena bien. Por lo menos, cuando estés hablando con un tío.

Tony se echó a reír.

Un par de policías que había por allí los miraron.

– ¿Qué opinas de Gautreaux?

– ¿Aparte de que es un niño mimado?

– Sí, aparte de eso.

Spencer titubeó.

– Es un buen sospechoso.

– Veo venir un “pero”.

– Es demasiado fácil.

– Lo fácil es bueno, colega. Es una suerte. Acéptalo con sonrisa y da gracias a Dios.

Spencer dejó a un lado el bocadillo para abrir la carpeta que había debajo. Dentro estaban los informes de la autopsia y de las pruebas toxicológicas de Beth Wagner y Cassie Finch. Había también notas tomadas en el lugar de los hechos. Fotografías. Nombres de familiares, amigos y conocidos.

Spencer señaló la carpeta.

– La autopsia confirma que murió por una herida de bala. No hay indicios de agresión sexual, ni de cualquier otro tipo de trauma físico. Las uñas estaban limpias. La chica ni se enteró. El patólogo ha fijado la hora de la muerte en las 11:45 p.m.

– ¿Y las pruebas toxicológicas?

– No hay rastro de alcohol, ni de drogas.

– ¿El contenido del estómago?

Spencer abrió la carpeta.

– Nada significativo.

Tony se recostó en la silla, que crujió.

– ¿Algún otro rastro?

Spencer sabía que se refería a evidencias materiales.

– Algunas fibras y pelos. Está todo en el laboratorio.

– El asesino se la cargó deliberadamente -dijo Tony-. Eso encaja con Gautreaux.

– Pero ¿por qué iba a acosarla y a perseguirla abiertamente, a matarla y luego a dejar una prueba tan evidente en su tablón de anuncios?

– Porque es imbécil -Tony se inclinó hacia él-. La mayoría lo son. Si no, estaríamos listos.

– Ella lo dejó pasar. Era muy tarde. ¿Por qué iba a hacerlo si le tenía miedo, como dicen sus amigas?

– Puede que ella también fuera imbécil -Tony apartó la mirada y volvió a fijarla en él-. Ya aprenderás, Niño Bonito. Los malos son casi siempre unos cretinos y las víctimas son casi siempre tontas, ingenuas y confiadas. Por eso se las cargan. Triste, pero cierto.

– Y Gautreaux se llevó el ordenador porque le mandaba cartas de amor o amenazas furiosas.

– Eso es, amigo mío. En Homicidios, la mayoría de las veces lo que se ve es lo que hay. Vamos a seguir apretándole las tuercas a Gautreaux. Esperemos que en los resultados del laboratorio haya algo que lo relacione directamente con la víctima.

– Abrir y cerrar -dijo Spencer, tomando de nuevo su bocadillo-. Como a nosotros nos gusta.

Capítulo 10

Miércoles, 2 de marzo de 2005

11:00 a.m.

Stacy detuvo el coche delante del 3135 de Esplanade Avenue, la casa de Leonardo Noble. La información que le había proporcionado Bobby Gautreaux le había permitido hacer una búsqueda en Internet acerca del señor Noble. Había averiguado que era, en efecto, el inventor del juego Conejo Blanco. Y que, tal y como le había dicho Gautreaux, vivía en Nueva Orleans.

A escasas manzanas del Café Noir.

Stacy puso el freno de mano, apagó el motor y miró de nuevo hacia la casa. Esplanade Avenue era uno de los grandes bulevares antiguos de Nueva Orleans, amplio y sombreado por gigantescas encinas. Stacy había descubierto recientemente que la ciudad se hallaba situada varios metros por debajo del nivel del mar, y aquella calle, como muchas otras en Nueva Orleans, había sido antaño un canal rellenado posteriormente para construir una carretera. Stacy no lograba entender por qué a los exploradores les había parecido buena idea fundar un asentamiento en medio de un pantano.

Pero, naturalmente, el pantano se había convertido en Nueva Orleans.

A aquel extremo de Esplanade Avenue, cercano a City Park y a la Feria, se le conocía como el barrio de Bayou St. John. Aunque era antiguo y muy bello, se trataba de un vecindario en proceso de transformación, y junto a una mansión meticulosamente restaurada podía encontrarse otra en estado ruinoso, o una escuela, un restaurante o cualquier otro local comercial. El otro extremo del bulevar desembocaba en el río Misisipi, a las afueras del Barrio Francés.