Ella abrió la boca para contestar; pero el sonido del teléfono móvil de Spencer la interrumpió.
– Malone.
Stacy observó su cara mientras escuchaba y advirtió la leve crispación de su boca. El modo en que sus cejas se juntaban en un ceño.
Era una llamada de trabajo.
– Entendido -dijo él-. Enseguida voy.
Stacy comprendió que tenía que irse. En alguna parte, alguien había muerto. Asesinado.
Él volvió a guardar el móvil en su funda y la miró a los ojos.
– Lo siento -dijo-. El deber me llama.
Ella asintió con la cabeza.
– Anda, vete.
Él se marchó sin mirar atrás. Su porte y sus andares resudaban aplomo y determinación.
Stacy se quedó observándolo. Durante diez años había recibido llamadas como aquélla. Y las odiaba. Las temía. Siempre llegaban en el peor momento.
¿Por qué, entonces, experimentaba aquella lacerante sensación de vacío? ¿Aquella impresión de hallarse fuera, como una mirona?
Se volvió para recoger sus cosas. Y vio a Bobby Gautreaux caminando hacia las escaleras. Lo llamó lo bastante fuerte como para que la oyera.
Pero él no aflojó el paso, ni miró hacia atrás. Stacy se levantó y lo llamó de nuevo. Alzando la voz. Él echó a correr. Stacy salió tras él; llegó en cuestión de segundos a la escalera.
Bobby ya había desaparecido.
Bajó corriendo las escaleras de todos modos. La bibliotecaria la miró con enojo. Stacy se dio cuenta de que era una becaria y se acercó a ella.
– ¿Has visto pasar a un chico moreno con una mochila naranja? Iba corriendo.
La joven miró a Stacy de arriba abajo con expresión abiertamente hostil.
– Veo a muchos chicos morenos.
Stacy entornó los ojos.
– La biblioteca no está tan llena. Iba corriendo. ¿Quieres cambiar tu respuesta?
Ella titubeó y luego señaló las puertas de la entrada principal.
– Se ha ido por ahí.
Stacy le dio las gracias y volvió arriba. No conseguiría nada persiguiendo a Bobby. Primero, dudaba de poder encontrarlo. Y, segundo, ¿qué demostraría con ello? Si la había estado espiando, él no lo reconocería.
Pero, si así era, ¿qué motivo tenía?
Llegó al segundo piso, se acercó a la mesa y comenzó a recoger sus cosas, pero se quedó paralizada al pasársele una idea por la cabeza. Bobby era muy corpulento. Más alto que ella. No tanto como le había parecido su agresor de la otra noche, pero, teniendo en cuenta las circunstancias, quizá se hubiera equivocado.
Tal vez Bobby Gautreaux no estuviera espiándola. Quizá sus intenciones fueran más oscuras.
Tendría que andarse con cuidado.
Capítulo 20
Martes, 8 de marzo de 2005
11:15 p.m.
Parado en la acera, delante del destartalado complejo de apartamentos, Spencer esperaba a Tony. Su compañero había llegado justo detrás de él, pero aún no había salido de su coche. Estaba hablando por el móvil; la conversación parecía acalorada. Sin duda la famosa Carly, pensó Spencer. Otra vez lo mismo.
Fijó su atención en la calle, en las hileras de casas, casi todas ellas viviendas multifamiliares. En una escala de preferencia, aquel barrio de Bywater no superaba el tres, aunque Spencer suponía que eso dependía de la perspectiva de cada cual. Algunas personas se morían por vivir allí; otras se matarían antes.
La comisura de su boca se alzó en una sonrisa amarga. A otros, sencillamente, se les venía la muerte encima.
Desvió la mirada hacia el complejo de cuatro apartamentos. Los primeros agentes habían acordonado la zona y la cinta amarilla se extendía ante el soportal. En sus buenos tiempos, el edificio había sido una vivienda de clase media con espacio suficiente para albergar a una familia numerosa. En algún momento, cuando aquella zona cayó en la desidia y el abandono, había quedado dividido en pequeños apartamentos, y su hermosa fachada fue recubierta con aquel espantoso papel embreado que tan popular se hizo tras la II Guerra Mundial.
Spencer se volvió al oír cerrarse la puerta del coche. Tony había acabado de hablar; aunque, por su cara de enfado, Spencer dedujo que la cosa no había acabado ahí.
– ¿Te he dicho que odio a los adolescentes? -dijo Tony al llegar a su lado.
– Repetidas veces -echó a andar a su lado-. Gracias por venir.
– Últimamente aprovecho cualquier excusa para salir de casa.
– Carly no es tan mala -dijo Spencer con una sonrisa-. Es sólo que tú estás viejo, Gordinflón.
Tony lo miró con enfado.
– No te pases de listo, Niño Bonito. Esa chica me está sacando de quicio.
– El poli se cabrea. Mal asunto -Spencer levantó la cinta policial para que pasara Tony y luego pasó por debajo de ella.
Un perro de mísero aspecto los miraba desde la valla de alambre del vecino. No había ladrado ni una sola vez, cosa que a Spencer le extrañaba.
Se acercaron al primer agente, una mujer con la que había salido su hermano Percy. La cosa no había acabado bien.
– Hola, Tina.
– Spencer Malone. Veo que has ascendido.
– En Nueva Orleans todo es posible.
– ¿Cómo está el inútil de tu hermano?
– ¿Cuál de ellos? Tengo varios que encajan con esa descripción.
– En eso tienes razón. Mejorando lo presente.
– Eso no se lo discuto, agente DeAngelo -Spencer sonrió-. ¿Qué tenemos?
– Ha sido en el apartamento de arriba. La víctima está en la bañera. Totalmente vestida. Se llamaba Rosie Allen. Vivía sola. Llamó el inquilino de abajo. Se le estaba mojando el techo. Intentó reanimarla, no pudo y nos llamó.
– ¿Por qué nos has llamado a nosotros y no a la UIC?
– Esto tiene toda la pinta de ser un caso para la DAI. El asesino nos dejó su tarjeta de visita.
Spencer frunció el ceño.
– ¿Oyó algo el vecino? ¿Vio algo sospechoso?
– No.
– ¿Y los otros vecinos?
– Nada.
– ¿Habéis llamado a los técnicos?
– Vienen de camino. Y el forense también.
– ¿Habéis tocado algo?
– Le buscamos el pulso y cerramos los grifos. Y también apartamos la cortina de la ducha. Eso es todo.
Spencer asintió con la cabeza. Tony y él echaron a andar por la acera. Al llegar a la puerta abierta del edificio, Spencer se detuvo y se dio la vuelta.
– Le diré a Percy que has preguntado por él.
– Si quieres morir, hazlo.
Tony y él subieron riendo las escaleras, que desembocaban en el cuarto de estar del apartamento. La habitación había sido convertida en un taller, provisto de dos mesas con sendas máquinas de coser profesionales. A lo largo de una pared había una serie de canastos llenos de ropa; a lo largo de otra, percheros repletos de prendas colgadas, uno de ellos cargado de disfraces, de ésos que despertaban los mayores aplausos en el desfile gay de los carnavales. Montones de lentejuelas. Recargados hasta el extremo.
Contra la pared del fondo había un tresillo viejo. Delante de él, una mesa baja y desportillada. Sobre ella había apiladas un montón de novelas de bolsillo. Una de ellas estaba abierta boca abajo. Junto a ella había una linda taza de porcelana con su platillo. Parecía antigua. Y femenina.
Spencer se acercó a la mesa. En la taza sólo quedaban unos posos. Sobre el platillo había una galleta a medio comer.
Fijó su atención en los libros. Novelas de amor. Unas cuantas de misterio. Hasta una del oeste. No reconoció ningún título.
– No hay tele -dijo Tony, sorprendido-. Todo el mundo tiene tele.
– Puede que esté en el dormitorio.
– Puede.
Tras ellos oyeron el alboroto de los técnicos que llegaban. Como un rebaño de reses subiendo las escaleras de madera. Spencer, que no quería darles la bienvenida a sus compañeros, le indicó a Tony el cuarto de baño. Ellos habían llegado primero; tenían derecho a examinar en primer lugar la escena del crimen.