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– Para ser sincera, cariño, no creo que Franni se dé cuenta de que te vas, para no volver, hasta que estemos aquí de vuelta sin ti. Cosas que son evidentes para nosotros, a ella a menudo ni se le pasan por la cabeza, y luego se lleva la sorpresa y el disgusto.

Francesca asintió, aunque en realidad nunca había acabado de entender el carácter distraído de Franni.

– Había pensado pedirle que fuera mi dama de honor, pero el tío Charles dijo que no. -Le había enseñado primero la carta a su tío, y él se había mostrado inflexible en ese punto-. Dijo que ni siquiera se aventuraría a afirmar que Franni vaya a ir a la boda… Dijo que era posible que ella prefiriera no asistir.

Ester extendió el brazo y apretó la mano de Francesca.

– Eso no tiene nada que ver con lo que siente por ti. Pero es posible que se asustara en el último momento y no quisiera aparecer. Si la haces dama de honor, sería realmente un contratiempo.

– Supongo que tienes razón. Charles sugería que le pidiera consejo a lady Elizabeth sobre quién podría acompañarme… Ni siquiera sé si Chillingworth tiene hermanas.

– Hermanas, o primas cercanas del novio, dado que no hay nadie de la edad adecuada de nuestra parte. Lo más sensato será preguntarle a lady Elizabeth.

Ester se levantó; Francesca también hizo lo propio. Miró la carta que tenía en la mano.

– Le escribiré esta tarde. -Sonrió al recordar la afabilidad de lady Elizabeth-. Tengo muchas preguntas, y ella parece la persona idónea para hacérselas.

Pese a la inquietud de Charles, la diáfana alegría de Franni no se empañó, aunque, para alivio de todos, sus expresiones de contento se volvieron menos extremadas. Franni seguía de un humor radiante. Agobiada como estaba con los mil preparativos de sus nupcias y las averiguaciones sobre su futuro esposo, su casa y sus propiedades, Francesca observó este hecho no sin felicidad por su parte. Charles, Ester y Franni eran ahora su familia; quería que estuvieran presentes en su boda, y tan felices como ella lo estaba.

Cuando, cuatro días antes de la boda, partieron en el pesado carruaje, Charles y Ester en un asiento y ella en el de enfrente junto a Franni, Francesca estaba tan alborotada como su prima y aún más impaciente. Estarían de viaje dos días, para llegar al castillo de Lambourn al segundo día, dos noches antes de la boda, según Chillingworth había estipulado. En aquel punto, había permanecido inflexible, sin que le conmovieran los ruegos por parte de lady Elizabeth de que le concediera más tiempo para conocer a su futura nuera.

Lady Elizabeth no había aceptado su negativa de buen grado en absoluto; Francesca se había reído a gusto con la diatriba con que la condesa viuda había arremetido contra su hijo en su siguiente carta. Tras su primer intercambio epistolar, la correspondencia entre el castillo de Lambourn y la mansión Rawlings había proliferado de forma dramática, con cartas que se cruzaban y se volvían a cruzar. Para cuando abandonó la mansión Rawlings, Francesca tenía casi tantas ganas de conocer a su futura suegra como de volver a ver a su apuesto prometido.

El primer día de viaje transcurrió tranquilamente, con el carruaje bamboleándose en su avance hacia el norte.

A mediodía del segundo, empezó a llover.

Más tarde, diluvió.

El camino se llenó de barro. Avanzada la tarde, el carruaje se arrastraba penosamente. Se habían formado nubarrones grises que no tardaron en descender; cayó sobre ellos un crepúsculo desnaturalizado, aún más oscurecido por la lluvia.

El carruaje se detuvo con una sacudida. Luego se balanceó, y oyeron al cochero salpicar en el suelo al saltar. Llamó a la portezuela.

Charles la abrió.

– ¿Sí?

Barton estaba de pie en la carretera, con el chubasquero y el sombrero chorreando a mares.

– Lo lamento, señor, pero estamos aún a mucha distancia de Lambourn y no vamos a poder llegar mucho más lejos. Se está yendo la luz. Aunque estuvierais dispuesto a poner en riesgo los caballos, no podremos ver en qué cenagales nos metemos, con que nos estancaríamos a buen seguro antes de una milla.

Charles hizo una mueca de disgusto.

– ¿Hay algún lugar en que podamos refugiarnos, al menos hasta que cese la lluvia?

– Hay una posada justo allá arriba. -Barton señaló a la izquierda con un gesto de la cabeza-. Podemos verla desde el pescante. Parece bastante limpia, pero no es una posada de caballerías. Aparte de eso, estamos a varias millas de cualquier pueblo.

Charles vaciló antes de asentir.

– Llévenos a la posada. Echaré una ojeada, a ver si podemos quedarnos ahí.

Barton cerró la portezuela. Charles se reclinó de nuevo en su asiento y miró a Francesca.

– Lo siento, querida, pero…

Francesca acertó a encogerse de hombros.

– Al menos tenemos un día entero por delante. Si la lluvia para a lo largo de la noche, aún podremos llegar a Lambourn mañana.

– ¡Sí, por Dios bendito! -Charles masculló una risa hueca-. Después de lo mucho que lo ha planeado, no quisiera tener que hacer frente a Chillingworth y explicarle por qué su novia se ha perdido la boda.

Francesca sonrió y le dio a Charles unas palmaditas en la rodilla.

– Todo saldrá bien…, ya lo verás. -Por algún motivo, se sentía segura de eso.

La posada resultó estar mejor de lo que se esperaban, pequeña pero limpia; y el posadero estaba más que dispuesto a atender a cuatro huéspedes inesperados con su servidumbre. Como la lluvia no daba señales de que fuera a amainar, se resignaron a su suerte y se establecieron. La posada contaba con tres dormitorios. Charles se quedó uno, Ester otro, y Francesca y Franni compartieron el más grande, que tenía una cama con dosel.

Se reunieron en el bar a comer animadamente y después se retiraron a sus habitaciones, quedando en salir temprano a la mañana siguiente. Les dio confianza la predicción del padre de la posadera, que les aseguró que el día amanecería despejado. Más tranquila, Francesca se metió en la gran cama junto a Franni y apagó la vela de un soplo.

Después de pasarse el día adormiladas en el carruaje, ninguna de las dos tenía sueño. Francesca no se sorprendió cuando Franni se revolvió y la interrogó:

– Háblame del castillo.

Ya se lo había contado un par de veces, pero a Franni le gustaban las historias, y la idea de que Francesca fuera a vivir en un castillo la atraía.

– Muy bien. -Francesca fijó la vista en el oscuro dosel-. El castillo de Lambourn es muy antiguo. Se alza en un acantilado sobre un meandro del río Lambourn y guarda el acceso a las colinas que hay al norte. La aldea de Lambourn se halla a poca distancia, siguiendo el río, arropado bajo la falda de las colinas. El castillo fue modernizado muchas veces, y también ampliado, así que ahora es bastante grande, pero conserva parte del almenado y dos torres en cada extremo. Lo rodea un parque lleno de viejos robles. Aún se conserva la torre de entrada, que ahora es la casa de la condesa viuda. Con sus cuidados jardines con vistas al río, es una de las grandes mansiones de la región. -Se había pasado horas hojeando guías y libros que describían las casas solariegas de los lores de la zona, y había sabido aún más por lady Elizabeth-. Por dentro, la casa es de una elegancia exquisita, y sus vistas al sur se califican como espectaculares. Desde los niveles superiores, tiene también vistas excelentes al norte, hacia las colinas de Lambourn. Las colinas son perfectas para practicar la equitación, y se utilizan habitualmente para adiestrar caballos de carreras.

– Eso te gustará -murmuró Franni.

Francesca sonrió. No añadió nada más. Luego oyó a Franni apuntar:

– Y el trocito de tierra incluido en tu herencia hará que las propiedades del condado vuelvan a parecer una gran tarta.