– Es suficiente para que un juez ordene un análisis de ADN. Si ese pelo resulta ser de Gautreaux, es nuestro -O'Shay se llevó un pañuelo a la nariz-. Llamen al juez…
– Ya lo hemos hecho. Tendremos el mandamiento dentro de una hora.
– Buen trabajo, detectives. Manténganme informada.
Sonó su teléfono; ella lo descolgó y les indicó con un gesto que la reunión había acabado.
Spencer y Tony se levantaron y se dirigieron a la puerta. Allí Spencer se detuvo, se volvió hacia su tía y esperó a que acabara de hablar.
Ella colgó y lo miró inquisitivamente.
Sus ojeras preocupaban a Spencer. Así se lo dijo.
Ella sonrió con desgana.
– No te preocupes. Cuesta dormir cuando no puedes respirar. La alergia me está pasando factura.
– ¿Seguro que no es nada más?
– Absolutamente -ella se irguió y adoptó una expresión profesional-. Esta mañana oí algo que no me gustó nada.
Spencer se envaró ligeramente.
– ¿De quién?
– La pregunta pertinente no es de quién. Qué sería más apropiado.
– Está bien. ¿Qué has oído?
– Que estuviste de juerga en el Shannon hasta que cerraron. La noche anterior a una operación de vigilancia importante.
Spencer sintió agitarse su rabia y procuró dominarse.
– No estaba de servicio.
– No, no estabas de servicio. Pero tres horas después, sí -se levantó para mirarlo directamente a los ojos-. Con resaca, en mí tiempo.
– Hice mi trabajo -contestó él poniéndose a la defensiva.
– Usa la cabeza, Spencer. Piensa en lo que te hizo vulnerable para el teniente Moran.
Spencer sintió el impulso de protestar. Estaba enfadado. Cabreado con quien le había ido con el cuento a su tía.
Pero, sobre todo, estaba cabreado consigo mismo.
Ella apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia él.
– No vas a cagarla bajo mi mando. Antes te traslado. ¿Entendido?
De vuelta a la Unidad de Investigación Criminal. O peor aún. Su tía tenía mano en el Departamento. Sin duda se hallaba bajo el microscopio, presionada por los mismos sujetos que habían intentado aplacarlo a él asignándolo a la DAI.
Querían echarle. Imaginaban que no duraría.
Por eso le habían ofrecido aquella perita en dulce. Así el Departamento se ahorraba complicaciones legales… y sin ningún coste.
Spencer se irguió. Furioso. Sintiéndose traicionado por aquéllos en los que había confiado.
– Entendido, comisarla O'Shay. No se preocupe por mí, tengo los ojos bien abiertos.
Capítulo 24
Jueves, 10 de marzo de 2005
11:45 a.m.
En su primera visita al Barrio Francés, Stacy había comprendido que encontrar aparcamiento en la calle era prácticamente imposible. Había recorrido lentamente la red de callejuelas de un solo sentido sólo para darse por vencida al cabo de media hora y dejar el coche en un aparcamiento de pago de precios exorbitantes.
Esa mañana ni siquiera se molestó en buscar un sitio libre. Se metió en el primer aparcamiento que encontró, sacó un tique y le dio las llaves al empleado.
Nueva Orleans no dejaba de asombrarla. Allí se sentía como una extranjera en un país extraño. Dallas era una ciudad relativamente joven: sus moradores se ufanaban cuando podían remontar sus raíces hasta 1922. Nueva Orleans era, por el contrario, una ciudad histórica. Una ciudad que alardeaba de sus ricas tradiciones sociales, cimentadas en el linaje de cada cual, en una bella aunque deteriorada arquitectura y en unas cucarachas con un siglo a cuestas. O eso le habían dicho a Stacy.
Era Nueva Orleans una ciudad que se regodeaba en sus propios excesos. Comilonas. Risotadas. Borracheras. Todo perfectamente asumible en una ciudad cuyo lema -¡Que sigan rodando los buenos tiempos!- era algo más que un eslogan del Departamento de Turismo.
Era un modo de vida.
Y en ninguna parte era tan patente esa actitud como en el Barrio Francés. Bares y clubes de destape, restaurantes, tiendas de antigüedades y souvenirs, discotecas, hoteles y casas de vecinos coexistían en las setenta y ocho manzanas que componían el asentamiento original de Nueva Orleans.
El Barrio albergaba además un sinfín de tiendas de carteles y galerías de arte. Arte de poca monta, muy alejado de aquél en el que las piezas llevaban etiquetas con precios de miles de dólares. Arte fácil y comercial, destinado al consumo masivo.
Por eso estaba allí Stacy.
Tenía intención de rastrear el posible origen de las postales de Leo. Una de ellas, saltaba a la vista, se fabricaba en serie y seguramente se vendía en un centenar de tiendas sólo en el Barrio Francés. Las otras dos, sospechaba Stacy, eran únicas.
Se quedó parada en la acera, en la esquina entre las calles Decatur y St. Meter. A su lado discurría un flujo de gente de todas clases, desde hombres trajeados hasta un travestido con medias de rejilla y minifalda de cuero rojo.
Stacy suponía que las tarjetas pertenecían a una edición limitada pintada por un artista local y vendida en un reducido número de tiendas. Leo le había dado la tarjeta en la que aparecía el Conejo Blanco guiando a Alicia por la madriguera. Spencer se había llevado la otra en calidad de prueba material. Si ella hubiera estado al frente del caso, se habría llevado las dos.
Pero, por suerte, no lo estaba.
Recorrió la manzana hasta llegar a la esquina que formaban Royal Street y una tienda de carteles llamada “Dibuja esto”. Entró.
El dependiente, un chico con el pelo corto, rizado y crespo, estaba en el mostrador, hablando por el móvil. Al verla, puso fin a la llamada y se acercó.
– ¿Puedo ayudarla en algo?
Ella sonrió.
– Hola. Un amigo ha recibido esta tarjeta y estoy intentando encontrar una igual.
El chico miró la tarjeta y sacudió la cabeza.
– No la tenemos.
– ¿Tienen alguna parecida?
– No.
Ella se la enseñó otra vez.
– ¿Alguna idea de dónde puedo buscar?
Otro cliente entró en la tienda. El chico desvió la mirada y luego volvió a fijarla en ella.
– No, lo siento.
Las siguientes seis tiendas resultaron una copia casi exacta de la primera. Stacy llegó hasta el final de Royal Street y volvió hacia Canal Street. En la siguiente esquina había una tienda de carteles llamada Reflejos. Stacy entró y enseguida vio que el género de la tienda era más variado que el de las últimas que había visitado y tendía más hacia lo raro y lo exótico.
– ¿Puedo ayudarla? -preguntó un hombre desde la puerta de la trastienda.
Stacy vio que había estado almorzando.
– Eso espero -Stacy le lanzó una sonrisa confiada mientras cruzaba la tienda-. Quería saber si tenía este tipo de postales -le enseñó la tarjeta.
– Lo siento.
Ella no pudo disimular su decepción.
– Eso me temía.
– ¿Me permite? -el dependiente tendió la mano. Ella le dio la tarjeta. El observó la ilustración, juntando las cejas en un leve ceño-. Una ilustración muy interesante. ¿Dónde la ha conseguido?
– Le mandaron varias a un amigo. Me gusta mucho Alicia en el País de las Maravillas y había pensado comprar una caja, si no eran muy caras.
Él frotó una esquina de la tarjeta entre el índice y el pulgar.
– Nadie vende esto por cajas, me temo.
– ¿Cómo dice?
– Esto es un original, no una copia impresa -levantó la tarjeta hacia la luz y entornó los ojos-. Lápiz y tinta -pasó el pulgar a lo largo del borde desigual-. Buen papel. Cien por cien textil. Y libre de ácidos. El artista conoce su oficio.
– ¿Reconoce al autor?
– Podría ser.
– ¿Podría ser?
– Nunca había visto esta ilustración, pero el trazo me recuerda a un ilustrador local. Pogo.