Una variante de la sentencia de Leonardo Noble: “Las pistolas no matan a la gente; es la gente la que se mata entre sí”.
Stacy se llevó una mano a la cabeza y se frotó distraídamente la sien mientras deseaba un café bien cargado o una galleta de chocolate. Cualquiera de las dos cosas, o las dos, acabaría con su dolor de cabeza. Miró su reloj. La biblioteca cerraba a las once. Ya que estaba, podía quedarse hasta la hora de cierre.
Volvió a fijar su atención en los papeles que tenía ante ella. El juego sobre el que había más material era Dragones y Mazmorras, el primero que había salido al mercado y todavía el más popular. Pero, aunque Conejo Blanco se alejaba de la corriente principal de los juegos de rol, Stacy había encontrado algunos datos sobre él. Un grupo de padres lo tildaba de “impío”; otro, de “deplorablemente violento”.
Un movimiento en los márgenes de su visión llamó su atención. Alguien que se iba, supuso, notando que la biblioteca estaba casi vacía. Otro bicho raro, igual que ella. Los demás estudiantes habían abandonado su búsqueda del saber (o de las buenas notas, pues a veces ambas cosas se excluían mutuamente) y se habían ido a casa a ver la tele o a tomar una copa con sus amigos.
A las once, el servicio de seguridad de la universidad comenzaba a desalojar la biblioteca, empezando por la cuarta planta.
Stacy se había quedado muchas veces hasta el cierre en su corta experiencia como estudiante universitaria.
Sus pensamientos se desplazaron suavemente hacia Spencer Malone. Pensó en su enfrentamiento. Tenía suerte de que no la hubiera llevado a comisaría. De haberse hallado en su lugar, ella seguramente lo habría hecho. Por una simple cuestión de principios.
¿Qué tenía el detective Malone que la impulsaba a arremeter contra él?
Había algo en él que le recordaba a Mac.
Al pensar en su ex compañero y amante, sintió una opresión en el pecho. ¿De tristeza? ¿O de anhelo? No por él, sino por el hombre al que había amado y que en realidad no existía. Por lo que había creído que había entre ellos. Amor. Compañerismo. Lealtad.
Respiró hondo. Esa parte de su vida era agua pasada. Había sobrevivido a la traición de Mac; eso era precisamente lo que la había impulsado a tomar las riendas de su vida. A cambiar. Ahora era más fuerte.
No le hacía falta un hombre, ni amor, para ser feliz.
Regresó obstinadamente a sus pesquisas. Varios estudios ofrecían una semblanza del jugador tipo: coeficiente intelectual superior a la media, creativo y dotado de una vívida imaginación. Por lo demás, aquellos juegos cruzaban todas las barreras sociales, económicas y raciales. Eran, al parecer, una espita para la fantasía. Ofrecían emoción y la oportunidad de experimentar cosas que, de otro modo, los jugadores no tenían esperanza de hallar en el mundo real.
Oyó un ruido tras ella, entre las hileras de estanterías. Levantó la cabeza y se giró. Oyó aquel ruido otra vez, como si alguien que contenía el aliento exhalara de pronto.
– Hola -dijo-. ¿Hay alguien ahí?
Le contestó el silencio. Se le erizó el vello de la nuca. Había sido policía tanto tiempo que siempre se daba cuenta de cuándo algo iba mal. Ya fuera por un sexto sentido policial o por un agudo instinto de supervivencia, lo cierto era que rara vez fallaba.
Sintiendo una subida de adrenalina, se levantó despacio y echó mano automáticamente del arma.
Pero no llevaba sobaquera. Ni arma.
Ya no era policía.
Posó la mirada en su bolígrafo, un arma letal si se usaba con precisión y sin vacilar, más efectiva cuando el golpe se dirigía a la base del cráneo, a la yugular o a un ojo. Lo recogió y lo agarró con fuerza con la mano derecha.
– ¿Hay alguien? -llamó de nuevo alzando la voz.
Oyó el traqueteo del ascensor de camino a la cuarta planta. El servicio de seguridad del campus, pensó. Estaban desalojando el edificio. Bien. Refuerzos, en caso de necesitarlos.
Echó a andar hacia las hileras de libros con el corazón acelerado y el bolígrafo a punto. Le llegó un ruido desde el otro lado. Se giró bruscamente. Las luces se apagaron. La puerta de la escalera se abrió de golpe y la luz entró a raudales al tiempo que una silueta cruzaba el vano a toda velocidad.
Antes de que pudiera darle el alto, se vio agarrada desde atrás y arrastrada contra un amplio pecho. Su agresor la sujetaba con fuerza con un brazo, apretándola contra él y trabándole los brazos. Con el otro, le tapaba la boca y le inmovilizaba la cabeza.
Un hombre, pensó, intentando dominar su miedo. Alto. Unos cuantos centímetros más alto que ella; al menos un metro ochenta y dos. Aquel sujeto sabía lo que hacía: le sostenía la cabeza de tal modo que le sería relativamente fácil romperle el cuello. Tenía la altura y la fuerza de su parte. Forcejear sería inútil. Sólo conseguiría perder una energía preciosa.
Agarró con fuerza el bolígrafo y aguardó el momento idóneo. Sabía que llegaría. Su agresor había utilizado el elemento sorpresa para atraparla; ella le devolvería el favor.
– Mantente al margen -susurró él, con voz densa y sofocada a propósito. Stacy estaba segura de ello.
Le acercó la boca y le metió la lengua en la oreja. Stacy sintió la bilis en la garganta, amenazando con ahogarla.
– O te las verás conmigo -añadió él-. ¿Entendido?
Sí. Estaba amenazando con violarla.
El muy cabrón lamentaría aquella amenaza.
Llegó el momento. Convencido de que el miedo la había paralizado, él se movió. Stacy comprendió que pensaba empujarla. Y huir. Al darse cuenta, reaccionó. Cambió de postura, se giró de golpe, lo agarró con la mano izquierda y hundió la punta del bolígrafo en su estómago con la derecha. Sintió la sangre en los dedos.
El gritó de dolor y cayó hacia atrás.
Stacy tropezó y cayó contra un carro de libros. El carro se volcó, los libros se desparramaron por el suelo con estrépito.
El haz de una linterna hendió la oscuridad.
– ¿Quién anda ahí?
– ¡Aquí! -gritó Stacy, intentando incorporarse-. ¡Socorro!
Su agresor se levantó y echó a correr. Alcanzó la puerta de la escalera un momento antes de que el guardia encontrara a Stacy.
– Señorita, ¿está…?
Ella señaló con el dedo.
– Las escaleras -logró decir-. Ha huido por ahí.
El guardia no perdió tiempo. Echó a correr en aquella dirección, con la radio en alto, pidiendo refuerzos.
Stacy se levantó. Le temblaban las piernas. Oyó el golpeteo de las pisadas del guardia en las escaleras, aunque dudaba que pudiera atrapar a su agresor. Aunque iba herido, le sacaba mucha ventaja.
Las luces se encendieron. Aquel cambio repentino la hizo parpadear. Mientras sus ojos se acostumbraban a la luz, vio los libros y el carro volcado, el rastro de sangre que llevaba a la escalera.
Una mujer corrió hacia ella, alarmada.
– ¿Está bi…? ¡Dios mío, está sangrando!
Stacy bajó la mirada. Tenía la camisa y la mano ensangrentadas.
– No es mía. Le he clavado el bolígrafo.
La mujer se puso blanca. Temiendo que se desmayara, Stacy la condujo hasta una silla.
– Ponga la cabeza entre las rodillas. Se encontrará mejor -cuando la mujer hizo lo que le indicaba, añadió-: Ahora respire. Profundamente, por la nariz.
Al cabo de unos instantes, la otra levantó la cabeza.
– Me siento tan estúpida… Es usted quien debería estar…
– No se preocupe por eso. ¿Está ya mejor?
– Sí, ha… -respiró hondo varias veces-… ha tenido mucha suerte.
– ¿Suerte? -repitió Stacy.
– Podrían haberla violado. Esas otras chicas…
– No tuvieron tanta suerte.
Stacy se dio la vuelta. El guardia que había acudido en su ayuda había vuelto. Stacy vio que era joven. Tendría unos veinticinco años.
– No lo ha atrapado, ¿verdad?
Él parecía exasperado.
– No, lo siento -señaló su sangre-. ¿Está herida?