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Un cosquilleo helado rozó su nuca y se deslizó a continuación por cada uno de sus nervios. Temor, pero no un temor cualquiera. Uno muy primario, primitivo, tan primitivo como la expresión que había inundado el rostro de él en el instante previo a que se lanzara a por ella. Dentro del temor había escondida una hebra de calor, pero que no la reconfortaba; simplemente, añadía una dimensión nueva al pánico que sentía: el temor a lo desconocido.

Sólo pensaba en escapar. El nudo que tenía en la garganta se hinchaba; sus sentidos se desplegaban, susurrándole que se rindiera.

Trató de pensar, intentó planear una forma de despistarlo. El rucio y el zaino parecían igualados en fuerzas, pero los senderos eran demasiado estrechos para que él pudiera situarse a su lado. Pronto llegarían al siguiente claro. Afortunadamente, él cargaba a su montura con mucho más peso.

Los árboles clareaban ya. Hizo reducir la marcha al rucio para, acto seguido, lanzarlo al claro abierto, a galope tendido, inclinada sobre su cruz. El zaino no se le despegaba. Echó una rápida mirada atrás y a un lado… y el corazón le dio un vuelco al ver los ojos de Chillingworth, que le pisaba ya los talones, clavados en los suyos. La estaba alcanzando inexorablemente. Extendió el brazo para agarrar las riendas de su caballo…

Ella viró bruscamente. A un lado se abría otro sendero, más cerca que aquel al que se había estado dirigiendo: era su única salida. Lanzó al rucio por ahí a la carrera; el zaino siguió a su zaga. ¿Qué más podía hacer?

La respuesta apareció antes de que pudiera prepararse, al acabarse los árboles de forma abrupta al borde de un campo estrecho. El terreno descendía por una pendiente suave hacia un angosto arroyo, para ascender bruscamente en la otra orilla. Del claro se salía por un único sendero, que se abría directamente al otro lado del campo.

Lanzó al rucio hacia el arroyo. Sus cascos chacolotearon sobre los cantos rodados de la corriente, seguidos del eco inmediato de los del zaino. El rucio remontó la empinada pendiente del otro lado, con los cuartos traseros temblándole al impulsar cuesta arriba su considerable peso.

Tenía el final de la pendiente a un salto de distancia cuando el zaino la alcanzó.

Una mano se le cruzó delante y agarró sus riendas.

Ella dio un tirón para recuperarlas, jadeando; el rucio se tambaleó.

Un brazo de acero la envolvió por la cintura, encadenándola, hombro contra pecho, a un tronco aún más duro. Forcejeó instintivamente. Las riendas le fueron arrancadas de las manos.

– ¡Estese quieta!

Las palabras restallaron como un trueno, como un látigo.

Se calmó.

Los caballos entrechocaron antes de calmarse, refrenados por una mano firme. Llegaron con un trote nervioso a la estrecha franja de terreno llano que remataba la pendiente. Los pelajes de ambos caballos, separados únicamente por la bota de Gyles, despedían brillos parpadeantes. Finalmente se apaciguaron, resoplaron largamente y agacharon las cabezas.

El brazo en torno a Francesca parecía un grillete; no aflojaba. Con la respiración entrecortada y el pulso acelerado, ella elevó la mirada.

Gyles se topó con sus ojos, abiertos como platos…, y sintió que le invadía un furor primitivo, posesivo. La cabeza le daba vueltas, su corazón palpitaba desbocado. Respiraba tan atormentadamente como ella.

Francesca tenía las mejillas ardientes de rubor, los labios entreabiertos. Sus ojos, verdes centellas, clavados en los de Gyles, ardían en un sobreentendido tan viejo como el tiempo.

Él se apropió de sus labios con un beso abrasador.

No le dio cuartel. No se lo hubiera dado aunque ella se lo suplicara: era suya. Suya para marcarla, suya para poseerla, suya para reclamarla. Saqueó su boca, exigiéndole la rendición… Cuando ésta se produjo y ella se relajó en su abrazo, él la estrechó aún más y ahondó el beso, sellando el destino de ambos.

Ella era blanda, sumisa…, enteramente mujer. Sus labios, tan lozanos como recordaba; su boca una cueva de placer libertino. Se rindió y se abrió a él por completo, cediendo con un suspiro que era mitad gemido, mitad súplica. Su sonido lo enardeció; el deseo lo fustigaba, lo laceraba. Ella le ofrecía la boca para saciarlo; él la tomaba y pedía más.

Arrastrada por la marea, Francesca acabó por soltar del todo las riendas del rucio y se entregó a su abrazo. El nudo ardiente de sus lenguas exigía toda su atención, su dedicación absoluta y completa. El brazo que la rodeaba, rígidos los músculos, apretó aún más. Montada como estaba a mujeriegas, con las piernas recogidas entre los dos, él la iba levantando de la silla. No le importó. No importaba más que la marea gloriosamente embriagadora que rugía entre ambos. Haciendo mentalmente pie en aquel torrente, recuperó un punto de equilibrio para rescatar su aliento de entre los labios de él y abrazarlo a su vez.

Posó con fuerza las manos sobre los hombros de Gyles para acabar enredando los dedos entre sus cabellos; lo buscó con su cuerpo, arqueándose, apurando aún más su abrazo aplastante. Lo buscó con sus labios, correspondiendo fogosamente a sus besos ardientes, ávidos. Alimentando su deseo, satisfaciendo el propio.

Por encima de todo, lo buscó con su alma, con toda la pasión y el amor que llevaba dentro: así, ¡así!, cantaba su corazón, era como debía ser.

Él reclamaba cuanto ella era, se lo bebía, se lo arrancaba, y, al tomarlo, también se daba. No era delicado, ni mucho menos, pero ella no quería delicadeza: quería fuego y llama, pasión y gloria, deseo y satisfacción. Y ésas eran las promesas de los duros labios que majaban los suyos, en la casi brutal conquista de su boca. Ella recibía cada invasión con júbilo en su corazón, con deseo que surcaba sus venas.

Bajo ellos, los caballos se agitaron intranquilos; por un instante brevísimo, él desvió su atención. Ella notó que se pasaba las riendas a la mano con que sujetaba su cintura. Entonces sus labios se endurecieron y la empujó hacia atrás, haciéndola doblarse por encima del brazo que sostenía su espalda. Con la mano que había quedado libre le atenazó la mandíbula, enmarcando su rostro, sujetándola de cara a una invasión tan poderosa, tan devastadora, que confundió todos sus sentidos.

La mano abandonó su cara para cerrarse, con fuerza, en torno a su pecho.

Ella reaccionó como si hubiera quemado su piel con un hierro de marcar, una marca sexual, arqueándose, apretándosele más. Sintió aquel primer tiento hasta la punta de sus pies; un placer como ningún otro arponeándola bajo la piel para luego fundirse y extenderse. Su temperatura aumentó, la piel le ardía. Como fiebre, pero tampoco…, como el calor de una llama interior. Una llama que él avivaba con sus dedos, presionando, acariciando, y luego amasando provocativamente. A través del grueso terciopelo, halló la cúspide de su pecho y la excitó con firmes pellizcos.

Él se tragó su gemido y continuó arrastrándola, implacablemente. Ella lo siguió de buena gana, con entusiasmo, deseando todo lo que quisiera darle, lo que quisiera enseñarle…, deseándolo a él. No ofreció resistencia alguna. En vez de eso, concentró la lucidez que pudiera quedarle en seguir la dirección que él le marcaba con toda la presteza de que era capaz, en darle la respuesta que demandaba, en alimentar y satisfacer un ansia que era de ambos: en hacerle el amor.

Gyles lo sabía, lo notaba; se sentía henchido de victoria. Era suya: iba a rendirse completamente y conducirlo dentro de su cuerpo. Nada podía impedir que la poseyera. Un pequeño impulso y la habría levantado de la silla y colocado en su regazo, luego podría tenderla en la hierba. Una imagen cruzó por su cabeza: la hierba era áspera, amazacotada, y el suelo rocoso y desigual. Los caballos estaban cerca. La vio como la vería mientras la hacía suya: el pelo glorioso enredado sobre aquel suelo inclemente, el cuerpo desprotegido ante su acometida, esforzándose sin la protección de cojín alguno por tomarlo entero, por responder a sus embestidas, abriendo luego los ojos de par en par, cegados de dolor…