En medio había un terreno yermo, refugio de miseria, crímenes y desesperanza.
Su búsqueda por la red le había procurado algunos datos interesantes acerca del hombre que se consideraba a sí mismo un moderno Leonardo da Vinci. Noble vivía en Nueva Orleans desde hacía apenas dos años. Anteriormente había residido en el sur de California.
Stacy recordó su imagen. California le cuadraba mucho más que la muy tradicional Nueva Orleans. Tenía un aspecto poco convencionaclass="underline" una mezcla a partes iguales de surfero californiano, científico loco y empresario de GQ. No era guapo. Tenía el pelo ondulado y crespo, y gafas de montura metálica. Pero aun así resultaba atractivo.
Stacy repasó de cabeza la serie de artículos que había encontrado sobre el inventor y su juego. Noble había asistido a la Universidad de California en Berkeley a principios de los ochenta. Fue allí donde un amigo y él crearon Conejo Blanco. Desde entonces había creado algunos otros iconos de la cultura pop: campañas publicitarias, videojuegos y hasta una novela superventas que se había convertido después en una película de éxito.
Stacy había descubierto que Conejo Blanco estaba inspirado en la novela fantástica de Lewis Carroll Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. Una idea no muy originaclass="underline" muchos otros artistas se habían inspirado anteriormente en el relato de Carroll. Entre ellos, el grupo de rock Jefferson Airplane en su éxito de 1967 White Rabbit.
Stacy respiró hondo y procuró concentrarse. Había decidido seguir la pista de Conejo Blanco. Confiaba en que el culpable fuera Bobby Gautreaux, pero no se conformaba con eso. Sabía cómo trabajaba la policía. A aquellas alturas, Malone y su compañero habrían concentrado ya todas sus energías en Gautreaux. ¿Para qué perder un tiempo precioso siguiendo pistas más vagas teniendo a mano un sospechoso óptimo? Bobby Gautreaux era la opción más fácil. La alternativa lógica. La mayoría de los casos se resolvía porque quien parecía más culpable lo era en realidad.
La mayoría.
Pero no todos.
La policía tenía en sus manos un montón de casos; siempre confiaba en resolverlos rápidamente.
Pero ella ya no era policía. Y tenía un solo caso.
El asesinato de su amiga.
Abrió la puerta del coche. Si lo de Bobby Gautreaux se iba al traste, pensaba marcarles otra senda a los dos detectives, con miguitas de pan incluidas si era necesario.
Salió del coche. La casa de Leonardo Noble era una joya. De inspiración griega, bellamente restaurada, sus jardines, que incluían una casa de invitados, abarcaban una manzana completa. Tres enormes encinas adornaban el jardín delantero. De sus largas ramas colgaban jirones de musgo negro.
Se acercó a la verja de hierro forjado. Al pasar bajo las ramas de las encinas notó que empezaban a florecer. Había oído decir que la primavera en Nueva Orleans era admirable, y estaba deseando verlo con sus propios ojos.
Subió las escaleras hasta la galería delantera. No tenía insignia. No había razón para que los Noble hablaran siquiera con ella, y mucho menos para que le desvelaran información que pudiera conducir al asesino.
No tenía insignia. Pero pensaba dar la impresión de que la tenía.
Llamó al timbre mientras adoptaba una actitud policial. Era una cuestión de porte. De expresión. De tono de voz.
Un momento después una empleada doméstica abrió la puerta. Stacy sonrió amablemente, abrió su cartera para enseñarle su documentación a la mujer y volvió a cerrarla de inmediato.
– ¿Está el señor Noble en casa?
Tal y como esperaba, una expresión de sorpresa cruzó el semblante de la mujer, seguida por una mirada curiosa. La asistenta asintió con la cabeza y se apartó para dejarla entrar.
– Un momento, por favor -dijo, y cerró la puerta tras ellas.
Mientras esperaba, Stacy observó el interior de la casa. Una amplia escalera curva se alzaba entre el vestíbulo y el primer piso. A la izquierda había un salón espacioso; a la derecha, un comedor formal. Enfrente, el vestíbulo se abría a un ancho pasillo que, con toda probabilidad, conducía a la cocina.
La decoración, que conjugaba lo cómodo y lo formal, lo moderno y lo clásico, encajaba a la perfección con su impresión inicial acerca de Leonardo Noble, aquella mezcla de surfero y científico chiflado. Los cuadros eran igualmente eclécticos. Un gran Perro Azul del artista de Luisiana George Rodrigue adornaba la escalera; junto a él había un paisaje convencional. En el comedor colgaba un retrato antiguo de un niño, una de esas horrendas representaciones en las que los pequeños semejaban adultos en miniatura.
– El retrato venía con la casa -dijo una mujer desde lo alto de la escalera.
Stacy levantó la vista. La mujer, en cuyos rasgos se evidenciaba su ascendencia asiática y mestiza, era preciosa. Una de esas bellezas frías y seguras de sí mismas a las que Stacy admiraba y despreciaba al mismo tiempo, por las mismas razones.
La miró mientras bajaba las escaleras. La otra se acercó a ella y le tendió la mano.
– Es horrible, ¿verdad?
– ¿Cómo dice?
– El retrato. Yo casi no soporto mirarlo, pero por alguna extraña razón Leo le ha tomado cariño -sonrió de pronto con más pericia que calor-. Soy Kay Noble.
La esposa.
– Stacy Killian -dijo ella-. Gracias por recibirme.
– La señora Maitlin me ha dicho que es usted policía.
– Estoy investigando un asesinato.
Eso era cierto.
Los ojos de Kay Noble se agrandaron ligeramente.
– ¿En qué puedo ayudarla?
– Confiaba en poder hablar con el señor Noble. ¿Está en casa?
– No, lo siento. Pero yo soy su representante. Quizá pueda serle de ayuda.
– Hace un par de noches fue asesinada una mujer. Era muy aficionada a los juegos de rol. La noche que murió iba a encontrarse con alguien para jugar al juego de su marido.
– Mi ex marido -puntualizó la otra-. Leo ha creado unos cuantos juegos de rol. ¿A cuál se refiere?
– Al que se resiste a morir, supongo.
Stacy se dio la vuelta. Leonardo Noble estaba en la puerta del salón. Lo primero en que reparó fue en su estatura: era considerablemente más alto de lo que parecía en fotografía. Su sonrisa de niño le hacía parecer más joven, aunque Stacy sabía, por lo que había leído sobre él, que tenía cuarenta y cinco años.
– ¿Y cuál es ése? -preguntó ella.
– Conejo Blanco, por supuesto -Noble cruzó con paso vivo el vestíbulo y le tendió la mano-. Soy Leonardo.
Ella se la estrechó.
– Stacy Killian.
– La detective Stacy Killian -añadió Kay-. Está investigando un asesinato.
– ¿Un asesinato? -él levantó las cejas-. Esto sí que es una sorpresa.
– Una joven llamada Cassie Finch fue asesinada el pasado domingo por la noche. Era una fanática de los juegos de rol. El viernes anterior a su muerte, le dijo a una amiga que había conocido a alguien que jugaba a Conejo Blanco, y que esa persona había organizado un encuentro entre ella y un tal Conejo Blanco Supremo.
Leo Noble extendió sus manos.
– Sigo sin comprender qué tiene eso que ver conmigo.
Stacy se sacó del bolsillo de la chaqueta un cuaderno de espiral, del mismo tipo de los que llevaba cuando era detective de la policía.
– Otro jugador le mencionó a usted como el Conejo Blanco Supremo.
El se echó a reír y a continuación se disculpó.
– Esto no tiene ninguna gracia, desde luego. Es ese comentario… El Conejo Blanco Supremo. Qué cosas.
– Se trata del creador del juego, ¿no?
– Eso dicen algunos. Me han convertido en un ser mítico o algo por el estilo. Una especie de dios.