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– ¿Pogo? -repitió ella-. ¿Habla en serio?

El se encogió de hombros.

– Yo no le puse el nombre. Dibuja cosas así. Inquietantes. En lápiz y tinta. Ha hecho un par de exposiciones y ha tenido buenas críticas. Pero nunca ha acabado de despegar.

– ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?

– No, lo siento -le devolvió la tarjeta-. Pero puede que en la Galería 124 lo sepan. Si no recuerdo mal, fue allí donde hizo su última exposición. En la esquina entre Royal y Conti.

Stacy sonrió y empezó a retroceder hacia la entrada de la tienda.

– Muchas gracias por su ayuda y su tiempo. Se lo agradezco mucho.

– Esas postales no le saldrán baratas -dijo él levantando la voz tras ella-. Podría enseñarle algo parecido…

– Gracias -repitió ella por encima del hombro-. Pero me encantan éstas.

Salió a la acera y se encaminó hacia Conti Street. La Galería 124 estaba exactamente donde le había dicho el dependiente. Miró si venían coches y luego cruzó a toda prisa. Cuando entró en la galería tintineó la campanilla de la puerta. El chorro helado del aire acondicionado sopló sobre ella. Un instante después, se dio cuenta de que no era tan lista como creía.

Malone se le había adelantado.

El detective estaba de pie al fondo de la galería, obviamente esperando a hablar con la encargada, una mujer ataviada con una falda peligrosamente corta y una blusa de zingara de colores chillones. Llevaba el pelo muy corto y de punta, tan oxigenado que parecía casi blanco.

La palabra que evocaba su imagen era “pija”. Con P mayúscula. Stacy había visto a muchas como ella en las inauguraciones de Jane a lo largo de los años.

Malone miró hacia ella. Sus ojos se encontraron. Y él sonrió.

O, más bien, hizo una mueca sarcástica.

Bastardo engreído.

Stacy se acercó a él.

– Vaya, vaya, nunca dejo de asombrarme -dijo-. El detective Spencer Malone en una galería de arte. No parece tu estilo.

– ¿De veras? Pues soy un gran aficionado al arte. De hecho tengo un par de piezas bastante buenas.

– ¿En terciopelo negro?

Él se echó a reír.

– He oído hablar de cierto artista que creo va a interesarme. Un tío llamado Pogo.

Ella miró hacia la chica del pelo de punta y luego volvió a mirarlo a él.

– ¿Cómo es que has llegado antes que yo?

– Porque soy mejor investigador.

– Y un cuerno. Has hecho trampa.

Antes de que él pudiera responder, la rubia acabó de hablar con su cliente y se acercó a ellos con una fresca sonrisa fijada en la cara.

– Buenas tarde. ¿En qué puedo ayudarlos?

Spencer le enseñó su insignia.

– Detective Malone, del Departamento de Policía de Nueva Orleans. Tengo que hacerle unas preguntas.

El semblante de la chica registró sorpresa y luego inquietud.

Stacy intervino antes de que pudiera responder.

– Tengo un poco de prisa. Podría volver más tarde…

– ¿Cómo? ¿Es que no vienen juntos? Pensaba que…

– No tiene importancia -Stacy se volvió hacia Spencer y sonrió con expresión de disculpa-. ¿Te importa? Estoy en mi hora de la comida.

Él arqueó una ceja oscura, divertido.

– Por favor. Tómate tu tiempo.

– Gracias, detective. Es usted un encanto -se giró hacia la dependienta-. Tengo entendido que representa a un artista llamado Pogo.

– ¿Pogo? Sí, pero de eso hace más de un año.

– No me diga. Qué desilusión. Me había encaprichado con una de sus obras.

La chica pareció animarse, sin duda imaginando que tal vez pudiera hacer una venta de todas formas.

– ¿Una ilustración?

– Un dibujo. En lápiz y tinta. Con imaginería basada en Alicia en el País de las Maravillas. Muy oscuro. Muy poderoso. Vi una y me enamoré perdidamente.

– Suena a una de las obras de Pogo. Cuando trabajaba, claro.

– ¿Cuando trabajaba?

– Pogo es su peor enemigo. Tiene mucho talento, pero no es muy de fiar.

– ¿Conoce usted esa serie sobre Alicia?

– No. Debe de ser nueva -hizo una pausa como si sopesara sus opciones-. Podría llamarlo. Decirle que se pase por aquí y traiga su carpeta.

– Entonces ¿vive aquí?

– Sí, muy cerca, en el Barrio. Si consigo hablar con él, seguro que estará aquí en diez minutos.

Stacy miró su reloj como si no supiera qué hacer.

– Vive muy cerca -añadió la otra rápidamente-. En unos barracones, cerca de Dauphine.

– No sé. Quería algo que fuera una buena inversión, pero si es de poco fiar… -mientras la mujer abría la boca, sin duda dispuesta a asegurarle que su afirmación anterior no era del todo exacta, Stacy sacudió la cabeza-. Voy a pensármelo. ¿Tiene una tarjeta?

Ella se la dio. Stacy le dio las gracias y al pasar tranquilamente junto a Spencer lo saludó agitando los dedos.

– Gracias, detective.

Salió de la galería, cruzó el portal y esperó.

Exactamente dos minutos y medio después, Spencer salió de la tienda y se acercó a ella con parsimonia.

– Muy astuta, Killian. Una actuación brillante.

– Gracias. ¿Se ha enfadado cuando le has preguntado por Pogo?

– Parecía más bien hecha un lío. Le he sacado su dirección, pero me gustaría ver cómo te las apañas. Así que te acompaño.

Ella se echó a reír.

– Me has sorprendido, detective. Y yo no me sorprendo fácilmente.

– Me lo tomaré como un cumplido. En marcha, Killian.

– Unos barracones en Dauphine. ¿Conoces la zona?

Él asintió con la cabeza y echaron a andar juntos. Una manzana más allá, ella lo miró de reojo.

– ¿Cómo has dado con la Galería 124 tan rápidamente?

– Mi hermana Shauna estudió bellas artes. Le enseñé la tarjeta y no la reconoció, pero me mandó a Hill Tokar, el jefe del Consejo de las Artes de Nueva Orleans. Él fue quien me habló de la Galería 124.

– Y el resto es historia.

– ¿Es admiración a regañadientes lo que noto en tu voz?

– Desde luego que no -ella sonrió-. ¿Shauna es tu única hermana?

– No. Sólo una entre seis.

Ella se paró y lo miró.

– ¿Tienes seis hermanos?

Spencer se echó a reír al ver su cara de pasmo.

– Procedo de una buena familia católica irlandesa.

– El Señor dijo “creced y multiplicaos”.

– Y el papa también. Y mi madre se toma muy en serio las recomendaciones del papa -siguieron andando tranquilamente-. ¿Y tú? -preguntó él.

– Sólo somos Jane y yo. ¿Cómo es formar parte de una familia tan grande?

– Una locura. A veces es molesto. Y siempre ensordecedor -hizo una pausa-. Pero es fantástico.

Al percibir el efecto de su voz, Stacy sintió ganas de ver a su hermana y abrazar a su sobrinita.

Llegaron al cruce de calles. Aquella zona era una desastrosa mezcla de viviendas y comercios al por menor. Los edificios del siglo XVIII se apiñaban en diversos grados de deterioro. Todo ello formaba parte del encanto del Barrio.

– Está bien -Stacy le lanzó una mirada divertida-. Te apuesto un café a que consigo la dirección del señor Pogo en diez minutos.

– Eso no es nada, Killian. Que sean cinco y trato hecho.

Ella aceptó la apuesta y a continuación recorrió la calle con la mirada. Un colmado con un mostrador en el que se servían comidas. Un bar desvencijado. Una tienda de souvenirs.

Señaló el colmado.

– Espera aquí. No quiero que se asusten.

– Muy graciosa -Spencer sonrió y miró su reloj de pulsera-. El tiempo corre.

Stacy se dirigió al colmado y se detuvo nada más cruzar la puerta. Parecía un negocio familiar. Detrás del mostrador de comidas había un hombre de unos sesenta años; en la caja registradora, una mujer más o menos de la misma edad. ¿A quién acercarse? Consciente de que pasaban los segundos, Stacy se decidió por la mujer.

Se acercó a ella.