Media hora después, Spencer y Tony le dieron las gracias a Leonardo Noble y regresaron a su coche. El inventor había contestado a todas sus preguntas. No conocía a Cassie Finch. Nunca había estado en la Universidad de Nueva Orleans, ni en el Café Noir. Tampoco conocía a los jugadores locales de Conejo Blanco, ni mantenía contacto alguno con ellos. Les explicó que su amigo y él inventaron el juego, que nunca lo publicaron y que su amigo había fallecido.
Los dos detectives no hablaron hasta que estuvieron dentro del coche, con los cinturones de seguridad puestos y el motor en marcha.
– ¿Qué opinas? -preguntó Spencer.
– Killian uno, Niño Bonito cero.
– Bésame el culo, gordinflón.
Tony se echó a reír.
– Paso. Francamente, no me van esas cosas.
– Estaba hablando de Noble. ¿Tú qué opinas?
– Es un poco raro. Y eso de trabajar con su ex mujer… Yo no podría trabajar con la mía.
– Pero si Betty y tú lleváis casados una eternidad.
– Sí, pero, si no estuviéramos casados, me sacaría de mis casillas.
– ¿Crees que está limpio?
– Me parece que sí, pero cuesta saberlo sin el elemento sorpresa.
– Killian -masculló Spencer-. Se está poniendo en mi camino.
– ¿Y qué vas a hacer al respecto, jefe?
Spencer entornó los ojos.
– El Café Noir está en esta misma calle. Vamos a ver si esa entrometida anda por allí.
Capítulo 13
Jueves, 3 de marzo de 2005
4:40 p.m.
Stacy levantó la mirada y vio que los detectives Malone y Sciame se dirigían hacia ella, cruzando la cafetería. Malone parecía furioso.
Había averiguado lo de su visita a Leonardo Noble.
“Lo siento, colegas. Éste es un país libre”.
– Hola, detectives -dijo cuando se acercaron a la mesa-. ¿Habéis venido a tomar un café? ¿O a hacerme una visita de cortesía?
– Suplantar a un agente de policía es un delito, Killian -comenzó a decir Spencer.
Ella sonrió dulcemente y cerró su ordenador portátil.
– Lo sé. Pero ¿qué tiene eso que ver conmigo?
– No te hagas la lista conmigo. Hemos hablado con Noble.
– ¿Leonardo Noble?
– Claro que Leonardo Noble, quién si no. El creador de Conejo Blanco, ése al que sus fans llaman el Conejo Blando Supremo.
– Me alegra ver que has prestado atención.
Detrás de Spencer, Tony se aclaró la garganta. Stacy vio que intentaba no reírse y decidió que le gustaba Tony Sciame. Era bueno tener sentido del humor en aquella profesión.
– Aun así -prosiguió-, sigo sin entender qué tiene ver eso conmigo.
– Le dijiste que eras detective del Departamento de Policía de Nueva Orleans.
– No -puntualizó ella-, él dio por sentado que lo era. O más bien su asistenta, en realidad.
– Que era exactamente lo que tú querías.
Ella no lo negó.
– Que yo sepa, eso no va contra la ley. A menos que aquí, en Luisiana, las leyes sean muy distintas a las de Texas.
– Podría detenerte por obstrucción.
– Pero no lo harás. Mira… -se levantó para quedar frente a frente con él-, podrías llevarme a comisaría, retenerme un par de horas, hacerme pasar un mal rato. Pero al final no podrías detenerme por falta de pruebas.
– Tiene razón, Niño Bonito -dijo Tony, y fijó su atención en ella-. Hagamos un trato, Stacy. No puedes ir por ahí interrogando a posibles sospechosos antes que nosotros. Necesitamos pillarlos por sorpresa, para evaluar sus reacciones. Pero eso ya lo sabes, fuiste policía. Sabes que no podemos permitir que pongas sobre aviso a los testigos. Que les des ideas. Eso empaña su testimonio. Yo diría que eso es obstrucción.
– Puedo ayudaros -dijo ella-. Y lo sabéis.
– No tienes placa. Estás fuera. Lo siento.
Ella no quería dar su brazo a torcer. Al menos, hasta que estuviera segura de que la investigación se hallaba en terreno sólido. Pero eso no pensaba decírselo a ellos.
– Entonces, consideradme una fuente. Una especie de soplona.
Tony asintió con expresión complacida.
– Bien. Si consigues alguna pista, pásanosla. Con eso no tengo ningún problema. ¿Y tú, Niño Bonito?
Stacy clavó los ojos en el más joven de los dos. Malone no se estaba dejando engañar por su aparente docilidad. Era más listo que la media, a fin de cuentas.
– No, ningún problema -dijo él sin mirar a su compañero.
– Me alegra que estemos de acuerdo. -Tony se frotó las manos-. Bueno, ¿qué tienen de bueno por aquí?
– A mí me gustan los capuchinos, pero todo está bueno.
– Creo que voy a probar uno de esos granizados que beben los adolescentes. ¿Tú quieres algo?
Spencer sacudió la cabeza sin apartar la mirada de Stacy.
– ¿Qué? -preguntó ella cuando Tony se alejó.
– ¿Por qué haces esto?
– Ya te lo dije. En el funeral.
– Meterte en la investigación es una locura, Stacy. Ya no eres policía. Fuiste la primera en llegar a la escena del crimen. Es muy posible que fueras la última persona que vio con vida a Cassie Finch.
– La última no, eso seguro. O sería su asesina. Y los dos sabemos que no lo soy.
– Yo no sé nada.
Ella resopló, llena de frustración.
– Dame un respiro, Malone.
– Ya te lo he dado, Killian. Pero el juego se acabó -se inclinó un poco hacia ella-. El hecho es que yo soy la ley y tú no. Ésta es la última vez que te lo pido civilizadamente. Apártate de mi camino.
Stacy lo miró alejarse y reunirse con su compañero, que acababa de dar el primer sorbo a la mezcla de chocolate y café granizado que había pedido. Sonrió para sí misma.
“Que gane el mejor, colegas”.
Capítulo 14
Viernes, 4 de marzo de 2005
10:30 p.m.
La biblioteca Earl K. Long se hallaba situada en medio del campus de la Universidad de Nueva Orleans, enfrente de la pradera. Con sus seiscientos mil metros cuadrados y sus cuatro plantas, había sido construida, como la mayoría de los edificios de la universidad, en la década de 1960.
Stacy estaba sentada en una mesa de la cuarta planta, donde se hallaba el Centro Multimedia, que incluía colecciones de audio, microfilmes, microfichas y vídeos. Había estado informándose sobre los juegos de rol desde que había salido de clase, esa tarde. Cansada y hambrienta, tenía un fuerte dolor de cabeza.
Pero aun así se resistía a irse a casa. La información que había descubierto acerca de los juegos de rol, y de Conejo Blanco en particular, le resultaba fascinante.
Y también perturbadora. Uno tras otro, los artículos que leía relacionaban los juegos de rol con suicidios, pactos mortíferos e incluso asesinatos. Había padres de jugadores que aseguraban que el comportamiento de sus hijos había sufrido un cambio radical, que su obsesión por el juego era tan intensa que temían por la salud mental de sus hijos. Algunos padres se habían organizado en grupos para intentar alertar a otros de los peligros de los juegos de rol y para forzar a los fabricantes a incluir en los juegos etiquetas que advirtieran de sus posibles perjuicios.
Las pruebas circunstanciales en contra de los juegos eran tan contundentes que varios políticos habían tomado cartas en el asunto, aunque de momento sin resultado alguno.
A decir verdad, cierto número de investigadores descartaba tales conclusiones, que consideraban alarmistas y carentes de fundamento. Pero incluso ellos reconocían que, en manos equivocadas, aquel material podía ser una poderosa herramienta.
No era el juego lo peligroso, sino la obsesión por el juego.