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– ¿Es así como se ve a sí mismo? -preguntó ella.

El se rió de nuevo.

– Desde luego que no.

– Por eso lo llamamos el juego que se resiste a morir -dijo Kay-. Los aficionados se obsesionan con él.

Stacy paseó la mirada entre aquella extraña pareja.

– ¿Por qué? -preguntó.

– No lo sé -Leonardo sacudió la cabeza-. Si lo supiera, volvería a crear esa magia -se inclinó hacia ella, lleno de un entusiasmo infantil-. Porque es eso, ¿sabe? Magia. Conmover a la gente de forma tan íntima. Y tan intensa.

– Nunca publicó el juego. ¿Por qué?

El miró a su ex mujer.

– No soy el único creador de Conejo Blanco. Mi mejor amigo y yo lo creamos en 1982, cuando estudiábamos en Berkeley. Dragones y Mazmorras estaba en su momento de mayor auge. A Dick y a mí nos gustaba jugar, pero nos aburrimos de Dragones y Mazmorras.

– Y decidieron crear su propio juego.

– Exacto. Tuvo éxito y se corrió la voz desde Berkeley a otras universidades.

– Enseguida comprendieron -añadió Kay con calma- que habían creado algo especial. Que tenían en sus manos un posible éxito comercial.

– ¿El nombre de su amigo? -preguntó Stacy.

– Dick Danson -respondió Leonardo. Stacy anotó el nombre mientras él proseguía-. Montamos una empresa con intención de publicar Conejo Blanco y otros proyectos que teníamos a la vista. Pero discutimos antes de poder hacerlo.

– ¿Discutieron? -repitió Stacy-. ¿Y eso por qué?

Leonardo Noble pareció incómodo; su ex mujer y él se miraron.

– Digamos que descubrí que Dick no era la persona que yo creía que era.

– Disolvieron la sociedad -añadió Kay-. Y acordaron no publicar ninguno de sus proyectos en común.

– Debió de ser difícil -dijo Stacy.

– No tanto como podría pensarse. Yo tenía montones de oportunidades. Montones de ideas. Y él también. Y de todos modos Conejo Blanco ya estaba en la calle, así que pensamos que no perdíamos tanto.

– Dos Conejos Blancos -murmuró ella.

– ¿Perdón?

– Su antiguo socio y usted. Como co-creadores del juego, los dos ostentan el título de Conejo Blanco Supremo.

– Eso es cierto. Si no fuera porque Dick está muerto.

– ¿Muerto? -repitió ella-. ¿Cuándo murió?

Él se quedó pensando un momento.

– Hará tres años, porque fue antes de que nos mudáramos aquí. Se despeñó con el coche por un acantilado de la costa de Monterrey.

Stacy se quedó callada un momento.

– ¿Usted juega, señor Noble?

– No. Dejé de jugar hace años.

– ¿Puedo preguntar por qué?

– Perdí interés. Me cansé de los juegos de rol. Como cualquier cosa que se hace en exceso, al final acaba perdiendo emoción.

– Así que buscó nuevas emociones.

Él le lanzó una sonrisa amplia y bobalicona.

– Algo parecido.

– ¿Está en contacto con algún jugador de por aquí?

– No.

– ¿Alguno se ha puesto en contacto con usted?

El vaciló ligeramente.

– No.

– No parece muy seguro.

– Lo está -Kay miró con énfasis su reloj; Stacy advirtió el brillo de los diamantes-. Lamento poner fin a la conversación -dijo, poniéndose en pie-, pero Leo va a llegar tarde a una reunión.

– Claro -Stacy se levantó y volvió a guardarse la libreta en el bolsillo.

La acompañaron a la puerta. Ella se detuvo y dio media vuelta cuando ya había salido.

– Una última pregunta, señor Noble. Algunos artículos que he leído sugerían un vínculo entre los juegos de rol y el comportamiento violento. ¿Qué opina usted al respecto?

Algo cruzó el rostro de los otros dos.

La sonrisa de Leonardo Noble no vaciló, pero de pronto pareció forzada.

– Las pistolas no matan a la gente, detective Killian. Son las personas las que se matan entre sí. Eso es lo que creo.

Su respuesta parecía ensayada. Sin duda le habían hecho aquella misma pregunta muchas veces.

Stacy se preguntó cuándo había empezado a dudar de su respuesta.

Les dio las gracias y volvió a su coche. Al llegar a él, miró hacia atrás. La pareja había desaparecido en la casa. Qué extraño, pensó. Había algo en ellos que la inquietaba.

Se quedó mirando la puerta cerrada un momento mientras rememoraba su conversación, sopesando las impresiones que había extraído de ella.

No había tenido la sensación de que mintieran. Pero estaba segura de que no le habían dicho toda la verdad. Abrió la puerta del coche y se montó tras el volante. Pero ¿por qué?

Eso era lo que se proponía averiguar.

Capítulo 11

Jueves, 3 de marzo de 2005

11:00 a.m.

De pie al fondo de la capilla del Centro Religioso Newman, Spencer observaba salir en fila a los amigos de Cassie Finch y Beth Wagner. La capilla ecuménica, situada en el campus de la Universidad de Nueva Orleans, tenía un aspecto utilitario y desangelado, como todos los demás edificios del complejo universitario. Había resultado demasiado pequeña para dar cabida a las muchas personas que habían acudido a despedirse de Cassie y Beth. Se había llenado hasta rebosar.

Spencer intentó sacudirse el cansancio que lo aplastaba. Había cometido el error de quedar con unos amigos en el Shannon la noche anterior. Una cosa había llevado a otra y al final se había ido a la cama a las dos de la madrugada.

Esa mañana estaba pagando el precio de su inconsciencia. Y con creces.

Se obligó a concentrarse en las hileras de rostros. Stacy Killian, con expresión pétrea, acompañada por Billie Bellini. Los miembros del grupo de juego de Cassie, con todos los cuales había hablado ya. Los amigos y familiares de Beth. Bobby Gautreaux.

Aquello le pareció interesante. Muy interesante.

El chico no había mostrado remordimiento alguno un par de días antes; ahora, de pronto, parecía la efigie misma de la desesperación.

Desesperación por su propia suerte, sin duda.

El registro de su coche y su habitación en la residencia no les había proporcionado un vínculo directo… aún. Los chicos del laboratorio de criminalística estaban examinando cientos de huellas y evidencias materiales encontradas en la escena del crimen. Spencer no había descartado a Gautreaux. El chico era su mejor baza, de momento.

Miró a Mike Benson, uno de sus compañeros, que se hallaba al otro lado de la capilla, le hizo una leve seña con la cabeza y se apartó de la pared. Salió detrás de los estudiantes a la mañana fresca y luminosa.

Tony había estado apostado fuera durante el servicio religioso. Había también fotógrafos de la policía camuflados, encargados de capturar en película fotográfica las caras de todos los allegados para formar un archivo que cotejarían con los posibles sospechosos.

Spencer paseó la mirada por el grupo. Si no era Gautreaux, ¿estaría allí el asesino? ¿Observando? ¿Reviviendo la muerte de Cassie? ¿O divirtiéndose? ¿Riéndose de ellos, congratulándose por su astucia?

Fuera como fuese, Spencer no tenía ninguna intuición al respecto. Nadie destacaba. Nadie parecía fuera de lugar.

La frustración se apoderó de él. Una sensación de incompetencia. De ineptitud.

Maldición, no estaba capacitado para llevar el caso. Tenía la sensación de estar ahogándose.

Stacy se separó de sus amigos y se acercó a él. Spencer la saludó inclinando la cabeza y adoptó el talante de buen chico que tan bien le sentaba.

– Buenos días, ex detective Killian.

– Guárdate el encanto para otras, Malone. Yo paso.

– ¿Ah, sí, Killian? Por aquí a eso lo llamamos buenos modales.

– Pues en Texas lo llamamos chorradas. Sé a qué has venido, Malone. Sé lo que estás buscando. ¿Alguien te ha llamado la atención?

– No, pero no conocía a todos sus amigos. ¿Y a ti?