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– ¿Qué pasó entonces, señora Noble?

– Me trajo aquí -tragó saliva-. Iba y venía. Me habló de… de la muerte…

Alicia comenzó a llorar. Kay le rodeó los hombros con el brazo y la apretó contra sí.

– Presumía de haber eliminado al Rey de Corazones.

– ¿A Leo?

Ella asintió con la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– A veces sólo divagaba.

– ¿Sobre?

– Sobre el juego. Sobre los personajes -se enjugó las lágrimas de las mejillas-. Su meta era matar a Alicia -dijo Kay-. Lo dispuso todo para observar cómo su personaje mataba a un jugador tras otro. Luego, cuando estuvieran todos eliminados, la mataría a ella -miró a Stacy-. A ti no conseguía atraparte. Y no podía matar a Alicia hasta que te eliminara a ti.

Y Alicia era el cebo para atraerla hasta allí.

– Ha habido otras Alicias -dijo la muchacha en voz baja-. Yo no era la primera.

La boca de Spencer se tensó.

– ¿Dónde? ¿Lo dijo él?

Las dos asintieron con la cabeza. Kay agarró la mano de su hija y se la apretó con fuerza.

– Pero ella era la definitiva. La verdadera Alicia. Nos encontró a través de entrevistas en Internet y de las nuevas publicaciones.

Llegó la ambulancia. Tony ayudó a Kay y a Alicia a subir. Stacy se quedó mirándolas un momento y luego se volvió hacia Spencer.

– ¿Cómo es posible que llegaras a tiempo? Estamos a dos horas de tu casa.

– No mientes tan bien como crees.

– ¿El chico que dejó caer los platos?

– No. Tu promesa de no hacer ninguna estupidez. Conseguí permiso para instalar un dispositivo de seguimiento por satélite en tu todoterreno.

– ¿Cómo conseguiste convencer al juez?

– Tergiversé un poco los datos.

– Supongo que debería enfadarme.

Él levantó una ceja.

– Tiene gracia, tengo la impresión de que soy yo quien debería enfadarse -se inclinó hacia ella y bajó la voz-. Ha sido una locura, lo sabes, ¿verdad?

Podría estar muerta. Lo estaría, si no fuera por él.

– Sí, lo sé. Gracias, Malone. Te debo una.

Capítulo 62

Martes, 12 de abril de 2005

1:15 p.m.

Marzo dio paso a abril. Muchas cosas habían sucedido en las dos semanas transcurridas desde aquella noche en Belle Chere. Stacy había declarado no menos de cuatro veces. Se descubrió que Troy era un vagabundo, un fracasado que utilizaba su físico para aprovecharse de las mujeres, dejándolas sin un centavo y con el corazón destrozado.

Troy era también muy astuto. Sin antecedentes penales, su conversión en el Conejo Blanco no encajaba en ningún perfil, pero demostraba que, en lo referente al comportamiento criminal, todo era posible.

La policía estaba contactando con los diversos lugares donde había vivido en busca de asesinatos sin resolver de muchachas cuyo nombre fuera Alicia.

De momento, no habían encontrado ninguno, pero la búsqueda acababa de empezar.

El caso del Conejo Blanco había quedado oficialmente cerrado. Leo había recibido sepultura. Spencer y el jefe Battard, de Carmel-by-the-Sea, California, se habían mantenido en contacto.

El accidente que la policía de Carmel había clasificado en principio como el suicidio de Dick Danson había pasado a ser un homicidio perpetrado por el propio Danson. La víctima permanecía anónima. El jefe Battard confiaba en poder aclarar ese extremo cuanto antes.

Bobby Gautreaux había sido oficialmente acusado de los asesinatos de Cassie Finch y Beth Wagner. Stacy seguía sin estar muy convencida de su culpabilidad, pero había llegado al final del camino. Sus pistas se habían agotado, y la policía y la fiscalía del distrito creían tener pruebas suficientes para conseguir una condena en firme.

¿Quién era ella para decir lo contrario? Ya no era policía. Por lo menos, eso seguía diciéndose a sí misma. Naturalmente, tampoco era estudiante.

Paró el coche delante de su apartamento, aparcó y salió de su Bronco. Había anulado oficialmente la matrícula del curso. El jefe del Departamento de Filología Inglesa había admitido circunstancias atenuantes y había aceptado su regreso en el semestre de otoño. A fin de cuentas, hasta el asesinato de Cassie, se había defendido bastante bien.

Stacy agradecía su comprensión y su ofrecimiento, pero le había dicho que no estaba segura de lo que quería hacer.

Estaba quemada.

Aquello no era nada, sin embargo, que no pudiera resolverse regresando a Dallas. O eso decía su hermana. Habían hablado esa mañana. Jane había intentado convencerla de que volviera a casa, por lo menos hasta que supiera con certeza qué quería hacer. Le había puesto al corriente de las primicias de Annie: que había empezado a gatear, que dormía toda la noche de un tirón, que se reía al ver su cara en el espejo…

Stacy también echaba de menos a la pequeña. Ansiaba formar parte de la vida de Annie.

Luego estaba Spencer. Con él también había hablado esa mañana. Apenas se habían visto desde aquella noche en la plantación de Belle Chere. Y no porque ella no estuviera interesada.

Pero tenía que ocuparse de su vida, hacer lo mejor para ella a largo plazo.

Y un engreído detective de homicidios no era lo que más le convenía.

Por lo menos, eso se decía. Qué fastidio, se estaba volviendo una tiquismiquis y una pelmaza.

Subió los escalones del porche y se acercó a la puerta. Su nueva vecina, una rubia petulante y flaca como un espárrago asomó la cabeza por su puerta.

– Hola, Stacy.

– Hola, Julie -la chica llevaba puestas unas mallas cortas de licra. De su apartamento salía el sonido de un vídeo de ejercicios de aeróbic-. ¿Qué tal?

– Tengo un paquete para ti.

Se metió dentro y al cabo de un momento regresó con una caja enviada por mensajería.

– Lo dejaron justo después de que te fueras. Les dije que te lo daría.

Stacy tomó la caja. Para su tamaño, era bastante pesada. La zarandeó y el contenido golpeó los lados.

– Gracias.

– De nada. ¡Que pases un buen día!

La chica desapareció dentro de la casa. Stacy se acercó a su puerta, la abrió y entró. Cerró con el pie tras ella, dejó el bolso y las llaves sobre la mesa de la entrada y fijó su atención en el paquete. Al instante notó que no había etiqueta de envío pegada a la caja y frunció el ceño. Regresó a casa de su vecina y llamó. Julie apareció en la puerta.

– Hola, Stacy.

– Una pregunta. El paquete no lleva etiqueta de envío. ¿Te la dado han dado a ti?

– No. Te he dado lo que me han dado.

– ¿Has firmado tú?

La rubia pareció confusa.

– No. Pensé que no hacía falta, porque habrían dejado un impreso o algo así en tu puerta.

– No han dejado nada.

– No sé qué decirte, Stacy -su confusión parecía haberse convertido en fastidio.

– No impor… ¡Espera! Una última pregunta.

La rubia se detuvo en la puerta con expresión exasperada.

– El tipo de FedEx, ¿llevaba uniforme?

– Era una chica -puntualizó Julie, frunciendo las cejas como si intentara recordar-. No me acuerdo.

– ¿Y la furgoneta? ¿La viste?

– Lo siento -cuando Stacy abrió la boca para hacer otra pregunta, la joven la cortó-. Me estoy perdiendo la mejor parte de los ejercicios. ¿Te importa?

Stacy dijo que no y regresó a su apartamento. Se acercó a la caja, agarró una de las solapas troqueladas, la levantó de un tirón y sacó el contenido. Dentro había un objeto envuelto en papel de burbujas. El envoltorio llevaba pegada una tarjeta.

Despegó la tarjeta y la abrió. Decía simplemente:

El juego no ha acabado aún.