Pareció que ella se disponía a protestar. Pero no lo hizo.
– Está bien.
Spencer cruzó tras ella la ciudad y aparcó su Camaro en un vado. Bajó el parasol para que se viera la identificación policial y salió del coche.
La cinta policial recorría aún el lado de la casa donde había vivido Cassie Finch. Spencer anotó mentalmente que debía quitarla antes de irse. El lugar de los hechos debía haberse despejado para su limpieza hacía días. Le extrañaba que Stacy no le hubiera dado la lata con eso.
Stacy cerró con fuerza la puerta de su coche.
– Puedo ir sola desde aquí.
– ¿Qué pasa? ¿Ni siquiera vas a darme las gracias?
Ella cruzó los brazos.
– ¿Por qué? ¿Por acompañarme a casa? ¿O por pensar que estoy de mierda hasta el cuello?
– Yo no he dicho eso.
– No hace falta. Lo llevabas escrito en la cara.
Él enarcó una ceja.
– ¿Escrito?
– Olvídalo.
Giró sobre sus talones y echó a andar hacia el porche. Él la detuvo agarrándola del brazo.
– ¿Se puede saber cuál es tu problema?
– Ahora mismo, tú.
– Estás muy guapa cuando te enfadas.
– ¿Y muy fea cuando no?
– Deja de poner palabras en mi boca.
– Créeme, no podría. Yo no hablo como un paleto. Él se quedó mirándola un momento, dividido entre la desesperación y la risa. Por fin venció ésta última: se echó a reír y le soltó el brazo.
– ¿Tienes café ahí dentro?
– ¿Intentas ligar conmigo?
– No me atrevería, Killian. Es que se me ha ocurrido darle una oportunidad a tu teoría.
– ¿Y eso por qué?
– Porque puede que se lo merezca -sonrió-. Cosas más raras se han visto.
– No me refería a eso, sino a lo otro. ¿Por qué no te atreverías a intentar ligar conmigo?
– Muy sencillo. Porque me darías una patada en el culo.
Ella lo miró un momento y luego le lanzó una sonrisa mortífera.
– Tienes razón, eso haría.
– Ya estamos de acuerdo en algo -se llevó una mano al corazón-. Es un milagro.
– No te pases, Malone. Vamos.
Subieron las escaleras y cruzaron el porche hasta la puerta. Ella abrió, entró y encendió la luz. Spencer la siguió a la cocina, situada en la parte de atrás del apartamento.
Stacy abrió la nevera, echó un vistazo y volvió a mirarlo.
– Esta noche no me basta con un café -sacó una botella de cerveza-. ¿Y a ti?
Él tomó la cerveza y giró el tapón.
– Gracias.
Ella hizo lo mismo y le dio un largo trago a la botella.
– Lo necesitaba.
– Una noche genial.
– Un año genial.
Spencer había llamado al Departamento de Policía de Dallas y sabía ya algunas cosas sobre el pasado de Stacy Killian. Era una veterana en la policía de Dallas, con diez años de servicio a sus espaldas. Muy considerada en el cuerpo. Dimitió de repente tras resolver un caso importante en el que se había visto implicada su hermana, Jane. El capitán con el que había hablado mencionó ciertas razones personales para justificar su dimisión, pero no le dio pormenores. Spencer no había querido insistir.
– ¿Quieres hablar de ello?
– No -ella bebió otro trago.
– ¿Por qué dejaste el cuerpo?
– Como le dije a tu compañero, necesitaba cambiar de aires.
Él hizo girar la botella entre las palmas de sus manos.
– ¿Tuvo algo que ver con tu hermana?
Jane Westbrook. La única hermana de Stacy, aunque lo fuera sólo a medías. Una artista de cierto renombre. Objetivo de un complot para asesinarla. Un complot que había estado a punto de tener éxito.
– Has estado investigándome.
– Claro.
– La respuesta a tu pregunta es no. Lo de dejar el cuerpo tuvo que ver sólo conmigo.
Él se llevó la botella a los labios y bebió sin apartar los ojos de ella.
Stacy frunció el ceño.
– ¿Qué?
– ¿Alguna vez has oído ese viejo refrán que dice que puedes sacar al poli del trabajo, pero no el trabajo del poli?
– Sí, lo he oído. Pero no confío mucho en viejos refranes.
– Pues quizá deberías.
Ella miró su reloj.
– Se está haciendo tarde.
– Tienes razón -bebió otro trago de cerveza, ignorando su poco sutil indirecta para que se marchara. Apuró la cerveza parsimoniosamente. Dejó la botella con cuidado sobre la mesa y se levantó.
Ella cruzó los brazos, irritada.
– Creía que querías oír mi historia otra vez.
– Mentí -agarró su chaqueta de cuero-. Gracias por la birra.
Ella soltó un bufido. De estupor y de rabia, pensó Spencer. Reprimió una sonrisa, se acercó a la puerta y luego la miró.
– Dos cosas, Killian. Primero, está claro que no tienes ni idea de lo que es un paleto.
Ella esbozó una sonrisa.
– ¿Y segundo?
– Puede que no estés tan llena de mierda, a fin de cuentas.
Capítulo 16
Sábado, 5 de marzo de 2005
11:00 a.m.
Stacy intentaba concentrarse en el texto que tenía delante. La Oda a Psique, de John Keats. Había decidido estudiar a los románticos porque su sensibilidad le parecía muy ajena a la del mundo actual, y también muy alejada de la brutal realidad de la que ella había formado parte durante una década.
Ese día, sin embargo, aquel canto a la belleza y el amor espiritual le parecía recargado y banal.
Se sentía aturdida y vapuleada, aunque no sabía muy bien por qué. Aquel individuo no le había hecho nada, aparte de un par de magulladuras. A decir verdad, salvo por la descarga de adrenalina, ni siquiera se había asustado. En ningún momento había tenido la sensación de que la situación escapara a su control.
Así pues, ¿por qué temblaba de pronto?
“Mantente al margen. O te las verás conmigo”.
Una advertencia. Había conseguido que alguien se sintiera muy incómodo.
Pero ¿quién? ¿Bobby Gautreaux? No parecía probable, dado que la policía ya había centrado sus sospechas en él. ¿Alguna otra persona con la que había hablado de Conejo Blanco? Sí. Pero ¿quién?
La policía no le serviría de nada. Estaban convencidos de que su agresor era el violador de aquellas otras chicas, que había recrudecido sus ataques.
No se lo reprochaba; el modus operandi era casi idéntico al de las violaciones. Repasó lo que le habían dicho sobre el violador del campus. Un sujeto corpulento que atacaba a mujeres solas, en el campus, de noche, agarrándolas por detrás. Le habían puesto de mote Romeo por las naderías que les susurraba al oído. Cosas como “te quiero”, “estaremos juntos para siempre” y, la más sangrante de todas, “quédate conmigo”.
“Puede que no estés tan llena de mierda, a fin de cuentas”. ¿De veras la creía Malone? ¿O sencillamente le había tirado un hueso para cerrarle la boca?
“No me atrevería a ligar contigo, Killian. Me darías una patada en el culo”.
Aquel comentario la irritaba. ¿Tanto intimidaba a los hombres? ¿Tan agria era? ¿Habría perdido en algún punto del camino la capacidad de hacerse accesible a los demás?
Killian la rompepelotas, la llamaban sus colegas de la policía de Dallas. Por lo visto estaba progresando: ahora sólo era una pateadora de culos. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Una revientatripas?
– Hola, detective Killian.
Stacy levantó la vista. Leonardo Noble estaba cruzando el Café Noir en dirección a su mesa; en una mano llevaba un plato con un bollo y en la otra una taza de café.
– No soy detective -dijo ella cuando llegó a su lado-. Pero sospecho que ya lo sabe.
Sin preguntar si podía sentarse, Noble puso su café y su plato sobre la mesa, retiró una silla y tomó asiento.
– Y sin embargo lo es -dijo-. De homicidios. Diez años en la policía de Dallas. Varias veces condecorada. La última, el otoño pasado. Presentó su renuncia en Enero para ponerse a estudiar literatura inglesa.