Al final, había malgastado un año y medio de su vida.
Cuando pensaba en ello todavía se ponía enfermo. Le enfurecía recordar cuántos compañeros se habían vuelto en su contra, incluida aquella sabandija de Connelly. Hasta entonces, había considerado el cuerpo de policía de Nueva Orleans como una especie de extensa familia cuyos agentes eran sus hermanos y hermanas.
Y, hasta ese momento, la vida había sido para él una gran fiesta. Laissez les bon temps rouler, al estilo de Nueva Orleans.
Todo eso había cambiado por culpa del teniente Moran. Aquel tipo había convertido su vida en un infierno. Había destruido sus ilusiones acerca del cuerpo y de lo que significaba ser policía.
Las juergas ya no eran tan divertidas. Ahora veía las consecuencias de sus actos.
Para impedir que se querellara, el Departamento le había pagado los atrasos y lo había ascendido a la DAI.
La División de Apoyo a la Investigación. Su trabajo soñado.
A fines de los años noventa el Departamento se había descentralizado sacando de su sede algunas unidades de investigación, como las de Homicidios y Crimen Organizado, y dividiéndolas entre las ocho comisarías de distrito de la ciudad. Los habían empaquetado a todos, con prisas y de cualquier manera, en una Unidad de Investigación Criminal que desempeñaba distintas funciones. Los detectives de UIC no se especializaban; se ocupaban de todo tipo de casos, desde robos a delitos relacionados con las mafias, pasando por los homicidios sin premeditación.
Sin embargo, para los mejores detectives de homicidios (aquéllos que contaban con más experiencia y formación, la flor y nata del cuerpo), se había creado la DAI. Enclavada en la sede central de la policía, sus detectives se ocupaban de homicidios enfriados (los que, después de un año, seguían sin resolverse) y de todo tipo de asuntos jugosos: crímenes sexuales, asesinatos en serie, secuestros de niños…
Algunos decían que la descentralización había sido un gran éxito. Otros la consideraban un embarazoso fracaso. Sobre todo, en lo que se refería a los casos de homicidio. Al final sólo una cosa había quedado clara: le ahorraba dinero al departamento.
Spencer había aceptado el manifiesto soborno del departamento porque era poli. Más que de su profesión, se trataba de su identidad. Nunca se había considerado otra cosa. ¿Cómo iba a hacerlo? Llevaba el trabajo policial en la sangre. Su padre, su tío y su tía eran policías. Y también varios primos y todos sus hermanos, menos dos. Su hermano Quentin había abandonado el cuerpo después de dieciséis años de servicio para estudiar Derecho. Pero, aun así, no se había alejado demasiado del “negocio” familiar. Como letrado de la fiscalía de distrito de la parroquia de Orleans, contribuía a sentenciar a los tipos a los que los otros Malone se encargaban de atrapar.
– Hola, Connelly -dijo Spencer secamente-. Aquí estoy, de vuelta del mundo de los muertos. ¿Sorprendido?
El agente miró hacia otro lado.
– No sé a qué se refiere, detective.
– Y un cuerno -se inclinó hacia él-. ¿Te causa algún problema trabajar conmigo?
El agente dio un paso atrás.
– No, señor, ningún problema.
– Me alegro. Porque he venido para quedarme.
– Sí, señor.
– ¿Qué tenemos?
– Doble homicidio -al novato le tembló ligeramente la voz-. Dos mujeres. Estudiaban en la universidad -miró sus notas-. Cassie Finch y Beth Wagner. Avisó esa vecina de ahí. Se llama Stacy Killian.
Spencer miró hacia donde le indicaba. Una joven que sostenía en brazos un perrito dormido permanecía de pie en el porche. Era alta, rubia y, por lo que podía ver desde allí, bastante atractiva. Parecía llevar un pijama debajo de la chaqueta vaquera.
– ¿Qué ha contado?
– Creyó oír disparos y fue a investigar.
– A eso lo llamo yo una maniobra inteligente -Spencer sacudió la cabeza con fastidio-. ¡Civiles!
Echaron a andar hacia el porche. Tony lo miró de reojo.
– Bien hecho, Niño Bonito, le has puesto en su sitio. Menudo capullo.
Tony nunca había sucumbido al vapuleo de Malone, que se había convertido en el pasatiempo favorito de muchos en el Departamento de Policía de Nueva Orleans. Había permanecido a su lado y al de todo el clan Malone a la hora de defender su inocencia. Y eso no siempre había sido fácil. Spencer lo sabía. Sobre todo, cuando empezaron a acumularse las pruebas en su contra.
Había algunos que todavía no se habían convencido de su inocencia… o de la culpabilidad del teniente Moran, ni siquiera a pesar de su readmisión en el cuerpo y de la confesión y suicidio de Moran. Creían que la familia Malone lo había “preparado” todo de algún modo, usando su considerable influencia en el Departamento para que el asunto cayera en el olvido.
Aquello sacaba a Spencer de sus casillas. Detestaba haber contribuido, aunque fuera involuntariamente, a empañar la reputación de su familia, y odiaba las miradas recelosas y los chismorreos de sus compañeros.
– Ya se les pasará -murmuró Tony como si le hubiera leído el pensamiento-. Los polis no tenemos tan buena memoria. Es por el envenenamiento por plomo, en mi modesta opinión.
Spencer le sonrió mientras subían los escalones.
– ¿Tú crees? Yo me inclino más bien hacia una exposición prolongada al tinte azul.
Cruzaron el porche. Spencer era consciente de la mirada de la vecina clavada en él. No la miró. Más tarde habría tiempo para su angustia, y para hacer preguntas. De momento, tenían otras cosas entre manos.
Entraron en la casa. Los técnicos estaban trabajando. Spencer experimentó un leve arrebato de euforia al recorrer con la mirada el lugar de los hechos.
Deseaba trabajar en Homicidios desde que tenía uso de razón. De niño, escuchaba embobado las discusiones de su padre y su tío Sammy sobre los casos en que trabajaban. Luego había mirado con maravillado asombro a sus hermanos John y Quentin. Cuando el Departamento se había descentralizado, quiso integrarse en la DAI.
La DAI era la leche. Lo mejor de lo mejor.
Él era demasiado chapucero para conseguir un puesto en aquella unidad. Y sin embargo allí estaba, en pago por su cooperación y su buena voluntad.
No era tan orgulloso como para haberse negado a aquel soborno.
Fijó la atención en la escena que tenía ante sí. Era el típico apartamento de estudiantes. El suelo estaba cubierto de muebles baratos de tercera y cuarta mano, de ceniceros a rebosar y de botes de Coca-cola light. Un piso de chicas, pensó. Si allí viviera un chico, las latas serían de cerveza Miller. O quizá de Abita, la cerveza característica del sur de Luisiana.
La primera víctima yacía boca abajo en el suelo. Le habían volado parcialmente la parte de atrás de la cabeza. El forense ya le había cubierto las manos con bolsas.
Spencer dirigió la mirada hacia un joven detective al que conocía del Distrito 6. No recordaba su nombre.
Tony, sí.
– Eh, Bernie. ¿Eres tú el que nos ha llamado?
– Sí, lo siento. No es un homicidio involuntario, así que he pensado que cuanto antes os hagáis cargo, mejor.
El joven parecía nervioso. Era nuevo en la Unidad de Investigación Criminal. Seguramente sólo se había encargado de tiroteos entre bandas callejeras.
– Mi compañero, Spencer Malone.
Algo brilló en los ojos del joven. Spencer supuso que había oído hablar de él.
– Bernie St. Claude.
Se estrecharon la mano. Ray Hollister, el forense de la parroquia de Orleans, levantó la vista.
– Veo que está aquí la banda al completo.
– Los jinetes de medianoche -dijo Tony-. Qué suerte la nuestra. ¿Ya has trabajado con Malone, Ray?
– Con éste, no -el oficial inclinó la cabeza en su dirección-. Bienvenido al club de los homicidios a medianoche.