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– Me alegra estar aquí.

Un par de técnicos bufaron al oírle.

Tony le lanzó una sonrisa.

– Lo peor de todo es que lo dice en serio. No te entusiasmes tanto, Niño Bonito, o darás que hablar.

– Bésame el culo, Tony -dijo Spencer con buen humor, y fijó de nuevo su atención en el forense-. ¿Qué ha descubierto hasta ahora?

– De momento parece todo bastante claro. Dos disparos. Si el primero no la mató, lo hizo el segundo.

– Pero ¿por qué le dispararon? -se preguntó Spencer en voz alta.

– Ése es su trabajo, muchacho, no el mío.

– ¿La han violado? -preguntó Tony.

– Creo que no, pero la autopsia nos lo dirá.

Tony asintió con la cabeza.

– Vamos a echarle un vistazo a la otra víctima.

– Que se diviertan.

Spencer no se movió; se quedó mirando la salpicadura de sangre en forma de abanico que había en la pared, junto a la víctima. Volviéndose hacia su compañero, dijo:

– El asesino estaba sentado.

– ¿Cómo lo sabes?

– Fíjate -rodeó el cuerpo y se acercó a la pared-. Las manchas de sangre van hacia arriba.

– Que me aspen.

Hollister se quedó pensando.

– Las heridas corroboran esa teoría.

Spencer miró a su alrededor, excitado. Su mirada se posó en una mesa y una silla.

– Estaba ahí -dijo, acercándose a la silla. Se agachó a su lado para no alterar las pruebas. Visualizó la secuencia de los hechos: el asesino sentado, la víctima que se vuelve hacia él. Y luego bang, bang.

¿Qué estaban haciendo? ¿Por qué quería matarla él?

Dirigió la mirada hacia la mesa polvorienta. Había en ella una silueta sutil, del tamaño y forma de un ordenador portátil.

– Echa un vistazo a esto, Tony. Creo que aquí había un ordenador.

La colocación de la mesa apoyaba su hipótesis: en la pared contigua había un enchufe y un cajetín telefónico.

Tony asintió con la cabeza.

– Podría ser. Pero también podría ser un libro, o un cuaderno, o un periódico.

– Tal vez. Fuera lo que fuese, ya no está. Y parece que ha desaparecido hace poco -se puso unos guantes de látex y pasó un dedo por la marca rectangular. Al ver que no había polvo, le hizo una seña al fotógrafo y le pidió que hiciera unas fotos de la parte de arriba de la mesa y de la silla.

– Vamos a asegurarnos de que empolven bien esa zona.

Spencer, que sabía que se refería a empolvar las superficies en busca de huellas dactilares, asintió con la cabeza.

– Vale.

Tony y él siguieron adelante. Encontraron a la segunda víctima. También le habían disparado. El escenario, sin embargo, era totalmente distinto. La chica tenía dos disparos en el pecho y yacía de espaldas, en medio de la puerta de la habitación. La parte de delante del pijama estaba ensangrentada y un círculo rojo rodeaba su cuerpo.

Spencer se acercó a ella, le buscó el pulso y miró a Tony.

– Estaba en la cama, oyó los disparos y se levantó a ver qué pasaba.

Tony parpadeó y, apartando la vista de la víctima, miró a Spencer con una expresión extraña.

– Carly tiene un pijama igual. Se lo pone todo el tiempo.

Una coincidencia insignificante, pero que recordaba demasiado a casa.

– Atraparemos a ese cabrón.

Tony asintió con la cabeza y acabó de examinar el cuerpo.

– El robo no era el móvil -dijo Tony-. Tampoco quería violarlas. No hay signos de violencia.

Spencer frunció el ceño.

– Entonces, ¿por qué las mató?

– Tal vez la señorita Killian pueda ayudarnos.

– ¿Tú o yo?

– A ti se te dan mejor las mujeres -Tony sonrió-. Adelante.

Capítulo 3

Lunes, 28 de febrero de 2005

2:20 a.m.

Stacy se estremeció y volvió a colocar a César contra su pecho. El cachorro, apenas destetado, protestó con un gemido. Debería haberlo dejado en su cesta, pensó Stacy. Le dolían los brazos; y en cualquier momento el perrillo se despertaría y querría jugar.

Pero se había resistido a separarse de él. Aún no se sentía con fuerzas.

Frotó la mejilla contra su cabeza suave como la seda. En el tiempo transcurrido entre su llamada y la llegada de los primeros policías, había vuelto a su apartamento, guardado su Glock y recogido una chaqueta. Tenía permiso de armas, pero sabía por experiencia que un civil armado en la escena de un crimen era, en el peor de los casos, sospechoso y, en el mejor, una distracción.

Nunca antes se había hallado a aquel lado de los acontecimientos (la espectadora impotente, amiga de una de las fallecidas), aunque el año anterior había estado aterradoramente cerca. Su hermana Jane había escapado por poco de las garras de un asesino. En aquellos momentos, cuando había creído perderla, Stacy había decidido que estaba harta. De la insignia. De lo que la acompañaba. De la sangre. De la crueldad y la muerte.

De pronto se le había hecho patente que ansiaba una vida normal, una relación sana. Con el tiempo, una familia propia. Y eso no sucedería mientras siguiera en aquella profesión. El trabajo policial la había marcado de un modo que hacía imposible lo “normal” y lo “sano”. Como si llevara una M invisible. Una M de mierda. Lo peor que la vida podía ofrecer. La más espantosa degradación humana.

Se había dado cuenta de que nadie podía cambiarle la vida, salvo ella.

Y allí estaba otra vez. La muerte la había seguido. Sólo que esta vez había encontrado a Cassie. Y a Beth.

Un súbito arrebato de ira se apoderó de ella. ¿Dónde demonios estaban los detectives? ¿Por qué tardaban tanto? A aquel paso, el asesino estaría en Misisipi antes de que aquellos dos acabaran de examinar la escena del crimen.

– ¿Stacy Killian?

Ella se volvió. El más joven de los dos detectives se hallaba tras ella. Le enseñó su insignia.

– Soy el detective Malone. Tengo entendido que fue usted quien nos llamó.

– Sí.

– ¿Se encuentra bien? ¿Necesita sentarse?

– No, estoy bien.

El señaló a César.

– Bonito cachorro. ¿Es un labrador?

Ella asintió con la cabeza.

– Pero no es… era… de Cassie -detestaba el modo en que se adensaba su voz y luchó por controlarla-. Mire, ¿podríamos empezar de una vez?

El levantó las cejas ligeramente, como si lo sorprendiera su brusca respuesta. Seguramente le parecía fría e indiferente. No podía saber lo lejos que estaba de la verdad: aquello la afectaba tanto que apenas podía respirar.

Malone sacó su cuaderno de notas, una libreta de espiral de tamaño bolsillo, idéntica a las que antes usaba ella.

– ¿Por qué no me cuenta exactamente qué ha pasado?

– Estaba durmiendo. Me pareció oír disparos y fui a ver cómo estaban mis amigas.

Algo cruzó el semblante del detective y se esfumó.

– ¿Vive aquí? -indicó su apartamento.

– ¿Sola?

– No sé si eso importa, pero sí, vivo sola.

– ¿Desde hace cuánto tiempo?

– Me mudé la primera semana de enero.

– ¿Y antes dónde vivía?

– En Dallas. Me mudé a Nueva Orleans para estudiar en la universidad.

– ¿Conocía bien a las víctimas?

Las víctimas. Stacy hizo una mueca al oír aquella expresión.

– Cassie y yo éramos amigas. Beth llegó hará cosa de una semana. La antigua compañera de piso de Cassie dejó los estudios y volvió a casa.

– ¿Diría que eran buenas amigas? Sólo se conocían desde hace… ¿cuánto? ¿Un par de meses?

– Supongo que no deberíamos serlo. Pero sencillamente… conectamos.

Él no parecía muy convencido.

– ¿Dice que se despertó al oír disparos y que fue a ver a sus amigas? ¿Por qué estaba tan segura? ¿No podían haber sido petardos? ¿O el tubo de escape de un coche?